Soy mexicano, nacido en la Ciudad de México y en 1985 con 12 años me dirigía a la escuela montado en el transporte escolar la mañana del 19 de septiembre. El autobús nos recogió a mi hermana y a mí en la esquina de la casa de mis padres alrededor de las 7:05 am, minutos después, a las 7:19 muchos relojes se detuvieron por última vez. Un terremoto de 8.1 grados en la escala de Richter sacudió el centro del país, en ese momento calculo que estaríamos medio dormidos subiendo la pendiente sólida de un cerro que evitó que nos percatáramos de algo fuera de lo común. Llegamos al colegio, por ahí escuché que había temblado, nada de qué asustarnos, nacimos y vivimos en México, estamos acostumbrados. Después de casi 9 horas de haber salido de casa, nos sorprendió mi madre en el colegio a la hora de la salida, no regresaríamos en el transporte escolar. ¿Mamá, que haces aquí? mi madre nos respondió, tembló y no saben lo que ha pasado en la ciudad. Al llegar a la casa prendí la televisión y dice mi madre que preguntábamos incrédulos ¿en dónde pasó esto?, eso no es aquí en México, ¿verdad? Cifras no oficiales, se dice que ese día se derrumbaron cerca de 1000 edificios y murieron alrededor de 10 mil personas.
Somos “chilangos”, término contemporáneo para los nacidos en la Ciudad de México, posiblemente el chilango promedio puede contar que aquí sentimos entre 2 y 3 sismos al año, es cierto que tiembla todo el tiempo, pero dependiendo de la magnitud, la profundidad y la distancia del epicentro con respecto a la ciudad de México y la zona donde se está en el momento, es como se percibe un temblor para luego describirlo como “estuvo leve” o “ese sí estuvo duro” en la escala personal de cada implicado. Les puedo contar cantidad de anécdotas durante y después de distintos sismos a lo largo de los años, desde acercarme a una ventana panorámica en el piso 28 de una torre de oficinas para “ver cómo se movían los otros edificios”, hasta evacuar un edificio por el elevador, dos de las cosas que nunca se deben hacer durante y después de un movimiento telúrico.
México como sociedad se preparó durante años para afrontar este tipo de eventos, los reglamentos de construcción se modificaron y entendimos que el lugar donde vivimos no cambiará y que lo único seguro es que eventualmente volverá a ocurrir. Estamos “entrenados y preparados” para reaccionar ante otros sismos, sí, reaccionar porque no se sabe cuándo ocurrirá el siguiente y tus actos dependerán de las circunstancias y el lugar dónde te encuentres. La mayoría hemos recibido instrucción sobre el tema en escuelas y trabajos, sobre qué hacer y qué no hacer, incluso muchas familias han diseñado sus propios protocolos para entrar en contacto después de un temblor cuando generalmente los medios de comunicación están saturados o han colapsado.
Desde hace muchos años, el 19 de septiembre sirvió para conmemorar aquel evento que cambió las vidas de muchos y nos recordó lo frágiles que somos, y por lo menos en la Ciudad de México, en cada aniversario, a las 11 de la mañana sonará la alarma sísmica y se llevará a cabo un “macro-simulacro” donde autoridades y sociedad civil se unen para hacer este gran ensayo. Esto mismo fue lo que pasó el 19 de septiembre de 2017 antes del mediodía, pero poco más de dos horas después, los habitantes de la ciudad de México se enfrentarían a un evento real sin previo aviso. Mera casualidad, lo más probable, pero cuáles eran las posibilidades de que temblara la tierra con efectos similares a los que dejó aquel sismo exactamente 32 años atrás, por ahí leí una teoría que energéticamente todos lo provocamos al simular una y otra vez aquel evento. Como soy un neófito en el tema me abstendré de opinar.
El 85’ dejó en mi memoria las imágenes de resiliencia del pueblo mexicano ante la desgracia aunado a la incapacidad de las autoridades a responder ante la magnitud del suceso. Muchos de los que estaban en condiciones físicas de ayudar no dudaron en arriesgar sus vidas para desenterrar a vivos y muertos de entre los restos de cientos de edificios derrumbados. Dos de mis tíos, hermanos de mi padre que cursaban la universidad y vivían con nosotros en aquel entonces, no dudaron en acudir al llamado sin convocatoria. Ellos sin ningún entrenamiento, pero con la mejor intención de ayudar, sacaron vivos con sus propias manos a niños y adultos, por eso puedo decir que hay héroes de carne y hueso en la familia. Comprendí la palabra “solidaridad” pues fue el mote político que adoptó y desgastó el gobierno para describir la respuesta de los mexicanos ante aquella desgracia y esconder su gran ineptitud.
Pero las cosas ahora eran diferentes, los medios de comunicación, las redes sociales, las reglas eran distintas.
El 19 de septiembre de 2017 alrededor de la 1 pm estaba trabajando en una empresa en Querétaro cuando recibí una videollamada de mi esposa que se encontraba en San Miguel de Allende donde ahora vivimos. ¡Está temblando! me dijo, mientras las persianas de la ventana se movían a sus espaldas, no parecía un temblor tan fuerte según lo que alcanzaba a ver. En Querétaro, automáticamente empezamos a ver a nuestro alrededor, las lámparas en la sala de juntas, salimos a la bodega y al parecer nada se movía. Pocos segundos antes, ella se encontraba en una video entrevista con una maestra extranjera ubicada en el Tecnológico de Monterrey en la zona de Santa Fe de la Ciudad de México. La maestra al ver que el edificio se sacudía le gritó a mi esposa ¡Earthquake!, ¡Earthquake!, pero no fue hasta que mi esposa le ordenó ¡Run!, que reaccionó y ese fue el último momento que la vio aquel día, la videoconferencia siguió y todo en cuadro se movía violentamente.
Empezaron a circular videos en los grupos de WhatsApp que captaban el momento preciso en que un edificio se desplomaba, las primeras fotos, las primeras noticias, comenzaron a decir que “parece que un edificio se calló por aquí y otro por allá”, definitivamente había gente atrapada entre los escombros.
Confirmado, había sido un sismo de 7.1 grados en la Escala de Richter con epicentro entre los estados de Puebla y Morelos, a sólo 160 kilómetros de la ciudad según reportó el Servicio Sismológico Nacional.
Regresé a San Miguel ese día y me puse a ver las noticias, era un “flashback” del 85’, no sin antes haber contactado por todos los medios a mi parentela y amigos verificando que todos estuviesen salvos.
Empecé a sentir una presión en el pecho como de impotencia, como cuando algo está mal y no puedes hacer nada, nosotros decimos “como león enjaulado”. Le dije a mi esposa que necesitaba ir a ayudar de alguna forma y que no me perdonaría permanecer expectante e indiferente por lo que la convencí de regresar a la Ciudad de México.
Ya en México me enteré que habría un centro de acopio de víveres en el Campo Militar Marte. Al siguiente día tomé un Uber y por primera vez lo escogí en modo de “Pool”, lo que significa que recogería a otros usuarios, cuando parecía que llegaría sin escalas al campo militar, la aplicación le indicó al chofer recoger a otro usuario, paramos y subió un chavo joven, Roberto, típico “millenial”, profesionista, cargaba herramientas, guantes y cascos y se vería con sus amigos en la colonia Roma en el mismo sitio donde fueron voluntarios un día antes. Cuando nos acercamos a mi parada le pregunté que, si por alguna razón no me podía bajar en el Campo Marte, le importaría que me fuera con él y ayudara junto a sus amigos, sin problema aceptó. Llegando a la zona del auditorio Nacional al ver que me bajaba, un policía se acercó, le pregunté si podía pasar al centro de acopio, era medio día y sólo habría acceso hasta las 4 pm porque la primera dama de México estaba por llegar ahí con la prensa para “cooperar” con las labores de recolección. Y como una cosa lleva a la otra, no dudé en ir a la zona cero acompañado de alguien que tendría “la experiencia previa” del día anterior.
Sabíamos que las zonas afectadas estaban acordonadas por policía, marina y ejército, que los voluntarios sobraban, había filas para ingresar a las zonas afectadas y que era complicado acceder a los edificios derrumbados.
Intentamos entrar a la zona cero de la colonia Roma, ahí había por lo menos 5 edificios derrumbados en unas cuantas cuadras, había demasiados voluntarios dispuestos y esperando, la gente se organizaba en cuadrillas y tenías que asignar a un líder que pondría tu nombre en un papel, esperando luz verde para ingresar. Tengo que aceptar que me sentía nervioso y a su vez culpable porque ya me había movido del lugar donde originalmente estaría según le prometí a mi esposa, ya que no haría nada más arriesgado que estar en un centro de acopio recibiendo comida y colchas y cargando cajas. Pero, al mismo tiempo me tranquilizaba que siempre estuve en contacto con mi tío Alfredo, el que en el 85’ participó en las labores de rescate y me alcanzaría una vez encontrara un lugar para ayudar.
Roberto jamás pudo hacer contacto con sus amigos, entonces permanecimos juntos. De pronto dos hombres maduros se acercaron a nosotros buscando voluntarios para formar una cuadrilla y diciendo que tenían transporte y herramientas especiales para ir a un sitio donde no hubiese ayuda suficiente y con la posibilidad de rescatar personas vivas, en automático levantamos la mano Roberto y yo, así como varios chavos alrededor. Caminamos un par de cuadras para subir en la caja descubierta de una camioneta pick up roja no menos de 10 personas, solo yo y los 2 que nos reclutaron no éramos millenials. Salimos de la Roma y nos dirigimos al sur sobre Avenida Cuauhtémoc, pasamos por edificios que habían sido dañados, increíblemente vi a un albañil en un edificio en construcción, en el piso 6 o 7 armando una pared de ladrillo y cemento que colindaba con el abismo como si nada hubiese pasado.
Lo más impactante para mí fue que viajando en una camioneta con cascos y equipo, con toda la pinta de una cuadrilla de rescatistas, sin ningún problema comenzamos a penetrar zonas acordonadas por la policía y el ejército y retén tras retén llegamos a la esquina de Petén y Emiliano Zapata donde un edificio de departamentos había colapsado, me sentí como entrando a la zona de guerra. Los líderes de la cuadrilla se olvidaron rápidamente de nosotros y los perdimos de vista. Ya con la cuadrilla casi disuelta, algunos de nosotros terminamos debajo de unas lonas cubriéndonos de la lluvia donde vecinos de la colonia dotaban de agua y comida a los voluntarios y rescatistas. De pronto llegó una mujer pidiendo voluntarios para armar una clínica improvisada en el piso de ventas de una agencia de autos frente al edificio derrumbado. Inmediatamente los que quedamos de aquella cuadrilla levantamos la mano y cuando nos dimos cuenta ya estábamos limpiando y organizando una clínica improvisada de primeros auxilios liderada por estudiantes de medicina para atender a cualquier víctima rescatada del siniestro. Después de tantas horas por fin me reuní con mi tío Alfredo, quien pasó los retenes diciendo que se encontraba en los trabajos de la clínica y había salido un momento.
Terminamos de armar la clínica, ya sin trabajo que hacer fuimos removidos del lugar rápidamente. Frente al derrumbe hubo momentos de silencio sepulcrales como cuando entraban los binomios caninos, también hacíamos filas humanas desde el borde del edificio para sacar piedra por piedra en cubetas o por bloque de escombro hacia los camiones recolectores. Era impresionante como hombres y mujeres de todas las edades participaban en la remoción de escombros. La lluvia no paró de caer y el humo de un incendio que salía del edificio caído no dejaba de brotar por una chimenea que se hizo con el colapso. Las posibilidades de encontrar a alguien con vida eran cada vez menores conforme el tiempo pasaba, me tocó ver que en una sección de la agencia de autos estaban los familiares de los habitantes desaparecidos del edificio, esperando alguna noticia y conforme iban saliendo efectos personales que se desparramaban por todo el edificio, algunos de los rescatistas los acumulaban en el piso, había ropa, juguetes, alguna carriola.
Llegó la noche, seguía lloviendo y afuera de los retenes llegaba más y más gente dispuesta a relevar a los que salían, entonces decidimos regresar, no sin antes comer unos tamales que unas personas ofrecían de forma gratuita a los rescatistas, posiblemente los más ricos que he comido. Días después de estar ahí, se daban por concluidas las labores de rescate en el edificio de Petén y no menos de 6 cuerpos fueron recuperados.
Los días pasaron y las historias fluyeron, las “fake news”, Frida, la perrita rescatista que se hizo un ícono de las labores de salvamento, los muertos, los sobrevivientes, la foto de un soldado que rompe en lágrimas, los últimos rescatados, los “topos mexicanos”, la ayuda internacional, la noche que tuvieron a medio México despierto viendo la novela de una niña que “hablaba” con los rescatistas, que estaban a punto de sacar de los escombros del malogrado Colegio Rebsamen, que nunca existió. El puño levantado de los rescatistas exigiendo silencio se volvió en símbolo de unidad y voluntad, se me erizan los pelos al recordar el haber presenciado como esa señal detona el silencio que fulmina el caos en segundos, esperando que el perro adiestrado detecte alguna señal vida debajo del concreto.
Esa noche del 21 de septiembre regresé a casa agotado, un poco triste porque no vi salir a nadie con vida y me ahogué con las ganas gritar y aplaudir algún rescate, pero también regresé con el alma un poquito más tranquila y satisfecha.
A un año del temblor y a pesar de que se recibió ayuda y donaciones en dinero y especie importantes provenientes de México y el extranjero, se destaparon cantidad de cloacas de corrupción sin grandes consecuencias hasta ahora, hoy día siguen familias viviendo en la calle porque sus casas y edificios quedaron dañados y simplemente dejaron de recibir apoyo hace varios meses.