Voy a abandonar, por una vez, mi neutralidad habitual, tomando una posición clara en lo relativo al jazz: la tradición es la base, hay que conocerla, respetarla, admirarla y construir a partir de ella; pero (y se trata de un gran pero) el jazz ha sido un arte de fusiones y evoluciones desde sus comienzos, y solo a través de la curiosidad y la sinceridad de los intérpretes podremos hacer que esta nuestra música perviva con buena salud. Los orígenes aunaron influencias de África y Europa, Jelly Roll Morton sustentaba la idea del "toque español" en su música y el be-bop demostró que los músicos de jazz eran más que simples "entretenedores" (permítaseme la traducción forzada del inglés entertainer). La bossa nova aportó nuevos colores pero, curiosamente, recibió menos críticas. ¿Por qué el jazz podía abrazar a Brasil y no, pongamos por caso, a Suecia? Sea como fuere, los pasos que han llevado al jazz a ser lo que es hoy en día son innegables, y las posturas más cerradas no van a conseguir que esta forma artística deje de evolucionar.
Recalco, no obstante, mi devoción hacia la tradición jazzística. Por ese motivo hace casi dos años viajé a Nueva Orleáns, la cuna de Louis Armstrong, la de nuestra música, deseoso de encontrar momentos que me iluminaran y me hicieran crecer como músico. La verdad es que los encontré, disfrutando de lo lindo con varias bandas locales, escuchando el lenguaje del jazz tradicional como nunca antes lo había hecho, y tomando muchas notas mentales para aplicar en el futuro. Decidí culminar la experiencia acercándome a uno de los templos jazzísticos por excelencia: el Preservation Hall. Fundado en 1961, su intención es la de proteger y honrar el jazz de Nueva Orleáns (la redacción no es capciosa, está traducido de su página web). La Preservation Hall Jazz Band lleva décadas interpretando esa música tradicional por todo el mundo, y su carácter de institución convertía su cuartel de operaciones en una visita obligada.
Tras esperar hora y media de cola conseguí entrar al tercer pase, cerca de las once de la noche. El lugar es oscuro y claustrofóbico, y la mayor parte del público debe presenciar la actuación de pie, pero había que hacer el esfuerzo. Tamaña fue mi sorpresa cuando me encontré ante un sexteto de músicos cansados, desganados, apareciendo sobre las tablas cinco minutos después de que les presentaran y con una actitud totalmente apática. El tubista apenas daba tres de cada cuatro notas, el saxo emitía constantes chillidos, y se pudieron escuchar fraseos de la época del be-bop, copiados directamente de Charlie Parker, en un contexto anterior, de jazz de Nueva Orleáns que supuestamente se iba a "proteger y honrar". Por supuesto el gran público, turistas en su inmensa mayoría, no acertó a identificar estos elementos, aplaudiendo animadamente cada una de las canciones de la banda. O, al menos, de las tres primeras, que fueron las que aguanté en el sitio. Estafado, me encaminé hacia otro local de la cercana Bourbon Street, hacia otro local cualquiera, ya que en cualquiera de ellos se estaba haciendo un jazz más sincero.
Y es que esto es lo que ocurre cuando se quiere proteger y preservar un ente vivo: que se acaba convirtiendo en una pieza de museo, la gente paga por verlo e intenta admirarlo, pero nadie lo entiende.