Reflexión de un paseante

Por David Porcel
Hay quienes todavía se empeñan en ser diferentes cuando ya no aparecen más que pálidos reflejos en rostros ensombrecidos. Comparándose a quienes les rodean buscan una definición de sí mismos que les ensalce y les provea de cualidades especiales que los demás no tienen. Temerosos a descubrir la desnudez existencial, a sentir la intemperie de la piel, se protegen bajo cascarones de yoes e imaginarios que, en muchas ocasiones, les impide ver la humanidad de las paredes, de sus ladrillos cuidadosamente ensamblados, y de sus misterios. Diríamos que somos demasiado vulnerables, o insolentes, como para habitar la oscuridad de las grutas o hacer nuestros propios ladrillos. 

Heidegger lo vio muy bien al proponer en Los conceptos fundamentales de la metafísica. Mundo, soledad, finitud, que "la piedra es sin mundo, el animal es pobre de mundo, el hombre configura el mundo." El hombre necesita de mundos como el mundo necesita de hombres. Y, sin embargo, de este empeño de diferenciación, o de especialización, nacen muchas de las disputas humanas que, en último término, no conducen sino a sobrecargar de ilusión aquellas corazas demasiado pesadas como para querer salir de ellas. Quizá, después de todo, Dios, la Humanidad, la Libertad, pero también Auschwitz, la Shoah, sean consecuencia de esta perversión de la naturaleza humana, que en su empeño de retener la vida olvida la quietud de la primera oscuridad.