Este artículo lo publiqué en mayo de 2012. Y la realidad que describo no ha cambiado demasiado.Por ello he decidido reeditarlo.
Permítanme la indiscreción: soy el gerente de la agencia de traducciones más antigua de Madrid, y en estos 62 años nuestra empresa ha vivido momentos mejores y peores, navegando, como todas, sobre los oleajes que provocan los ciclos económicos.
Pero, más allá de todo romanticismo, somos, en definitiva, una empresa. Y por consiguiente, nuestra finalidad última es obtener beneficios; ganar un dinero que nos permita seguir con la actividad que desarrollamos. En definitiva, pagar sueldos y alquileres. Y estamos inmersos en un mercado altamente competitivo, que nos exige un esfuerzo constante por ofrecer calidad al mejor precio.
Ahora bien, ¿cuánto vale el trabajo de un profesional de la traducción?
Cada vez menos.
Más palabras. Más palabras. Y por menos.
Esta realidad, que puede sonar exagerada, no responde a un momento de crisis en la que debemos ajustar los precios. Durante 62 años hemos pasado por todo tipo de dificultades; pero lo que vivimos es distinto. Insisto en que es un problema de valores, de ética empresarial. Se están dando situaciones de franca explotación, aprovechando la penosa situación que atraviesan muchos profesionales, especialmente los más jóvenes. Se realizan trabajos sin cobrar por ellos, con la burda justificación por parte de la empresa de que se trataba de una prueba. Se organizan cursos de traducción en los que los alumnos realizan trabajos que se facturan al cliente. Se contratan equipos de becarios por seis meses, sin pagarles nada, y exigiéndoles que realicen traducciones que, una vez más, se facturan como trabajos realizados por profesionales. El mercado se ve alterado por estas prácticas innobles, y lo peor es que las agencias serias, al no poder competir, no pueden incorporar traductores jóvenes para así poder formarlos.
La posibilidad de aprender el oficio, de revisar, consultar y corregir, no tiene cabida en esta carrera ciega hacia el abismo en la que estamos inmersos. No se aprende a traducir en una facultad, como no basta leer mil libros para convertirse en médico. La experiencia, palpar un abdomen, emitir un diagnóstico y equivocarse cien veces, aprender de ello, lo es todo.
Esta realidad tan penosa y preocupante a nadie escandaliza. En otras actividades se vivirán situaciones parecidas, se me dirá. Pero hay una faceta en la traducción que pasa desapercibida, y que a todos nos atañe.
Hay organismos públicos, como Direcciones Provinciales de la Seguridad Social, que pagan las traducciones de los expedientes a 0,02 euros la palabra. Es decir, documentos que versan sobre cuestiones fundamentales como jubilaciones, prestaciones por accidentes o pensiones se pagan a un precio imposible. Si la agencia cobra 2 céntimos de euro la palabra ¿cuánto cobra el traductor? ¿1 céntimo? Y este precio se aplica a traducciones inversas al ruso, griego o noruego. ¿Cómo es posible? ¿Cómo se admite una propuesta económica en una licitación pública a un precio manifiestamente temerario? Estos precios están en algunos casos un 500% por debajo del precio de mercado ¿Por qué no ha prosperado ninguna de las reclamaciones que he interpuesto ante las mesas de contratación? Y lo que es más importante ¿quién está traduciendo estos expedientes a ese precio? No un traductor. Eso seguro.
Pero la realidad es aun peor: la interpretación en sede judicial está en manos de dudosa capacitación, y a unos precios irrisorios. Se han dado casos, documentados por los propios magistrados, en los que los supuestos intérpretes desconocían el idioma objeto de interpretación, o no sabían expresarse en castellano. ¿Qué ha sucedido con las quejas elevadas por miembros de la magistratura ante el Consejo General del Poder Judicial? ¿Por qué no ha trascendido un escándalo tan mayúsculo?
Realmente, algo no funciona. Algo está pasando en el orden de los valores.
Me preocupa especialmente que el periodismo esté sufriendo también los embates de la crisis, y que la salud democrática se vea afectada por intereses empresariales de grandes emporios de comunicación aquejados por un descenso de los ingresos publicitarios. Una prensa con dificultades económicas es vulnerable a la presión política, a que se dirija su línea editorial. Y esto importa realmente porque los ojos de los periodistas son los nuestros. Están donde se produce la noticia por nosotros, para contarnos lo que sucede. ¿Acaso no lo sabemos todo?
Insisto una vez más, es un problema de valores. Estamos permitiendo que el miedo socave nuestra fortaleza moral, nuestra dignidad y los avances en derechos y libertades ganados con tanto esfuerzo durante años. Al albur de la crisis económica, florecen prácticas empresariales insoportables que a todos nos afectan. La pregunta es: ¿seremos los siguientes? ¿No vamos a alzar la voz mientras no nos afecte?
Seré claro: ya nos afecta. Porque el abuso laboral sobre una generación de jóvenes es asunto que a todos nos concierne, porque lo que suceda en un juzgado, sea o no extranjero el acusado, a todos nos atañe en lo más íntimo. Porque necesitamos una prensa libre y un marco legal que nos proteja frente a los abusos provenientes del miedo.
Estamos perdiendo la batalla contra el desaliento. Y les estamos robando a nuestros propios hijos brotes de libertad que tardaron muchos años en arraigar. Es un problema de perspectiva. Creo que deberíamos detenernos un momento, dejar de remar.
Y preguntarnos adónde vamos.
Porque yo, al menos, no lo tengo nada claro.
Antonio Carrillo.