Me da cosita cuando oigo hablar con tantísima alegría del Plan Marshall en estos tiempos de incertidumbre absoluta, pensando quizás en que va a venir un americano millonario con un maletín a repartir cheques como lo creía el ingenioso y berlanguiano alcalde de Villar del Río, memorable Pepe Isbert que retrataba a la pícara España de posguerra y de poscoronavirus.
El Plan Marshall existió porque había dinero estadounidense preparado para ser invertido en la reconstrucción de Europa, una empresa costosa pero muy rentable, toda vez que, a cambio de los dólares, entregaba en bandeja a millones de potenciales y muy ávidos consumidores, deseosos de dejar atrás la miseria de la batalla, y a la vez impedía que el comunismo soviético se propagara. Comunismo frente a consumismo, ¿les suena?
En un mes estaremos celebrando que un 9 de mayo de 1950, hace setenta años ya, el ministro francés Robert Schuman, visionario él, pronunció un famosísimo discurso en el que llamaba a los países europeos en reconstrucción a dejar atrás sus diferencias y apostar por aunar esfuerzos, en la producción de carbón y acero primero de Francia y Alemania primero, y ya se vería hasta donde llegábamos. "Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto", dijo, visionario.
Visionario, pero tampoco excesivamente original, pues ya habían surgido varias iniciativas auspiciadas por cerebros pragmáticos como el de Churchill, encaminadas a coordinar el reparto de ayudas norteamericanas y dar brío a la reconstrucción. El Comité de coordinación internacional de movimientos para la unificación europea surgió en 1948, de hecho, con la misión de preparar la integración política y económica de los países europeos
Volvamos a Schuman y a su Comunidad Europea del Carbón y el Acero. Franceses y alemanes, que cinco años atrás no se podían ni ver, rápidamente entendieron lo muy bien que fraguan las amistades con el dinero, y se convirtieron de por vida en socios preferentes. Les siguió la producción de energía atómica y hasta una timidísima apertura de fronteras comerciales, a la que se adhirieron Italia, Bélgica, los Países Bajos y Luxemburgo. En 1957 la Comunidad Económica Europea ya era una realidad.
Visto con perspectiva, más de uno debió darse de cabezazos al recordar la sangre derramada, viendo lo poco que costaba lograr aquel remanso de libertad y seguridad en un continente devastado por siglos de peleas entre regiones, por quítame allá esta salida al mar o estas minerías. Comparte conmigo tus puertos, que yo te doy mi tecnología y el de más allá nos produce quesos y tulipanes.
La paz se convertía así en la más simple y disuasoria de las armas, y basta con agitar el fantasma de una tercera Guerra Mundial que ponga en riesgo básicamente los acuerdos comerciales, para amansar un poco al vecino y que sigamos todos inmersos en la más consumista y productiva de las prosperidades. Moneda única, libre circulación... Todo para ser felices.
28 países llegaron a integrar la, desde el Tratado de Maastricht de 1992, Unión Europea, edificada a base de priorizar el intercambio de bienes, servicios, trabajadores y capital a cambio de una seguridad duradera. En el grupo de cabeza, jugueteando desde hace mucho con un liderazgo más ensoñador que real, se encuentra España, contribuyente neto desde la salida del Reino Unido.
La Unión Europea se lo curró mucho para que mirásemos con ilusión al llamado Horizonte 2020, que desde 2012 se convirtió en la meta anhelada por todo europeísta de bien. Aquella fecha redonda y mágica, llamada a marcar la hoja de ruta del continente, en gozosa comunión de las fuerzas políticas, agentes económicos y sociales, organizaciones empresariales...
Pues sí, aquella fecha llegó y resulta que realmente el 2020 nos traía el coronavirus, una empresa ruinosa en la que vamos a empeñar los españoles el dinero público que tenemos y el que no tenemos, por no hablar de los miles de muertos, de los millones de parados y de las empresas en quiebra.
En este desastre planetario al que nos enfrentamos sin más armas que un sistema sanitario deficitario, en el que nos salva el talento y formación de nuestros profesionales, y donde mascarillas y guantes se han convertido en un lujo inaccesible, cuesta imaginar que el cacareado Plan Marshall con el que pretenden dormirnos como a las ovejas, pueda llegar de ningún lado.
De momento no se ha conseguido forjar una identidad basada en valores, economía, historia y cultura comunes. El coronavirus nos ha igualado a todos, y la solución no vendrá de Estados Unidos ni debería venir de China: Europa está ante una oportunidad histórica de consolidar un liderazgo que no debería naufragar en más debates estériles e inacabados sobre coronabonos, prima de riesgo y deuda pública.
Todo indica que acabaremos como el desvalido niño que vivía con los frailes en un convento, al que casualmente se le apareció Jesucristo en un desván, y que cada día robaba lo poco que buenamente podía apañar para darle alimento y que terminaba durmiéndose en sus amorosos brazos. Marshalino Pan y Vino, lo llamaban.
Busquen ustedes la moraleja, y feliz Jueves Santo