Las coscojas (Quercus coccifera) nos muestran todo el año sus hojas duras, coriáceas y escamosas, esa clase de hoja, llamada esclerófila, que encontramos en muchos otros arbustos mediterráneos, desde el olivo hasta el madroño. Y entre las hojas, sobre cuencos leñosos repletos de espinas, las coscojas echan sus bellotas, mucho más amargas que las de la encina. Las separa además otra gran diferencia: las bellotas de la encina cuajan en primavera y caen al siguiente otoño, y muchas bellotas de la coscoja siguen el mismo ritmo pero otras se vuelven tardonas, madurando no al primero otoño sino al segundo. El que los frutos tarden años en madurar es uno de los rasgos más típicos de los árboles tropicales, que en el buen clima de la selva lluviosa pueden permitirse el lujo de dejar que crezcan sus frutos durante un invierno o más, porque a efectos prácticos el invierno apenas se distingue del verano.
Así que las bellotas tardonas de la coscoja nos dan la pista que estábamos buscando: sólo un genuino descendiente de árboles tropicales podría mostrarnos algo así. En eso contrasta vivamente con sus parientes de última generación, los robles, árboles del mismo género que la coscoja (Quercus) pero que han perdido muchos rasgos tropicales para adaptarse al frío de los bosques europeos al norte del mediterráneo. Sus bellotas caen al primer otoño, y además sus hojas ya no son perennes, como las de los árboles tropicales, sino que se han vuelto caducas - el roble las deja morir en otoño y así se evita posibles daños por congelación. Todos estos y muchos más pequeños detalles son las pistas, en apariencia insignificantes, que nos permiten resolver esos misterios que nos brinda la naturaleza con tanta abundancia a poco que la intentamos entender.
Basado en el origen de la flora mediterránea narrado en Thompson (2005) Plant evolution in the Mediterranean (Oxford University Press).