Cierto día en la estación de trenes de Washington, un mozo ayudó a Carl Sagan con su equipaje, como hacía con cualesquiera otros pasajeros. Sin embargo, cuando Sagan sacó su billetera para darle la propina de rigor, el mozo hizo un gesto de rechazo. Aunque lo relevante de la anécdota no es el gesto en sí, sino la frase con que el mozo lo acompañó: «Guarde su dinero, señor Sagan. Usted ya me ha dado el universo».
La anécdota es muy famosa y habla por sí misma del papel que tuvo Carl Sagan en nuestra cultura. Ningún otro divulgador científico ha sabido pulsar tan bien los resortes de la imaginación colectiva. Quizá se debiera a aquella característica tan suya: la capacidad para experimentar y compartir un extático asombro ante la magnitud y complejidad del universo. Un entusiasmo que resultaba contagioso y al que él llamaba el «sentido de lo maravilloso». Gracias a Sagan y sobre todo a su serie televisiva Cosmos: Un viaje personal, muchas personas experimentaron ese sentido de lo maravilloso junto a él. Especialmente quienes tuvieron la suerte de verla por primera vez durante la tierna infancia: Carl Sagan era como el mago que abría el baúl de los grandes secretos ante nuestros ojos y desvelaba prodigios que parecían fantásticos, pero que no pertenecían al ámbito de las novelas o películas de ficción, sino que existían de verdad. Prodigios que estaban allá arriba, sobre nuestras cabezas, o a nuestro alrededor, o incluso dentro de nosotros. Carl Sagan fue sin duda el catalizador de las ensoñaciones cósmicas de toda una generación. Incluso de quienes nunca nos convertimos en científicos, porque teníamos escrito otro destino o sencillamente lo elegimos así, prácticamente no hemos pasado una noche sin alzar la mirada hacia las estrellas y entonces resulta inevitable acordarse de él. Siempre nos quedará la imagen inolvidable de aquella «nave de la imaginación» con forma de semilla emplumada con la que Sagan nos condujo hacia lugares que nunca visitaremos, pero que ya forman parte de nosotros mismos, tan familiares como nuestra propia casa, como el «pálido punto azul» que flota en torno a una estrella cualquiera en un rincón poco destacado de una insignificante galaxia.
Sagan diría, naturalmente, que el número 2014 carece de importancia en términos cósmicos, como carece de importancia cualquier otra cosa que los humanos podamos pensar, decir o hacer y que al vasto universo le resultará indiferente. Pero en el fugaz extracto temporal de nuestras vidas llamamos 2014 al año en que se estrena la nueva versión de Cosmos, presentada por el que muchos consideran el sucesor de Sagan, el astrofísico Neil deGrasse Tyson. Y también en este 2014 Sagan está de aniversario: hubiese cumplido los ochenta años, caso de no habernos dejado huérfanos hace casi dos décadas. Pero, ¿quién era Carl Sagan? ¿Cómo pensaba? ¿En qué consistía su mensaje? Sirva este repaso a algunas de las facetas de su vida y de su pensamiento no solamente como homenaje, sino también como recordatorio de todo aquello que lo convirtió en una figura única e irremplazable.
Sagan y el cosmos
Queríamos llegar a todo el mundo, porque pensábamos que tener disponible este conocimiento era un derecho innato de la persona. (Ann Druyan, viuda y colaboradora de Carl Sagan)
Ya cuando el pequeño Carl tenía cinco o seis años, sus padres eran conscientes de su brillantez intelectual, de su ansia por obtener respuestas ante cuestiones como «¿qué son las estrellas y de dónde están colgadas?». Hijo único de una familia de condición muy humilde —su padre era un inmigrante ucraniano que trabajó como acomodador en un teatro y su madre una neoyorquina que había crecido prácticamente en la miseria—, el pequeño Carl tenía pocos medios para saciar aquellas ansias. Pero sus padres eran inteligentes y demostraron una gran sensibilidad hacia las necesidades intelectuales de su retoño, así que decidieron que lo mejor que podían hacer era apuntarlo a una biblioteca pública. Aquello abrió los ojos de Carl Sagan y cambiaría su vida para siempre:
Le pedí al bibliotecario algún libro sobre las estrellas. Y la respuesta a mis preguntas era impresionante. Resultó que el sol era una estrella que estaba muy cerca de nosotros. Que las estrellas eran soles, aunque estaban tan lejos que las veíamos como meros puntitos de luz. De repente, la verdadera escala del universo se reveló ante mí. Fue una especie de experiencia religiosa. Había una magnificencia en ello, una grandeza, una sensación de magnitud que nunca después me ha abandonado. Nunca me ha abandonado.
El mensaje divulgador de Sagan giró siempre en torno a una idea central: el ser humano, especie animal que vive sobre la superficie de un planeta cualquiera, es insignificante cuando lo contemplamos bajo términos cósmicos. La humanidad es apenas un soplo fugaz del que seguramente no quedará ni rastro cuando se extinga; y a nadie ahí fuera le importará, si es que hay alguien. El cosmos es un lugar inmenso, inabarcable, que nos humilla y empequeñece. Y sin embargo, cuando era Sagan quien nos describía ese panorama aparentemente descorazonador, brillaba una intensa luz poética que cautivó a quienes le escuchábamos. El ser humano, nos decía, no es importante para el universo. Pero sí es inmensamente afortunado porque puede contemplar la inmensa grandeza de ese universo y maravillarse a causa de ella. Cuando miras las estrellas, lo importante no eres tú: son las estrellas. Y siéntete feliz por poder mirarlas.
Sagan y la comunidad científica
El polo opuesto de la ciencia popularizada es, al final, una ciencia impopular. (Gregory Benford, revista Skeptic)
Sagan contribuyó significativamente a la ciencia astronómica, particularmente con sus análisis de las atmósferas y superficies planetarias en una época en la que apenas se disponía de información fiable. Su bagaje abarcaba tanto astronomía como biología —trabajó con biólogos tan notables como Stanley Miller, George Muller o Joshua Lederberg— y así ayudó a dar forma tanto a las ciencias planetarias como a la exobiología. Colaboró directamente en varias misiones espaciales de la NASA y fue, como sabemos, quien diseñó los mensajes destinados a posibles civilizaciones extraterrestres que fueron incluidos en las sondas espaciales Pioneer y Voyager.
Sin embargo, estas aportaciones resultaron empequeñecidas por su papel como divulgador. Hoy sabemos que en la comunidad científica existieron muchos recelos hacia Sagan y su siempre creciente fama. Entre los astrónomos gozaba de gran predicamento, pero entre otros científicos —algunos físicos, por ejemplo— podía llegar a estar bastante mal visto porque consideraban que sus intentos de popularizar la ciencia amenazaban con «trivializarla». Otros lo veían como un ególatra que buscaba la fama y otros más, probablemente, tenían envidia de su capacidad para llegar a diversos estratos de la sociedad. El caso es que, académicamente hablando, Sagan pagó un precio por esa celebridad. En 1967, cuando era profesor interino en Harvard, le denegaron una plaza fija pese a sus extraordinarias dotes como docente, dotes bien documentadas por su alumnado. ¿El motivo oficial? Que sus investigaciones departamentales eran «poco relevantes» y «derivativas». Pero en realidad tuvo mucho que ver el que hubiese empezado a aparecer en televisión el año anterior, algo que no agradaba en la elitista universidad. Tras aquello, Sagan se marchó a la Universidad de Cornell para poder obtener una cátedra fija. Así que sí, como suena: en Harvard prácticamente echaron a patadas al divulgador científico más importante del siglo XX… y todo porque aparecía demasiado menudo en la pequeña pantalla.
Otro ejemplo: en 1992, siendo ya una celebridad internacional, Sagan fue nominado para el ingreso en la Academia Nacional de Ciencias. Su nombre fue propuesto por iniciativa de los astrónomos, pero más allá del mundillo científico se esperaba la aceptación de su candidatura como un hecho lógico e inevitable, dado lo mucho que Sagan había hecho por la difusión del saber científico. Sin embargo, su candidatura originó en la Academia uno de aquellos caldeados debates que habían colmado la paciencia de Richard Feynman, el famoso premio Nobel que había llegado a dimitir de la Academia cansado del elitismo y luchas de egos de sus miembros. La candidatura de Sagan fue rechazada cuando la mitad de los miembros votaron negativamente, algo que no sucedía a menudo. El pretexto más aireado fue que más allá de la divulgación sus logros científicos no resultaban lo suficientemente relevantes. Ni siquiera importaron detalles como que Stephen Hawking lo hubiese elegido como prologuista para su Breve historia del tiempo. Fuera de la Academia nadie entendió el correctivo que algunos científicos que se consideraban más «serios» habían querido infligir a la estrella mediática. Aunque Sagan no se pronunció en público sobre su ingreso fallido en la Academia, sabemos por su viuda que «le dolió bastante, porque fue un desprecio que él ni siquiera había buscado». Cuatro años después fallecería sin haber obtenido el honor.
Tras su muerte, la Academia corrigió el error haciéndolo miembro honorífico. Ni que decir tiene que la percepción de la comunidad científica hacia Sagan ha cambiado radicalmente desde entonces. Hoy en día no existe un científico que se permita el lujo de menospreciar públicamente su figura. Muchos científicos de la nueva generación comenzaron a estudiar bajo la influencia de Sagan. Algunos, como Neil deGrasse Tyson, recibieron incluso el respaldo personal del propio Sagan durante sus años como estudiante: Sagan, impresionado por su expediente académico, envió una carta de ánimo a un incrédulo Tyson adolescente e incluso le invitó a visitar su laboratorio. Aún hoy, Neil deGrasse afirma que se siente obligado a animar a los jóvenes estudiantes siguiendo el ejemplo del propio Sagan. Sea como fuere, hoy se reconoce abiertamente la tremenda importancia de su tarea como popularizador de la ciencia. Y aunque no hubiera sido así, él lo explicaba de manera tremendamente sencilla: la mayor parte de la financiación de los científicos proviene del pueblo, así que el pueblo tiene derecho a que le expliquen qué hacen los científicos con su dinero, y los científicos tienen la obligación de explicarlo en los términos más asequibles posibles.
Los fundadores de la Sociedad Planetaria. Carl Sagan, sentado a la derecha. Foto: NASA (DP)
Los fundadores de la Sociedad Planetaria. Carl Sagan, sentado a la derecha. Foto: NASA (DP)
Sagan y la fama
Carl Sagan poseía dos cualidades que no pueden transmitirse ni en la más excelsa de las instituciones educativas: un tremendo carisma personal y una gran capacidad para comunicar; características ambas que no abundan entre los científicos y que obviamente constituyeron los cimientos básicos de su estrellato. Antes de estrenarse Cosmos, Carl Sagan ya era famoso en los Estados Unidos gracias a sus frecuentes apariciones televisivas, incluyendo el programa más famoso de América, el show de Johnny Carson. El público quedó rápidamente prendado por su manera calmada pero pasional de hablar sobre el universo. Se convirtieron en coletillas populares algunas de sus expresiones, las hubiese dicho en voz alta o no: a Sagan, por ejemplo, le sorprendía que le atribuyeran constantemente la frase «billions and billions» y en una conversación privada con Carson aseguraba no haberla pronunciado jamás. Pero el presentador se limitó a responder: «pues si nunca la has pronunciado, deberías». Así, entre otras cosas, fue como Sagan aprendió que la fama depende de ciertos estereotipos y tics que pueden ser irreales, pero que capturan la imaginación del público. Entendió que en su labor divulgadora el estilo era tan importante como el contenido, y esto lo distinguió de muchos otros divulgadores científicos. Había que llegar al público, diciendo verdades, sí, pero haciéndolas no solamente fáciles de asimilar sino formalmente atractivas. En el acto de comunicación existen dos partes: el emisor y el receptor. Sagan, saltándose muchas actitudes elitistas extendidas entre los científicos de entonces, trató a sus televidentes y lectores como iguales intelectuales. Los consideró dignos receptores del saber científico y la gente común respondió convirtiéndolo en el rostro más reconocible de la ciencia a nivel mundial. Terminó asumiendo que el público tenía una imagen formada de él y que esa imagen era una importante herramienta de divulgación. Incluso llegó a titular su último libro Billions and billions, un guiño chistoso a aquella frase que nunca había salido de sus labios pero que la gente le había adjudicado como suya.
Sagan y la religión
Sagan no creía en Dios, pero cuando hablaba de sí mismo, rechazaba el término «ateo» porque para él implicaba el conocimiento cierto de que Dios no existe, un conocimiento que sencillamente no estaba a su alcance. Así pues, prefería definirse como «agnóstico». Sin embargo, su discurso no era exactamente el de un agnóstico. Según sus allegados, Carl Sagan era «ateo en todo excepto en el nombre», lo cual es una buena definición de su actitud. Su amigo David Grinspoon, por ejemplo, diría que en la práctica Sagan era prácticamente indistinguible de un ateo que use ese término para definirse.
Su actitud podía parecer contradictoria, pero lo era más que nada a niveles semánticos. Sagan no creía en Dios y con frecuencia calificó el concepto de un Dios personalizado, como el que se venera en casi todas las religiones, de pura fantasía. En su discurso el término «religión» aparecía generalmente acompañado de otros como «superstición», «mitología» y «folclore»; no como sinónimo hay que decir, pero sí en una yuxtaposición que difícilmente podía tener algo de casual. Es más: en sus últimos años, cuando era consciente de que la enfermedad podía llevárselo a la tumba, se preocupó muy mucho de dejar claro que no había comenzado a creer en Dios o en una vida ultramundana ni aun con la perspectiva de una muerte cercana. Incluso sabemos, gracias a su correspondencia publicada póstumamente, de su disgusto cuando alguno de sus colegas científicos consideraba la idea de abrazar la fe en algún dios. Si algo así sucedía, Sagan le enviaba una carta repleta de razones por las que consideraba intelectualmente indefendible la creencia en un dios personal.
El autoproclamado agnosticismo de Sagan era pues más un posicionamiento público que una creencia íntima. Y la gente lo sabía, porque en su mensaje planeaba constantemente una concepción atea del mundo. Conforme crecía su fama lo hacían también las interpelaciones de personas creyentes que discutían sus ideas, incluso ocasionalmente las amenazas de algunos fanáticos religiosos. A menudo lo invitaban a encuentros organizados por asociaciones religiosas para que su opinión sirviera de contraste, pero Sagan era extraordinariamente escrupuloso a la hora de aceptar. En una ocasión declinó participar en un congreso titulado «¿Cómo encontrar a Dios?» porque, como decía en su carta de rechazo, el título del congreso daba a entender que la existencia de Dios era un hecho probado independientemente de las conclusiones a las que se pudiera llegar durante el susodicho congreso. Sagan fue uno de los más notorios representantes del pensamiento escéptico, entendiendo como tal la no aceptación de la certeza de un hecho sin las necesarias evidencias que la sostengan, y acostumbraba a repetir el principio de que «afirmaciones extraordinarias requieren evidencias extraordinarias». Aun así, como en muchos otros asuntos, Sagan primaba la ponderación. Pese a manifestar una y otra vez su desaprobación intelectual hacia cualquier tipo de pensamiento mágico, incluyendo el de las grandes religiones, recordaba que mientras hubiese una pequeña posibilidad de que existiese un dios, él no se sentía capacitado para descartarla. Pero, al mismo tiempo, disimulaba mal su concepción de la religión como mera superchería y de manera parecida a Arthur C. Clarke confiaba —o deseaba confiar— en que el avance del conocimiento científico pusiera a las religiones en recesión de una manera progresiva y natural.
Sagan y las pseudociencias
Al igual que con la religión, Sagan se caracterizó por un abierto escepticismo hacia campos como el de la astrología y otras creencias «paranormales» que no podían sustentarse mediante una observación contrastable, como la que tiene lugar en el método científico. De hecho pensaba que estas creencias eran irracionales y estaban inevitablemente ligadas a factores puramente emocionales: en una ocasión, durante un debate televisivo con Stephen Hawking y Arthur C. Clarke, el presentador preguntó a Sagan si los nuevos descubrimientos científicos harían que los astrólogos terminasen perdiendo su negocio. Sagan, con tanta rapidez como sarcasmo, respondió: «¡Nada podría conseguir que los astrólogos se queden sin su negocio!».
Sin embargo, ese escepticismo estaba una vez más matizado por el deseo de ponderación. Ante el disgusto, incomprensión o sorpresa de otros científicos, Sagan veía razonable que los defensores de estas ideas tuviesen voz en determinados simposios, encuentros o conferencias. Su filosofía parecía ser la de que, mientras existiese una posibilidad aun remota de que hubiese oculto algún conocimiento válido entre tanta superchería, merecía la pena el intento de intentar sacarlo a la luz. Por ejemplo, sorprendió mucho su apoyo a algunos congresos ufológicos. Sabiendo que Sagan nunca creyó que seres inteligentes de otros mundos nos hubiesen visitado y que el fenómeno OVNI estaba compuesto de innumerables malas interpretaciones de estímulos visuales explicables o de fenómenos de sugestión, no tenía reparos en afirmar que quizá, y solo quizá, un pequeñísimo porcentaje de avistamientos podría haberse debido a la presencia de naves extraterrestres. Como en el caso de la existencia de Dios, Sagan no creía en ello pero parecía no querer negar algo en un cien por cien mientras no tuviese pruebas suficientes y tampoco quería negar su voz a quienes lo creyesen.
Sagan y la marihuana
Carl Sagan fue un ávido consumidor de marihuana durante muchos años, aunque esto no se supo hasta después de su muerte, cuando sus allegados lo hicieron público. A mucha gente le sorprendió saber que un científico de aspecto tan formal había fumado «hierba» habitualmente. A Sagan siempre le preocupó mucho que la difusión de este hecho pudiera dañar a su carrera. Pensemos que su popularidad se cimentó en unas décadas donde el consumo de marihuana era considerado por mucha gente casi como un signo de personalidad antisocial. Él, sin embargo, comprobó en primera persona que los mensajes emitidos sobre el gobierno sobre los peligros de la marihuana eran una exageración. Eso sí, nunca quiso convertirse en un apologista. Al menos no con su nombre. Sí escribió algún texto con seudónimo en el que defendía el consumo de marihuana de los ataques que recibía por parte del establishment, pero aparte de eso a lo más que llegó fue a abogar por su uso medicinal en condiciones controladas, porque sus efectos terapéuticos sobre ciertas dolencias estaban siendo bien documentados. Por lo demás no quería ser asociado con aquella droga que podría arruinar su imagen pública. De hecho, se enfadó mucho cuando uno de sus amigos escribió un artículo defendiendo la marihuana, donde se decía que muchos profesionales respetados la consumían y se citaba entre esas profesiones la de astrónomo: Sagan pensó que la gente podría deducir que estaba hablando de él porque el autor del artículo era un amigo muy cercano.
Pese a sus preocupaciones, el público nunca supo de su afición al cannabis. Sin embargo, tiene cierto sentido cuando lo contemplamos desde hoy. Sagan publicó muchos libros y artículos, pero en realidad escribía poco; acostumbraba a dictar ideas sueltas y textos a una grabadora que llevaba siempre consigo; después una secretaria lo transcribía a papel. Esta costumbre no solamente le ayudó a perfilar el característico tono conversacional de su discurso, sino que hizo que muchas de sus reflexiones surgieran cuando estaba bajo los efectos de la marihuana. Sagan, en privado, defendía que cuando estaba colocado le surgían ideas que podían ser certeras, pero que resultaban inaceptables para el ego cuando las escuchaba al día siguiente estando sereno. Y entonces abogaba no por descartar las ideas que tenía cuando estaba colocado, sino por examinarlas a despecho de la resistencia que sus esquemas preconcebidos pudieran ofrecer. Así, consideraba la marihuana una herramienta legítima de exploración intelectual.
Sagan y la política
No resulta fácil trazar un perfil convencional de sus opiniones políticas, aunque sí se le podría definir como liberal en el sentido estadounidense del término. En España podríamos llamarlo progresista, por buscar un término más o menos equivalente. Sí fue un activista político comprometido, pero lo fue en algunos asuntos concretos, muy particularmente el pacifismo y las preocupaciones en torno a la ecología.
Sagan fue, como bien sabemos, un estrecho colaborador de la NASA. Al principio de su carrera lo fue también de las fuerzas aéreas estadounidenses, cuando los vasos comunicantes entre ambas instituciones eran bastante fluidos. Sagan llegó a tener un perfil alto como asesor militar, hasta el punto de que estaba autorizado a consultar documentos calificados como alto secreto. Sin embargo renunció a colaborar con las Fuerzas Armadas en el mismo momento en que su país se involucró en la guerra del Vietnam, a la que se oponía abiertamente. Desde entonces se caracterizó por un mensaje abiertamente pacifista. También se opuso a la proliferación nuclear y fue muy activo en contra del programa de Iniciativa de Defensa Estratégica de Ronald Reagan (la «Guerra de las Galaxias», para entendernos), llegando a ser detenido en algunos actos de protesta. Consideraba que aquel programa rompía el equilibrio atómico con la URSS y por tanto dificultaba un acuerdo de desarme nuclear total, paso que consideraba necesario.
También se oponía a los totalitarismos y recordaba siempre que buena parte de sus familiares europeos —tanto por parte materna como paterna—, judíos casi todos ellos, habían sido asesinados en los campos de exterminio nazis. Aunque él era pequeño durante la guerra y su madre trató de protegerlo de esas nefastas noticias, Sagan supo que la pobre mujer sufrió intensamente durante aquellos años, así que conocía de primera mano los nefastos efectos de una ideología extremista. En consecuencia, condenaba los estados totalitarios y dictatoriales. También se oponía a que los gobiernos entrasen a regular determinadas opciones éticas de los ciudadanos, y por ejemplo, con su ponderación habitual, lanzó argumentos en favor del aborto en determinados plazos de la gestación, un asunto por entonces muy sensible en los Estados Unidos, incluso más de lo que pueda serlo hoy.
Sagan junto a una maqueta de las sondas Viking, destinadas a posarse sobre Marte. Foto: NASA (DP)
Sagan junto a una maqueta de las sondas Viking, destinadas a posarse sobre Marte. Foto: NASA (DP)
Sagan y el calentamiento global
Una de las aportaciones científicas más relevantes del inicio de su carrera fue la deducción de cuáles eran las características superficiales del planeta Venus. Hasta entonces se había especulado con la idea de que podía ser un planeta húmedo, siempre cubierto de una capa de nubes de vapor de agua que lo protegían de la radiación solar y bajo la que quizá se cultivaba un clima benigno y favorable para la vida. Una especie de blanco Edén. Pero Sagan descartó esta idea y dedujo que Venus estaba sufriendo un caso extremo de efecto invernadero, que su capa perenne de nubes impedía que el calor saliese del planeta y que por lo tanto su superficie se habría convertido en un infierno capaz de derretir plomo a temperatura ambiente. Sagan tenía razón, como demostrarían más adelante las sondas enviadas a nuestro planeta gemelo, y esa como decimos fue una de sus grandes aportaciones a la ciencia planetaria.
Pues bien, Sagan citaba el ejemplo de Venus para ilustrar que el efecto invernadero es un proceso que no se autorregula, que perfectamente puede salirse de madre porque, pasado cierto punto crítico, se retroalimenta y se acelera hasta convertir un planeta en un horno. A menudo expresó su preocupación por el fenómeno del calentamiento global en la Tierra, considerando que los gobiernos y las sociedades no se lo tomaban lo bastante en serio. Nos recordaba que el efecto invernadero no se corrige por sí mismo, o de lo contrario Venus sería el vergel húmedo que se había imaginado en otras épocas y no el infierno que sabemos que es. Sagan veía las cosas a escala planetaria e intentaba que los poderes públicos las viesen así también. Los procesos de la atmósfera de un planeta nada entienden de intereses económicos o políticos, y funcionan por sí mismos, más si la actividad humana pudiese contribuir a empeorar sus efectos. La sola posibilidad de que así fuese le parecía motivo más que suficiente para prestar mucha atención al asunto.
Sagan y las mujeres
Siempre se consideró un feminista. Aunque públicamente apenas hablaba de su vida personal, sabemos por su correspondencia que le marcó profundamente el destino que habían tenido sus padres. Su madre era una huérfana a la que por su condición de mujer pobre se le había denegado la posibilidad de sacar partido a su potencial intelectual. Su madre fue muy creyente —cumplía escrupulosamente los preceptos de su religión—, y Sagan siempre creyó que las circunstancias le habían impedido poseer una manera de pensar verdaderamente crítica y una vida acorde a sus capacidades, todo por haber sido mujer en el lugar y momento equivocados.
Carl Sagan se casó tres veces y tuvo cinco hijos. Sabemos gracias a su primera mujer que su matrimonio fracasó porque dedicaba demasiado tiempo a su carrera y poco a su familia; probablemente sucedió lo mismo con el segundo matrimonio. Su tercera esposa, Ann Druyan, fue no solamente su relación más estable sino una estrecha colaboradora en el ámbito profesional (de hecho le ayudó a escribir la serie Cosmos). En todo caso, buscó activamente en sus parejas una contrapartida intelectual, una igual, y en privado lamentaba que su madre no hubiese gozado de las mismas oportunidades.
Sagan y los alienígenas
Sagan creía en la existencia de vida extraterrestre —incluso en la existencia de civilizaciones alienígenas— mucho antes de que fuesen descubiertos los primeros planetas más allá del sistema solar. Para él era cuestión de pura lógica: si la raza humana era producto de procesos naturales, y siendo el universo tan grande, por la pura fuerza de los números debían existir otras razas avanzadas en planetas con unas igualmente condiciones favorables para la vida compleja. Ayudó a impulsar el programa SETI y esperaba que tarde o temprano pudieran localizarse indicios de alguna civilización alienígena, consistentes en algún tipo de señal anómala no explicable mediante procesos naturales. Llegó a decir que le fastidiaba la idea de morir sin haber vivido ese momento en que escuchásemos una voz procedente del espacio.
Esa creencia está bastante extendida entre otros científicos y resulta bastante razonable, pero hoy por hoy no se ha detectado la más mínima señal. Como exclamó un día Enrico Fermi: «¿Dónde están?». Si el universo produce civilizaciones con relativa frecuencia, ¿por qué no las detectamos? Todavía no existe una explicación unánime, pero Sagan defendió hasta el final la creencia de que no tiene sentido pensar que somos la única especie tecnológica en el universo, ni siquiera en nuestra propia galaxia. Solamente el paso del tiempo, con suerte, podrá decirnos si Sagan tenía razón. O quizá nunca lleguemos a saberlo. Pero él jamás dejó de acariciar la idea.
Sagan y nosotros
Carl Sagan nos hizo mirar hacia las estrellas y darnos cuenta de la magnitud del universo, en el que ocupamos un rincón infinitesimal. Nos trató, a los ciudadanos de a pie, como a seres inteligentes y a quienes la ciencia concierne tanto como a los propios científicos, porque el universo no es patrimonio de los científicos, sino de cualquiera que pueda alzar sus ojos y contemplar sus prodigios. Gracias a Carl Sagan, la NASA incluyó en sus sondas una cámara fotográfica que pudiera captar el planeta Tierra desde una gran distancia, y todo porque Sagan quería que pudiéramos entender que estamos todos en el mismo barco, la Tierra, y que ese barco es apenas una frágil chalupa en mitad de un océano inmenso. Que las fronteras, ideologías y religiones son simplemente invenciones de unas criaturas que habitan una esfera hospitalaria, iluminada a la distancia justa por una estrella blanca, y que deberíamos preocuparnos ante todo de que nuestra esfera continúe siendo hospitalaria porque la inmensa mayoría del universo no lo es. Sin nuestra pequeña barca, suspendida en mitad de ese inhóspito vacío, no podríamos contemplar el cosmos y experimentar ese sentido de lo maravilloso, que es una de las mejores cosas que tendremos durante nuestra breve existencia.
Al final, lo verdaderamente importante es que Carl Sagan, más allá de su coyuntura y de sus cualidades o defectos personales, mimó y cuidó su mensaje hasta el más mínimo detalle, como un compositor de sinfonías. Lo resumió en una serie de televisión, el más improbable de los medios, y consiguió crear poesía mientras transmitía conocimiento. Y ese mensaje de divulgación es puro, mucho más poderoso de lo que cualquiera excepto él podría llegar a expresar. Nosotros somos insignificantes; el universo no lo es. Y no podría ser más hermoso si fuese de otra manera.
Mira de nuevo a ese pequeño punto. Eso es aquí. Eso es nuestro hogar. Ahí estamos nosotros. Todos a quienes amas, todos a quienes conoces, todos de quienes has oído hablar alguna vez; todo ser humano que alguna vez existió; cada rey y cada campesino, cada joven pareja enamorada, cada madre y padre, cada niño repleto de esperanzas, cada inventor, cada explorador, cada reverenciado maestro moral, cada político corrupto, cada superestrella, cada líder supremo, cada santo y cada pecador en la historia de nuestra especie ha vivido ahí… en una mota de polvo suspendida en mitad de un rayo de sol.
http://www.jotdown.es/2014/07/recordando-a-carl-sagan/