Reeducando la mirada

Publicado el 25 junio 2012 por Rbesonias

Al videoclub digital no le salen las cuentas. La ciudadanía no alquila películas online. Filmin, Voddler, Wuaki, YouzeeCineClick son algunos de los servicios de audiovisuales online en España. Ofrecen series, películas, cortos, documentales cobrando por producto o a través de tarifa plana mensual. En breve, estarán presentes de manera generalizada en los nuevos televisores y en las videoconsolas. Estas empresas están haciendo un esfuerzo titánico por cambiar la cultura popular en materia de consumo audiovisual, en ocasiones no siempre apoyados por el Ejecutivo con la determinación que se esperaría y presionados por las productoras y distribuidoras, que no acaban de ver claro cómo el negocio online puede combinarse de manera rentable con el mercado en salas.

El videoclub tradicional ha muerto, dando paso a empresas que gestionan online los servicios de visionado. El videoclub online es al videoclub clásico lo que los hipermercados a las pequeñas tiendas de ultramarinos. Lo ideal sería que las webs que ofrezcan estos servicios no acabaran en manos de las mayors; que los videoclubs digitales se extendieran, ofreciendo productos audiovisuales generales o especializados, en función de la diversidad de demandas de los usuarios. 

La cultura española de consumo de audiovisuales en la red sin coste alguno, es decir, lo que se denomina vulgarmente pirateo, sigue representando la mayor parte del visionado de películas en formato digital. El usuario medio prefiere descargar en poco más de una hora -por ejemplo, vía Torrent- una película de estreno con una calidad más que cuestionable que entrar en Filmin o Wuaki y comprarla por 4 euros. Y eso contando que la película esté incluida dentro del catálogo. No digamos ya salir de casa, acercarse a una sala de cine y ver esa misma película en pantalla grande a un precio de 6 a 8 euros. Esta es la realidad a la que se enfrentan estos servicios. En su contra, una década de socialización de la llamada cultura de lo gratis, autojustificada a través de una filosofía popular que ve en Internet una especie de plaza pública en la que la propiedad privada ha sido sustituida por un comunitarismo descentralizado en el que todo es de todos. En el otro extremo del espectro de excesos, se encuentra la postura de aquellas empresas que quieren hacer negocio en la red con la misma mentalidad que opera en el mercado físico, obviando los mecanismos de comunicación que caracterizan al universo digital.

Estamos en un periodo de transición. Ya sucedió con el mercado discográfico. Pasamos de descargar cómodamente emepetrés a utilizar Spotify o ITunes para componer nuestra discografía personalizada. Con el negocio de las películas debiera suceder algo similar. Debe llegar un momento en el que el usuario encuentre más cómodo y atractivo hacer uso de un servicio de tarifa plana, accesible desde cualquier dispositivo (móvil, tableta, ordenador, televisor), a tener que descargarse por cuenta propia estos productos en baja calidad. Es necesario generar una sinergía completa entre los dispositivos de visionado y los productos audiovisuales. El día en el que el consumidor tenga a mano, no solo en su televisor, sino también en móvil o en su tableta, múltiples películas, series o documentales a la carta, ofrecidos en un formato integrado de tarifa plana a precios competitivos y calidad HD, ese día quizá nos convenzamos de que es engorroso y absurdo seguir recurriendo al pirateo. Pero el proceso de asimilación va a ser lento. A ello debemos añadir el problema de las salas de cine, que cada vez están más vacías, pese a la irrupción del 3D.

Los videoclubs digitales, pese a sus visibles deficiencias -poca oferta, estrenos fuera de tarifa plana, precios caros, falta de integración en los televisores digitales-, están haciendo sus deberes con rapidez y profesionalidad. No son pocos los usuarios que demandan a estos servicios poder visionar una película el mismo día de su estreno desde su televisor y a un precio razonable. Sobre la marcha, a demanda de los usuarios, estos videoclubs van reajustando sus ofertas y servicios. El proceso de transición hacia un nuevo modelo de consumo de audiovisuales va a ser lento, pero imparable. A ello va a contribuir que en los hogares españoles haya una presencia generalizada de dispositivos digitales desde los que poder distribuir la oferta, así como un acuerdo vinculante con productoras y distribuidoras, a fin de que potencien estos nuevos canales de salida a sus productos.

Por otro lado, la ciudadanía debemos ir concienciándonos de que la calidad de los audiovisuales sí importa. Desde los hogares y las escuelas se debería sensibilizar acerca del valor estético y la riqueza cultural que ofrece el cine, no solo como forma de entretenimiento, sino de comunicación de ideas. Existen películas que deben ser vistas en un tamaño y formato que solo puede ofrecer una sala de cine; están pensadas para que el espectador aprecie elementos visuales y auditivos que exigen un contexto que envuelva al usuario en una determinada experiencia sensible. No es de extrañar que con el tiempo, los directores realicen sus producciones en función del formato en el que serán visionadas por el usuario final.

Desde las instituciones culturales, públicas y privadas, debemos potenciar la imagen del cine más allá de su mera función de producto de consumo rápido. Educar la mirada; ese debiera ser uno de los objetivos de todo programa educativo. En la enseñanza obligatoria se prima el lenguaje escrito frente al audiovisual, la adquisición de conocimientos y de sensibilidad estética exclusivamente circunscrita al ámbito de la cultura escrita. Esto contrasta con una realidad, la de los alumnos, que está mediada por el audiovisual como principal fuente de conocimiento, comunicación y entretenimiento. Desde el sistema educativo, debiéramos empezar a hacer algo para reeducar la mirada del espectador. Igual que un alumno debe saber quién fue Cervantes o Delibes, y sabe más o menos situar a la Generación del 27, también debiera visionar Ciudadano Kane y saber en qué consiste la Nouvelle Vague.

Ramón Besonías Román