Reflexión profana sobre un texto de hume

Publicado el 16 noviembre 2014 por Ana Ana Fidalgo
PENSAR ES SENTIRTratado de la naturaleza humana, Hume, 1739
Decía Destutt de Tracy, superando el adagio cartesiano: Pensar es sentir. Esta entrada en el magnífico blog flowerville me lleva a reflexionar acerca de la identidad personal, o más bien (lo que sin duda resulta más interesante) acerca de la identificación personal. El texto aquí citado de Hume dice, traducido al castellano:
En lo que a mi respecta, siempre que penetro más íntimamente en lo que llamo mí mismo tropiezo en todo momento con una u otra percepción particular, sea de calor o de frío, de luz o de sombra, de amor o de odio, de dolor o placer.... Nunca puedo atraparme a mí mismo en ningún caso sin una percepción... Cuando mis percepciones son suprimidas durante algún tiempo: en un sueño profundo, por ejemplo,.... no me doy cuenta de mí mismo, y puede decirse que verdaderamente no existo. Y si  todas mis percepciones particulares fueran suprimidas y ya no no pudiese pensar, sentir, ver, amar u odiar tras la desaparición de mis cuerpo, mi yo resultaría completamente aniquilado.... Si tras una reflexión seria y libre de prejuicios hay alguien que piense que él tiene una noción diferente de sí mismo, tengo que confesar que ya no puedo seguirle en mis razonamientos. Todo lo que puedo concederle es que él puede estar tan en su derecho como yo, y que ambos somos esencialmente diferentes en este particular. Es posible que él pueda percibir algo simple y continúo a lo que llama su yo, pero yo sé con certeza que en mi no existe tal principio.
Lo que llamamos sensaciones, pasiones y emociones son, en opinión de Hume, las impresiones fundamentales de la conciencia, y son irreductibles, contundentes. Lo que deviene de estas impresiones son las ideas que derivan de aquellas, más débiles, como difuminación de las impresiones primigenias. Es fácil de entender: no es lo mismo sentir dolor que recordar la sensación de dolor. Siento, luego existo.En este sentido, el razonamiento (el pensamiento) surge de la impresión y la imaginación es fruto de los sentimientos. Si todo lo que soy (la idea de mí misma) es lo que percibo de mí misma, es natural aceptar la imperfección de una autoconciencia que puede resultar alterada, no solo por las sensaciones coyunturales del yo (mi cronotopo emocional), sino por todo aquello que penetra en mi campo de influencia y me afecta.
Hoy que hablamos de inteligencia emocional como clave para canalizar las consecuencias negativas  de nuestros propias emociones y sentimientos, a partir de su análisis consecuente y racional, podemos asistir con mayor seriedad a la necesidad de una mirada alerta hacia los mensajes que el cuerpo nos envía a través de esas señales luminosas, tan fáciles de percibir y atender. La autoconciencia es conocimiento de uno mismo a partir de los sentimientos, pero también la capacidad de evaluar y curar.
La filosofía ha tratado la autoconciencia como cualidad para propiciar la relación del hombre con la naturaleza (Kant, Hegel) o con los demás (Marx, Engels), o como fuente de angustia (Kierkegaard). Pero, si tengo conciencia de mi conciencia, la exploración sustancial se refiere a la mirada hacia mis propias posibilidades de transformación y conocimiento. Conozco mi entorno puesto que me reconozco. La revolución trascendente estriba en mi propio reconocimiento: lo que soy, lo que quiero, lo que deseo, lo que anhelo, lo que rechazo, lo que puedo cambiar...; pero también lo que leo, lo que pienso, lo que elijo, lo que persigo, lo que escucho, lo que amo, lo que odio, las ideas que desarrollo, la cultura que adquiero, las mentiras que invento, el arte que creo... Y cada percepción cambiante y contingente (particular, que dice Hume) soy también yo como parte del desconcierto complejo y mutable que es ser. Soy difícil de nombrar, de definir, de encasillar. Nadie puede juzgarme sin caer en el error; nadie puede amar completamente lo que soy. Después de comprender esto estoy preparada para asumir una idea de moral, unas obligaciones sociales; después, y no antes, como proclamaba Sartre. Es necesario el análisis primero de las emociones (Nosce te ipsum), el reconocimiento de la propia identidad, asimilando que esta es lábil como una percepción inestable y cambiante. No hay verdad personal, no hay certeza de uno mismo (como proclamaba Hegel).
Sobre las arenas movedizas de la personalidad se erige el entramado social, a partir de las experiencias con los demás. En una película que vi hace años, un personaje decía una frase que suelo repetir: Las opiniones son como el agujero del culo: todos tenemos uno y creemos que el de los demás apesta. Cada autoconciencia tiene su propio concepto de verdad, sustentado en sí misma. La relación con los otros surge, pues, de la confrontación de las diferencias individuales, es decir, de la interacción de autoconciencias enfrentadas, de verdades distintas que deben coexistir en armonía. Cada uno tenemos una responsabilidad con nuestra autoconciencia: la individualidad se erige en símbolo del entramado social humano.
La honestidad del pensamiento de Hume consiste en el reconocimiento de la incapacidad para asimilar una identidad firme e inapelable y, sobre todo, en la valentía para aceptar que sin percepciones no existiríamos.