Y Tarantino… ¿dónde está?Es el mosquito. No bromeo. La cámara le presta generosa atención por un motivo: el bicho se alimenta de la sangre de Uma Thurman y la despierta, del mismo modo que Tarantino vampiriza multitud de personajes anteriores y retales de cine que le “gusta” para resucitarlos concentrados en el personaje de Thurman. Ésta se percata entonces de la placa que lleva en el cráneo. Nos está advirtiendo de algo que veremos a lo largo del film: es un personaje hecho a pedazos, una aglomeración de fragmentos de cine; un action hero, mezcla de los “hombres sin nombre” que encarnaba Eastwood en el western, las proezas acrobáticas de Bruce Lee vestido con mono amarillo y un feminismo que recuerda a Los ángeles de Charlie (McG, 2000).
Tarantino destina metraje al despertar y la recuperación de ese pintoresco personaje, como si quisiera justificar el osado pastiche de referencias que en él coinciden. Un pastiche, por cierto, donde ese memorioso cineasta no reanima por primera vez… Ya lo había hecho con la misma actriz en Pulp Fiction (1994), de forma más explícita (con una inyección de adrenalina). También con estrellas como John Travolta, Samuel L. Jackson y Robert Forster, que habían perdido velocidad en Hollywood y fueron re-catapultados por Tarantino hacia la fama. Un golpecito a la espalda, de director a intérprete, que también se ha dado aquí, cuando Santiago Segura fichó, para la divertida Torrente (1998), a un anciano Tony Leblanc que -es triste reconocerlo- casi nadie echaba de menos. Todos ellos, grandes actores, son cuerpos del pasado reinsertados en el presente. Y eso es justo lo que hace Tarantino en Kill Bill: por un lado, impulsa a una actriz-amiga (Thurman), por otro, vuelve a poner en funcionamiento un arquetipo (la heroína que interpreta) en un entorno posmoderno.Y la cosa no acaba aquí… Después de esos minutos, de esa magnética concentración dramática que encierra el aparato conceptual del film, el cineasta pone en marcha su engendro cinéfilo –Frankenstein en versión rubia, sexy y matona– para lanzar cuesta abajo un apabullante y algo bestia ejercicio de estilo, apoyado en las constantes del Spaghetti western.Y el autor reafirma su discurso…Es de agradecer, además, que el énfant terrible de Hollywood argumente sus idas de olla y lo haga de forma simbólica. Para la masacre de los 88 maníacos (donde movimiento, colores y forma lo son todo), recurre al musical. Aquí, Tarantino –ojo, que viene una metáfora– se viste llamativo, despeja la pista de baile y nos obsequia con una secuencia inesperada que ha estado ensayando durante largo tiempo. Violencia, katanas y litros de rojo se encuentran en una composición apoteósica, rítmica, casi orgiástica; el preludio perfecto de un duelo final en un jardín oriental nevado, igualmente magnético, donde Tarantino vampiriza, una vez más, el cine de antes y lo escupe renovado en forma de bello y desenfadado homenaje. Tampoco olvidemos la reafirmación del discurso tarantiniano que Thurman suelta tras masacrar a los 88 maníacos: “Los que tenéis la fortuna de seguir con vida largaos, pero dejad aquí vuestras extremidades cercenadas. Ahora son mías” –exclama la guerrera usando palabras que denotan esa apropiación pasional y descarada (marca Tarantino) de otras películas.¿Ensayo revisionista sobre la cultura popular? ¿Sobre la reanimación de lo que se da por muerto hoy en día? ¿O sólo es un alarde cinéfilo de los principios cinéticos del séptimo arte? Que cada uno lo interprete como quiera. Si algo queda claro es que Kill Bill es una rareza de narrativa simple, casi trash, pero con un maquillaje visual tan perfecto que seria fútil criticarla por ello. Tarantino fabrica cine de laboratorio, como suele hacer, exhibiendo sus gustos y hasta su obsesión por los pies, para ofrecernos un inspiradísimo film conceptual y preciosista –de electrizante puesta en escena– que va destinado a espectadores alérgicos al prejuicio.Valoración: 4/5Escrito por Carles Martínez Agenjo en Cinematográficamente hablando