Yo nunca viví así, al borde del precipicio. Siempre fui bastante conservador y muchas veces me arrepiento por ello, pero qué le vamos a hacer, uno no puede cambiar su forma de ser de un momento a otro. Recuerdo muchas mañanas en las que mis aventuras en una cuidad extraña y fascinante, eran tan simples como quedarme sentado en la cocina, sintiendo el despertar de la vida en la calle, sin hacer nada más que leer o escribir, escuchar música y fumar marihuana.
Tal vez eso me sirvió para conocerme un poco mejor o, a lo mejor, precisamente porque me conocía, actuaba de esa forma, quién sabe. Lo que sí es verdad es que siempre estaba con la mochila preparada para partir. De todas partes me fui más ilusionado y feliz de lo que llegué excepto de Brasil y de Buenos Aires. De esos dos lugares me fui entre lágrimas y sabiendo que yo mismo estaba cerrando unas puertas que jamás deberían ser cerradas, sintiendo todo el poder de la felicidad destruyéndose y sabiendo que nunca más volvería a sentir lo que sentí en aquella época dorada de mi vida.
Bueno, cuando me despedía de mi chica también lloraba como una magdalena, pero era un llanto diferente, era una pena profunda y sin consuelo, tan honda que impedía cualquier posible reflexión al respecto. Era, simplemente, tristeza sin fin, esa tristeza que solo los enamorados sienten y que incluso les gusta regocijarse en ella. Tristeza de amor, así lo llaman.
Pero, claro, ahora estoy hablando de emociones y de eso sí que fui campeón mundial porque las busqué, las provoqué y las exprimí. Afortunadamente supe hacerlo sin ponerme en peligro, aunque hubo varias veces en que estuve realmente cerca de sufrir algún percance grave. Pero es lógico, me parece. A los 25 años y dando vueltas por el mundo, completamente solo, sin más criterio que el aquí y el ahora, sin más objetivo que el pasarlo bien y sin más recortes que los de mi propia consciencia, es completamente natural que a veces desafiase a las layes de la prudencia. En esas circunstancias resulta casi milagroso que no haya sufrido algún accidente. Como mucho algún robo, un golpe en la cabeza y un dolor de espalda. Que yo recuerde, así a bote pronto, creo que nada más. No está mal después de más de 5 años de dar vueltas por ahí.
Así que, echando la vista atrás, es verdad que me arrepiento de no haber vivido algo más cerca del precipicio pero tampoco demasiado. Quisiera haber sido más atrevido en algunas ocasiones y más travieso en otras, pero en el fondo me gusta como fui, sin crearme enemigos y sin caer en trampas demasiado duras (alguna sí que me tendieron, malditos cabrones). Todas esas mañanas en las que me quedé en la cocina escribiendo y fumando yerba fueron tan placenteras que si dejé de hacer cosas por ello no me importa en absoluto. En aquella época a mi entorno no le gustaba, no lo entendían, se ponían en mi lugar y habrían actuado de otra forma, pero eso a mí me daba igual. Hoy lo miro con cariño y con nostalgia de la buena, de esa que te hace soltar una lagrimita de las que no mojan.
Recuerdos así son los que quiero, recuerdos que me hacen recordar que, recordando, recuerdo quién soy.