Recuerdos

Publicado el 17 septiembre 2011 por Ana Laura
Budín del Novecientos
Ingredientes:
6 huevos
1 taza de azúcar
1 taza de coco rallado
1 taza de queso rallado
½ litro de leche
Preparación:
Batir los huevos y mezclarlos con el azúcar, el coco y el queso rallados. Agregar la leche, mezclar y verter en budinera acaramelada. Llevar a horno moderado durante 45 o 50 minutos a baño María. Para servir con el té pero ideal como postre.


La caja llegó de mañana, mientras dormía. Se levantó fastidiada, y fastidiada atendió al fletero. Era una caja grande y pesada, pero casi ni la miró mientras se esforzaba por no ladrarle al hombre que solo estaba haciendo su trabajo. Ella ya sabía qué era, no necesitaba leer la carta que le entregaron para saberlo. Eran las cosas de la abuela.
Preparó su café y se sentó a la mesa, bebiendo despacio, antes de decidirse a poner manos a la obra. Cuando por fin tuvo fuerzas, abrió la caja con cuidado y empezó a sacar cosas despacio, casi con reverencia.
Arriba de todo, embalado esmeradamente, encontró el juego de lunch de las rosas lilas. Sacó el gran plato de masas primero; las rositas lilas y violetas, entrelazadas con hojas de un verde suave, se asomaron desde el papel de embalaje arrugado y parecieron reconocerla. Las yemas de sus dedos las saludaron, trazando las figuras delicadas, y les dieron la bienvenida. Eran las rosas de su infancia.
Luego aparecieron el jarrón chino que había sobrevivido la caída desde el estante cuando ella tenía cinco años y se había trepado al aparador y la pastora de porcelana de Lladró que se había lucido sobre la chimenea del living desde que tenía memoria. También había dos ceniceros de Cerámica del Carrito y un busto de Saravia de madera, cosas del abuelo, fumador empedernido y blanco acérrimo.
Por último, medio escondidos debajo de todos esos tesoros, descubrió un palote de amasar, de madera dura y pesada, lustrado y brillante por décadas de uso, y los cuadernos de recetas.
‘Clara Ester López, 1925.’ rezaba con letra infantil el primero, el más viejo. La abuela debía tener entonces alrededor de diez años, calculó la mujer; en su cuaderno de niña, mezcladas con las recetas copiadas esmeradamente, había corazones, lazos y flores dibujadas. El siguiente saltaba al ‘32, y así avanzaban hasta el último, fechado en 1969, un año después de su nacimiento.
Años de recetas, años de vida. Entre esas líneas, descoloridas pero firmes, se podía adivinar la historia de la abuela, casi como una Biblia impersonal. Los dibujos de la niña daban lugar a los trucos de belleza de la jovencita: claras batidas para el cutis o agua de romero para oscurecer el pelo, y luego a las curas para el catarro o las indicaciones para remover manchas difíciles de la esposa y madre.
Había siete cuadernos en total, todos forrados con papel floreado y mucho uso. Se preguntó dónde estarían los restantes, no creía que la abuela hubiera simplemente dejado de recolectar recetas y trucos para el hogar. Probablemente los estaría descubriendo ahora alguna de sus primas, o su hermana, o tal vez hasta se los hubiera quedado su madre.
Pero estos eran suyos. Los acarició con amor y casi sintió la mano de la abuela escribiendo en ellos, cocinando en la mente, previendo para el futuro. Ella había sido muy buena cocinera y muy buena ama de casa; lo atestiguaban esos cuadernos, cuidados y gordos, y sus recuerdos de niña. ‘Cocinar no es solo leer recetas,’ su voz, cariñosa y paciente, le resonó en la memoria, y casi pudo verla mientras cocinaba y convertía diferentes ingredientes en masas suaves y mantecosas, galletitas deliciosas o bizcochuelos inflados.
“Cocinar no es solo leer recetas,” repitió en voz alta, y la aquejó una nostalgia tan grande que le dolió el pecho y se le llenaron los ojos de lágrimas. No había llorado cuando se enteró de que la abuela estaba mal, no había llorado durante las horas posteriores, ni lo había hecho después. Y no quería llorar en ese momento tampoco.
Para calmarse, empezó a leer y se transportó a una época donde no se contaban las calorías ni preocupaba el colesterol. Los cuadernos estaban llenos de confecciones deliciosas y nada fáciles; la cocina ‘práctica y económica para la mujer moderna’ no existía entonces. Manteca, huevos y azúcares generosos; crema de leche, nata agria, coco, chocolate, especias...
A medida que pasaba las páginas, amarillas de viejas, recreaba los platos y sus sabores. Recordaba los Bollitos de Mami y la Torta Ángel de Limón, el Acaramelado de Zapallo era el que comía golosa con leche para desayunar y el Merengue Cocido Exquisito era eso: exquisito. Igual que la Torta de Chocolate de la Tía Luisa, de textura espumosa y perfumada, y el Budín del Novecientos... ¿Budín del Novecientos?
No tenía presente ese budín, ¿cómo podía ser que no se acordara? Se fijó en la receta: coco y queso. Ella tenía coco y queso, así como huevos y azúcar y el resto de los ingredientes. La necesidad imperiosa de recordar el budín la hizo levantarse de la mesa e ir a la cocina. ¿Qué mejor manera de recordarlo que haciéndolo?
Minutos después se encontró rallando queso, batiendo huevos, midiendo el coco y acaramelando la budinera abollada; un poco más y el budín se horneaba alegremente a baño María. Mientras esperaba que estuviera listo siguió leyendo: Galletitas de Avena de Gladys, Pan de Miel Especiado, Torrejas de Dulce de Membrillo, Buñuelos de Manzana y Canela... las recetas parecían no acabar y a ella se le seguía antojando probarlas todas.
Se olvidó del mundo mientras cocinaba; descubría nuevas recetas y batía, picaba, amasaba y horneaba. Pronto la cocina se llenó de aromas: canela, vainilla y clavo, pesados y dulces; cítricos penetrantes, miel y manzanas delicadas, chocolate y café intensos... los colores y texturas, perfumes y sabores invadían los sentidos y se hacía dificil decidir cuál era más grato y seductor.
Cuando su marido llegó en la tarde la encontró aún cocinando, el pelo cubierto de harina, las manos dulces y los ojos brillantes. Miró hacia la mesa, y la descubrió colmada de platos de rosas lilas llenos de tortas esponjosas y budines acaramelados, galletitas doradas y flanes transparentes. Sin entender mucho, fue hacia ella y la abrazó, disfrutando el perfume a especias en la casa y en su mujer. Recién ahí notó que lloraba.
“¿Por qué estás llorando?” le preguntó, extrañado. “¿Y a qué se debe toda esta fiesta?”
Ella se tocó una mejilla y se sorprendió al encontrarla empapada. Lo miró confusa y se rió, medio avergonzada.
“Ni cuenta me había dado. ¿Querés budín?”



EriSada

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