Así, de forma breve y a modo de cita, declaraba Jacques Audiard sus intenciones cinematográficas. Lo hacía para el periódico gratuito 20 minutos, uno de los menos relevantes del panorama periodístico. Pero no hay prisas en las palabras que Audiard escogió. Es cierto, su cine te llega al alma, te conmueve y te mantiene atento de principio a fin. Y lo hace desde un punto de vista muy distinto al de las películas norteamericanas, con un enfoque nada patriotero… pero nada moral. Al igual que los productos europeos de prisma social, el realismo y la crudeza son las máximas del cine de Audiard, que en ocasiones lleva al paroxismo con propuestas críticas que radiografían, desde la ficción, una parcela concreta de la sociedad. Las familias desmoralizadas de la Francia post-II Guerra Mundial y las desestructuradas que tratan de seguir adelante en pleno siglo XXI integran los contextos y personajes en que el director francés se ha desenvuelto a lo largo de su breve trayectoria. En su temprana película Un héroe muy discreto, el galo ironizaba con acierto sobre la Resistencia francesa, mientras que sus posteriores obras dejarán entrever una fuerte intención de denuncia contra la situación político-social que se ha vivido en Francia durante los últimos lustros. Paradigmáticas resultan la galardonada De latir mi corazón se ha parado y su última película, Un profeta. Ambas, tejidas con pulso firme bajo la agobiante capa del thriller más realista –que según Audiard “desnuda lo humano”– presentan un elemento común en la obra del director: su modo de caracterizar a los protagonistas. El director apuesta por el retrato de un joven ambicioso, soñador, que lucha por salir del lodo en el que ha crecido. Todo ello, sin olvidarse nunca –a diferencia de James Cameron– de guiones originales, tan capaces de mezclar drama, comedia y falso documental como de presentar historias intrincadas pero bien resueltas. Ciñéndonos ahora a la narrativa de Un profeta, un aspecto brillante es su generosa ración de elipsis y diálogos verdaderamente inteligentes; así como las numerosas –pero coherentes– subtramas del film, que confluyen formando un complejo retrato de la mafia más reciente. Esto, sumado a la carencia absoluta de sencillez que presenta la trama contribuye a dar mayor credibilidad a la fastuosa función a la que asistimos. También lo consigue, en este sentido, el aspecto visual de la película, gracias a una iluminación muy natural y europea y a buena parte de las escenas, que despuntan por su poder desasosegante y estremecedor en una primera parte que capta muy bien la atención del espectador. La causa de ello radica en la textura de la imagen, fría e hiperrealista, que en nada se asemeja a los espectáculos gratuitos del gore y el slasher más salvaje. En otras escenas, de intriga muy lograda, Jacques Audiard logra que los segundos se cuenten como minutos, transmitiendo una sensación muy parecida a la que Al Pacino nos despertó en El padrino, justo antes de perpetrar su primera y brutal vendetta. Un profeta contiene, además, algunos momentos en que la violencia es captada con una puesta en escena tan cuidada, tan artística, que adquiere un cariz asombrosamente lírico. Y es que nos encontramos –como muchos críticos han afirmado ya– ante una obra mayúscula sobre crimen y mafia, con ligero perfume a clásico moderno. El director que debutó en los 90 con Mira a los hombres caer ha compuesto una película cuyos ingredientes principales son la violencia sin tapujos y la sordidez. Pero con trasfondo, pues la historia sirve de metáfora de la sociedad francesa al centrarse en una corrupta prisión habitada por mafias y grupos étnicos que representan, a escala muy pequeña, la cruda realidad que se vive fuera de los muros. Una realidad en la que el roce entre culturas, entre ciudadanos locales y allegados, entre el primer mundo y el tercero, está al orden del día. El argumento de este fresco producto se centra en un joven árabe, Malik El Djebena. Éste ingresa siendo un novato en una jungla disfrazada de prisión en la que sólo sobreviven quienes miran por sus propios intereses y actúan con pies de plomo. En tan lóbrego y oscuro lugar, Malik acabará enfrentándose a los miembros corsos de ese monstruo que dormita entre rejas llamado mafia. Que mata, y obliga a matar. Que con una mirada convierte en perros inofensivos a los carceleros del centro. Mientras, los vigilantes incorruptos aparecen en un segundo plano y profesiones tan necesarias como la del psicólogo y el educador social no dejan el menor rastro en pantalla. Paradójico resulta, por otra parte, que Jacques Audiard haga un imponente retrato de la mafia, pero acabe desmitificando a sus líderes a más no poder. Esto se ve claramente reflejado con el personaje de César Luciani, el jefe de la mafia corsa en prisión, soberbiamente interpretado por Niels Arestrup. El actor francés trabaja con Audiard por segunda vez e interpreta aquí a un personaje inolvidable. Luciani era un intocable capo ahora senil y recluido de por vida en una cárcel desde la que contempla –con mirada melancólica y asustada– cómo su imperio y poder trastabillan a consecuencia de los cambios que está experimentando la Francia del nuevo siglo. Un país que ya no funciona como el lugar soñado por los gángsters de antaño. Al mismo tiempo, la Francia de Sarkozy abrirá las puertas del éxito al ciudadano más astuto y cauteloso, aunque éste proceda de un país y cultura distintos; aunque aterrice en una prisión sin conocer a nadie ni saber en las garras de quién ha caído. Dentro de este marco de actualidad, Luciani se adentra en una etapa bellamente crepuscular –muy bien dibujada por Audiard– que lejos se encuentra del Chicago dorado en tiempos de la ley seca, o de la Florida ochentera que enriqueció a un sinfín de maleantes cubanos. Curioso resulta, por otra parte, que el Malik de Un profeta nos traiga ecos del Tony Montana de El precio del poder (Brian De Palma, 1983). No porque comparta la personalidad de Tony Montana, tan chulesca y caricaturesca. Más bien es el carácter arribista, afortunado e insensible lo que une a estos dos grandes personajes del cine posmoderno. Como ya hiciera De Palma en su encarnizada y trágica película, la nueva pieza de Audiard se centra en la pseudo-heroica evolución de su característico protagonista –de interpretación memorable– y los oscuros ambientes que lo rodean. El director no concede espacio para la “buena obra del mes”. Ni la moral ni las relaciones puras –como la majestuosa de Robbins y Freeman en Cadena perpetua– caben en un film que sólo quiere explorar el terreno de las iniciativas ilegales y reprobables. Pero donde nada es blanco y negro, sino gris. Tanto por su ambientación y temática, como por su ausencia total de dicotomía. A la película, incluso, le da tiempo a relajar al espectador con momentos puntuales –y nada sobrantes– de humor y ternura. Es así como Jacques Audiard se aparta del cine francés más nacionalista, sirviéndose de temas como las grandes posibilidades que tiene la inmigración en el mundo actual. El cineasta se levanta así en defensa de la nueva realidad social que está viviendo su propio país. Y lo consigue a través del retrato de Malik El Djebena: un zorro afortunado que de tan listo es llamado profeta y en ocasiones acaba rozando el misticismo. Apariciones fantasmagóricas y representaciones oníricas en visión túnel rodean a Malik con un aura que parece divinizar su llegada, la de los nuevos y jóvenes mafiosos, en detrimento de los antiguos y marchitados. Puede que el metraje del film acabe resultando algo denso, que la violencia sepa demasiado amarga y que la intrincadísima trama despiste al espectador acostumbrado al cine comercial y no satisfaga al que pide películas con valores. Nada de eso impide fulgurar a Un profeta como la obra de arte que es, ni ensombrece el destacado lugar que ocupa en la historia. Jacques Audiard, premiado en Cannes y Berlín, ha creado una de sus mejores películas, en la que violencia y sensibilidad no tienen porqué estar reñidas; en la que el tiempo cinematográfico se detiene para marcar un antes y un después en el campo de los dramas carcelarios.Valoración: 4/5