Uno era, antes de ser pontífice, un gran y eminente profesor; el otro,
un prelado muy cercano a la gente, carismático y amante del pueblo.
A ambos el Cónclave los escogió para ser los sucesores del
apóstol Pedro y con ello líderes de la religión más popular del globo; ninguno
fue forzado pero, ante la pregunta luego de los escrutinios, es difícil
negarse.
Dos arzobispos y grandes cardenales pero no con eso buenos
pontífices.
Ratzinger cuando entró al Cónclave era el candidato más sonado para
ocupar el trono, Bergoglio no tanto -el cuarenta y cuatro en las apuestas- pero
ambos revelaron durante su papado que nunca quisieron ser papas.
Cuando el cardenal alemán entró a la Sixtina pensaba, al salir,
retirarse; el argentino, por su parte, ya había reservado su vuelo de regreso.
Ninguno tuvo una vida tranquila al salir días después, como
Benedicto XVI o como Francisco, el jesuita.
Y es que aunque quizá muchos seminaristas, sacerdotes e incluso
cardenales sueñan con ser elegidos Sumos Pontífices, a la hora de la decisión,
de optar o no por el cargo, la idea -que sonaba maravillosa en los sueños- pasa
a ser aterradora.
No puedo opinar sobre Juan Pablo II pero imagino que tampoco tenía entre
sus ideales cargar con el peso del papado pero, si esto fuese así, tenemos
entonces a tres papas, al hilo, que no querían serlo.
El ocupar el cargo de esa manera ha traído consecuencias.
Francisco le llegó a comentar a un pequeño grupo de niños que extraña a sus
amigos y que nunca quiso llegar a ser papa pues su filiación pastoral la
siente con la gente, con el contacto directo algo que, en el papel de Sucesor
de Pedro, es difícil de lograr.
El profesor Ratzinger era amante de los libros, tanto de leerlos como de
escribirlos además de tener su atención siempre con la docencia; su papado de
casi ocho años fue clara muestra de ello; en algunas ocasiones lamentó, como
Jorge Mario, su elección.
Si tomamos a estos dos pontífices como modelo, al ejercer una función
que ordinariamente no querían tomar -aunque luego se tuvieron que acostumbrar
porque fue la voluntad de dios- vemos las consecuencias en su forma de
actuar y sobretodo en el eco generado en los fieles.
Con el papa alemán, aunque el polaco cargó con pérdidas, el número de
católicos, a nivel mundial, fue en declive; evidentemente el papa argentino
heredó el descenso pese a que su forma de ser, a la Juan XXIII, ha llamado la
atención de propios y extraños.
Trabajar en algo que no queremos o nos gusta no es la mejor manera de
ejercer un puesto ya que, aunque se disimule, el lamento es evidente y con ello
las funciones a desempeñar no se hacen de la mejor manera.
Ratzinger tuvo una ventaja: fue la mano derecha -y tal vez quien ejercía
el papado de manera oculta- de Wojtyla. Bergoglio no pudo presumir,
al ser electo, del mismo goce de ventaja previa a su papado.
Por citar un ejemplo rápido se sabe entre líneas que Fides et Ratio, una
gran encíclica sobre la magistral combinación de fe y razón a la
manera católica, fue hecha -asesorada- por el profesor alemán luego hecho papa.
El papa americano tuvo como desventaja, al heredar el papado, su lejanía
hacia Roma porque nunca le gustó la burocracia de La Curia y como arzobispo de
Buenos Aires solo iba cuando era necesario.
Poco más de un mes después de ser electo sucesor del papa renunciante se
hizo pública una carta que envió a uno de sus amigos al salir rumbo al Cónclave
donde externó su anhelo de pronto regreso pero los príncipes de la
Iglesia se lo impidieron.
Ambos papados, aunque en sucesión, son marcadamente diferentes:
El pontificado del europeo se centró al continente secularizado -Europa- y a formar -educar- teológicamente a los
fieles; el papa latino aunque con raíces italianas es más bonachón, cercano a
la gente y comulga con la religiosidad popular; y así es su papado y
lo que promueve.
Pese a eso, Bergoglio tiene una ventaja que otros papas no tuvieron: su
antecesor vive y, además, es casi su vecino dentro del mismo Vaticano. El
profesor alemán sigue vigente en Roma, no de manera pública pero si, como con
Juan Pablo II, detrás de bambalinas.
Aunque eso no ayuda en nada a la no vocación papal de ambos; sé que es un mal ejemplo pero Borgia anheló el trono de san Pedro y aunque no hizo
honor del mismo sí género cosas importantes y trascendentales porque deseó
-compró- ése lugar privilegiado.
Imaginemos, amable lector, si un buen -piadoso y no lujurioso- cardenal llegara a la
silla papal habiendo anhelado alcanzar tan rimbombante título...
¡Qué no podría hacer dicho sacerdote para bien de la cristiandad!
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