30 mayo 2014 por JLeoncioG
El pan que hizo Rafa, a mano, con aceite de oliva virgen y agua fresca. Que amasó y amasó, una y otra vez sobre la mesa de la cocina. Cuando, en el horno, subía su aroma, que imaginé, se me acompasó el corazón. Nos lo comimos a pellizcones, mojándolo en la vinagreta de la ensalada, y con unos trozos de queso de Fuerteventura. Algunas moscas debajo del parral, al aire seco de aquella finca de Arico.
O en otra historia con aguacates de casa de mi abuelo, partidos a la mitad, y que en el hueco de la pipa, en la huella vegetal, creí reconocer a Titi, a Susana, a Jesús… (aunque estuvieran lejos).
El pan de Rafa
El primer trago de cerveza tras la caminata, para limpiar el polvo del camino pegado al paladar, el polvo de Guajara de cuando subí con Pedro. Él, que mordía el aire a dentelladas ansiosas, como si cada bocado de aquel aire profundo y azul fuera poco para sus ansias de respirar. Y luego arriba, compartimos nueces y chocolate medio derretido por el calor, y nos hicimos un bocadillo de caballas en aceite que salieron de una lata.
El vasito de vino que hizo chasquear la lengua, al lado de la barrica de Antonio, donde tenía su cruz, y sus estampas y sus santos, y sus catavinos de Federico Paternina. Y el recuerdos de sus dedos gordos sobre mi cráneo buscando la jaqueca. El olor de los trozos de conejo asándose con el calor de los sarmientos de cualquiera sabe qué viña vieja de La Perdoma. Ese olor.
Y aquel ratito sentado en Vila Nova de Gaia, con una gota de Oporto en los labios y viendo pasar los coches por el Ponte Luiz I.
Recuerdos en los que fui (soy) feliz.