"La vanidad y el alardeo, son una actitud de espiritualidad mundana, que es el peor pecado de la Iglesia" (Papa Francisco)
El Catecismo de la Iglesia Católica, nos sitúa la soberbia como el primero de los pecados capitales y fuente de otros pecados.En efecto, el orgullo y el egoísmo constituyen la raíz del pecado y la falta más común. Todos los humanos los compartimos. Es decir, no todos somos ladrones, no todos mentimos, pero todos tenemos un problema con el orgullo, la vanagloria o el egoísmo. La vanagloria, ese viejo vicio de la humanidad, es orgullo vacío, estima propia infundada, engreimiento. En otras palabras, "gloria vana".
Las palabras del Papa Francisco son, como siempre, muy claras en este aspecto: "La vanidad, el alardeo, son una actitud de espiritualidad mundana, que es el peor pecado de la Iglesia. Es una afirmación que se encuentra en las páginas finales del libro Méditation sur l’Église de Henri de Lubac. La espiritualidad mundana es un antropocentrismo religioso que tiene algunos aspectos gnósticos. El arribismo, la búsqueda del éxito, pertenecen plenamente a esta espiritualidad mundana. Para explicarlo, suelo recurrir a un ejemplo: Miren el pavo real, qué hermoso es si lo ves de frente. Pero si das unos pasos y le ves desde atrás, pillas la realidad. Quien ceda a la vanidad autorreferencial en el fondo esconde una miseria muy grande".
Frente a la práctica de la soberbia y el culto a la propia personalidad, se ha de contraponer el ejercicio de la humildad.
La humildad es una virtud derivada de la templanza, porque modera el apetito que tenemos de la propia excelencia. Es una virtud que no conocieron los paganos; para éstos, humildad significaba algo vil, abyecto, servil e innoble. No acontecía lo mismo entre los judíos: iluminados por la fe, los mejores de entre ellos, los justos, conociendo hondamente su nada y su miseria, recibían con paciencia la tribulación como un medio de expiación. Dios entonces se inclinaba propicio hacia ellos para remediarlos; gustaba de escuchas sus oraciones y perdonaba al pecador contrito y humillado. Para nosotros cristianos esta virtud es más comprensible, dado que tenemos el ejemplo luminoso de Cristo.
Definamos la humildad como la virtud que por medio del conocimiento exacto de nosotros mismos, nos inclina a estimarnos justamente en lo que valemos, y a procurar para nosotros la obscuridad y el menosprecio. Santa Teresa dice que la humildad es andar en verdad. El P. Marcial Maciel la define como la virtud que nos coloca en la verdad de nosotros mismos y de nuestras relaciones con Dios y con los demás. Textualmente dice así: “Recuerden que todo progreso en el conocimiento y en la experiencia de Cristo está relacionado con ella, pues, mientras más humildes y más vacíos se encuentren de sí mismos, serán más justos y más semejantes a Cristo que siendo Dios se humilló hasta la muerte de cruz, más llenos de Dios, fuente inagotable de santidad, y más abiertos, generosos y comprensivos con los hombres. Recuerden, finalmente, que la fecundidad apostólica depende del poder de Cristo, y no tanto de las propias cualidades, aptitudes o esfuerzos, ya que sin Él nada podemos hacer en el orden de la gracia”.
Para ser santos, crecer en las virtudes y tener fecundidad apostólica necesitamos de la humildad. Para contrarrestar la soberbia, el orgullo y la vanidad, tendencias que todos llevamos dentro, por culpa del pecado original, nada mejor que trabajar en la humildad. Dios al humilde da su gracia, al soberbio lo rechaza.
Seamos humildes servidores de todos, obrando con tanta sencillez que arrastremos a los demás, con nuestro ejemplo, a alabar y glorificar a Dios. Ante los progresos obtenidos en el camino de la santidad, y los logros en el desempeño de la misión encomendada, sigamos el ejemplo de María, descubriendo en ellos la obra del Todopoderoso, y no olvidemos las palabras de Cristo: “Cuando hiciereis estas cosas que os están mandadas, decid: “Siervos inútiles somos, lo que teníamos que hacer, eso hicimos! (Lucas 17,10).