« ¿Verdad que sí da el gatazo?», le digo a la dependienta del quiosco donde compré por primera vez en muchos años un flamante reloj de lo más barato. «Porque es propio de los gatos el seducir», pensé para mí mismo en ese momento. Aquel reloj que se veía bastante padrino y farol, una molleja dorada de lo más embustera y falsaria con otras tres manecillas internas para el día de la semana, el mes y la hora, todas inoperantes, desde luego, sólo como un elemento insustancial del diseño y decoración, en otras palabras me había comprado un reloj de lo más chafaldrana posible. Hubiera pensado que era un reloj de utilería si no me hubiera encandilado el falso brillo de sus metales bastardos, la pura bisutería enchapada en la ínfima ralea de su hierro lacado y deplorable y sus plásticos infamantes. Pero eso no lo sabía en ese momento en el entusiasmo de la compra. «Podría decirse que sí», me dijo la dependienta fingiendo un interés breve, luego una sonrisa forzada que más bien parecía una mueca que se disolvía en el aburrimiento o el desprecio, para después proceder al cobro en la caja. Con todo el entusiasmo lo coloqué en la muñeca, pensándolo bien todo, uno imagina esa parte del brazo como un simple pretexto para uno de los objetos más icónicos del ser humano: el reloj de pulsera. Piensa Douglas Adams que, de existir una civilización extraterrestre haría chacota de los terrestres por su preferencia con este tipo de artefactos.
Entonces comienza ese juego que perverso que ejercen los relojes sobre nosotros. Al poco tiempo de empezar a usarlo noté que empezaba a falsear sus informaciones analógicas. Tenía la idea de que había salido de Plaza San Dieguito a las cinco, para mí, esa era la hora exacta. Luego le noté al artefacto un leve retraso que poco a poco habría de pronunciarse. Eran las cinco y cuarto cuando tomé el camión frente a la plaza, llegado a Zavaleta, pasando por el entronque Madero dicho dispositivo ya me señalaba las cinco con catorce. El aciago instrumento no sólo no había avanzado nada sino que había decidido regresarme cuatro minutos al pasado para que me cuestionara qué demonios había hecho mal en mi vida. Pararme en ese quisco y soñar con un reloj nuevo, encandilarme con sus brillos dorados, comprar en un arrebato y soltar doscientos pesos, eso habría sido. Supe por otras fuentes que eran casi las seis y media cuando llegué a mi casa. Y mi reloj seguía ahí en la muñeca marcando cinco catorce y a veces las cinco y cuarto. Imposible deshacerme de él, debía de darle la oportunidad de enmendarse, de corregir el rumbo. Noté que a veces avanzaba a capricho, era decisión de él, no mía. Cuando se detenía lo iba ajustando tal vez confiando en que recobraría su rumbo y volvería a ser el reloj que conocí alguna vez. Pensaba que tal vez, el reloj yo trabajábamos en equipo. «Debe ser la pila», me decían sobre la razón de su mal funcionamiento. Muchas veces pasé por Los Portales con el reloj en la mano, donde me habían dicho que había un local que era una mezcla entre estanquillo, venta de monedas raras y compostura de relojes donde colocaban pilas y correas. Sentía desidia por llevar a componerlo. Aplazaba el momento una y otra vez. La relación con nuestros relojes es un tanto fetichista, en mi caso, insistía en usarlo a pesar de que ese instrumento torpe no daba más que molestias, una serie de vergüenzas que me dejaban mal parado llegando tarde a mis labores, durmiendo a deshoras, adelantando rituales, perdiéndome en especulaciones sobre el momento que vivía.
A medida que me vuelvo viejo me doy cuento de que, entre otras cosas, los watchos no hacen nada más que decepcionarnos, cuando se detienen, cuando un accidente los raspa y quedan de mírame y no me toques, o simplemente cuando mueren antes de nosotros sin avisarnos. Así me sucedió con este inútil mollejón. Cada vez que alguien me preguntaba la hora, para evitar la grosería de decir que no sabía, que andaba usando un reloj de adorno prefería inventar una hora o suponerla, después de todo, el tiempo es una convención de lo más arbitraria: «Son las cuatro catorce, son cinco para las once, son las trece treinta, son las horas que se le dé su regalada gana» porque al fin y al cabo siempre podemos liberarnos de la tiranía del tiempo. Con marcada decepción volvía a mirar el artefacto, jalaba la perilla y ajustaba el tiempo a discreción: «Podrían ser la hora del lunch en este momento pero tengo correr o llegaré tarde, es demasiado temprano, ojalá y sean las siete de la noche que es la hora cuando salgo del trabajo». Ver la hora se había convertido en un ejercicio arbitrario. El tiempo dependía de mí, de mis actos. Me sentía como un individuo extraño destinado a ajustar su reloj para siempre. «Dinos algo curioso sobre ti», me diría mi supervisor en alguna junta espontánea del trabajo. Uno mencionó que alguna vez tardó siete horas continuas jugando FIFA 2018; otro, que en el alguna fiesta besó a una chica trans. Como no pude competir con esas curiosas hazañas, mencioné que usaba un reloj de utilería que no funcionaba, como si yo mismo fuera el actor de alguna película con escenarios de cartón y piedra. Vuelvo a pensar en Douglas Adams cuando habla de unos constructores intergalácticos a quienes les comisionan una réplica del planeta tierra para reemplazar al que fue destruido. Los imagino dándole una última mano de pintura al Canal de la Mancha para que dé el gatazo, ustedes saben. ¿Quién habría de notar la diferencia? ¿Quién sabría que llevo un reloj de pura pantalla?
Tener un reloj inservible solo me conducía a reflexiones también inútiles. Cuando pensaba en la palabra «reloj» me remontaba a la palabra riel, o al relé de una computadora antigua —nada que ver con la correcta etimología de la palabra—, reflexionaba sobre el resorte y el engranaje, la caratula que remeda el ciclo solar y universal, la ronda de la espera mientras observamos la trayectoria del astro rey. El nombre tiene algo de espiral, de rodeo —o rodamiento—, de plasticidad que nos constriñe en las ansias. Nos lleva al tartamudeo y el cambio de los ánimos del habla sabiendo del dictador implacable que nos mira desde arriba, desde la entropía de las cosas, desde las manecillas y las alarmas. Pensaba en los bosques oscuros de la espera que todo lo carcome y lo pudre, en las bancas solitarias y la mirada insistente y constante de la carátula, el toque del biselado, la sincronización y el ajuste, por si las dudas porque con el tiempo nunca se sabe, el nervioso acomodo de la correa, la vista de reojo de las manecillas que parecen girar en sentido contrario o detenerse en momentos inesperados. Todo reloj es pulsación y desánimo, idea de contingencia y finitud, acabamiento de ciclos vitales, cierre, hartazgo y carpetazo. Me voy de aquí, podría decir el enamorado que espera en la banca del parque, el ejecutivo que se cansa de esperar la junta del jefe pensando en otros momentos y lugares, el eterno expectante de las filas del banco. «Ya es hora», dice quien irrumpe en el momento puntual, quien sale disparado a su trabajo, quien sabe que de lo único que disponemos es de tiempo. Esa distensión del alma, ese estiramiento de nuestras esperanzas. «Este es el momento», dirá quién sabe que siempre hay una hora puntual. Todavía no es hora, ya son deshoras, aprovecha las horas, qué horas son estas de llegar, pasaron las horas y aún no es la hora. Y la esperanza que nunca acaba para congraciarnos con el mundo: «Algún día, alguna hora, en algún lugar».
El reloj es el único instrumento mecánico concebido para medir una abstracción, la fijación de una condena que nos hace esclavos de su medición, la alerta de los aplazamientos, las esperas, los disparos de arranque y ese juicio constante a la relatividad de la temporalidad, ese proceso que le levantamos a las cinco de la tarde para exigir que tal vez, si lo pensamos bien, podrían ser las cuatro menos quince, porque ya se nos hizo tarde. Y sin embargo miro el reloj pensando que el tiempo es mío, que su pulso me pertenece, que me señala formas de futuro en las que creo. Siendo nosotros relojes vivos, tal vez sea recursivo mirarnos el pulso a cada momento, o quizás solo se trata de crear el concepto del tiempo para tener el gusto de entretenerse fraguando una relojería, inventar el tiempo con el propósito de reflexionar sobre él, de segmentarlo en unidades métricas, en cursos y ciclos de trescientos sesenta grados con unidad de base seis como nos enseñaron los antiguos babilonios. Señalar un circulo y pensarlo como sesenta veces seis. Desde entonces hemos soñando con esa forma de simetría. Los egipcios también sabían que cada trescientos sesenta ciclos aproximados el Nilo se desbordaba y dejaba una leve película de lama que fertilizaba las tierras. Pensar el tiempo es sorprenderse con su elasticidad tal y como lo concebían los surrealistas, nuestra condena sería solazarlos nuestro en la idea de eventualidad que nos provoca.
Venimos a pensar en relojes, entre otras cosas, pero sobre todo en sus calibraciones y mediciones, en el pretexto de vivir para poder ver las horas que pasan, estar al tanto de ese tiempo que suponemos nuestro. Pienso también en otros relojes, en que tal vez ahora podré deshacerse de ese reloj de doscientos pesos y comprar otro, tal vez un Casio, uno bueno, hecho de materiales de calidad como el titanio o la fibra de carbono, o de acero quirúrgico capaz de sobrevivir la visita a otros planetas. Un watcho capaz de ponerme al tanto de las fases lunares, la rotación de los astros, los movimientos de las constelaciones principales, los periodos de caza y de pesca; pero de alguna manera el reloj que tengo, como artefacto imperfecto parece destinado a congelarse en mi brazo. Me gustan las rutinas, pienso que cada hombre nace con cierto grado de autismo, tal vez por eso no puedo deshacerme tan fácil de un objeto como este, aunque sirva para muy poco.
Tener un reloj inservible en la mano era caminar sin brújula pero había aprendido que eso me permitía perderme en la propia maleza del tiempo, hacerlo a mi manera sin importar las vicisitudes del momento. Recordé aquella vez que invité a salir a Flor, una compañera del trabajo con la que quedé de verme en algún momento allá a fines del siglo vigésimo. Iríamos a la zona céntrica de la ciudad. Había esperado ese momento por mucho tiempo ya que Flor era una chica que me gustaba bastante. De acuerdo a nuestros planes iríamos al Café Amparo a tomar unas cervezas. Nos quedamos de ver a la una. Ese día no llevaba reloj pero estimo haber llegado las doce del día. Me pareció prudente esperarla en una banca de las que hay en el Barrio del Artista poblano.
En cuanto me senté ahí comenzaron mis dudas: es verdad que quedamos a la una pero qué tal si se le hubiera ocurrido llegar a las doce. Cuando pensé en eso pregunté la hora y eras las doce con cinco. Llevaba cinco minutos de retraso entonces. Me maldije por mi nula atención en los detalles. Imaginé que tal vez me había esperado cinco minutos desde las once con cincuenta y cinco. Luego me tranquilicé y esperé que diera la hora indicada. Estimé que ya sería la una cuando decidí —claro que como es de rigor la educación y la caballerosidad— que la esperaría quince minutos más, tal vez pensando que mi espera sería generosa, aunque no me extrañaría que tal vez ella quisiera llegar tarde, lo que se dice «con un elegante retraso», como es propio de las mujeres que son muy guapas —y Flor lo era, debieron ver sus ojos rasgados, su piel blanca entre el mate terso de un pétalo y la brillantez de una piel de diecinueve años—. De esa forma, sentado ahí pasó el tiempo mientras yo invocaba un reloj inexistente. Pensaba que un hombre sin un reloj sólo es otro bárbaro de alguna tribu amazónica. Fue entonces que decidí esperar hasta las dos, por si acaso. Pero qué conste, sólo hasta las dos, porque uno siempre tiene cosas más importantes que hacer y por si acaso, ya ven ustedes que con las mujeres nunca se sabe y la verdad es que Flor, su compañía, el tesoro de su conversación lo valía—o al menos eso pensaba en ese momento—. Imaginé entonces que Flor había tenido algún percance, un accidente, tal vez no la habían dejado venir por la enfermedad de algún familiar, qué sé yo. Invocando esa clase de pretextos decidí esperar hasta las tres. Estaba decidido a no perderme de su presencia. Veía a la gente, miraba a lo lejos a las mujeres que pasaban pensando que quizás era ella quien se acercaba, una a una las iba descartando: esta por estar muy entrada en años, la de más allá por ser demasiado flaca y endemoniada, aquella por tener demasiada presencia en kilogramos, la que pasó frente mí por ser demasiado elegante, la que viene de traje sastre por verse muy oficinesca, esta última por su aire de superioridad y nobleza; desde luego, ninguna era ella.
Me desesperé en ese momento. Pensé en llamarla pero consideré que eso hubiera sido una invasión a su privacidad, sería como reconocer que no confiaba en su puntualidad. Las mujeres que nos gustan o que amamos nos parecen ejemplares. Así fue como dieron las cuatro, y como ya estaba ahí, entre la marea de la intemporalidad dije, entonces, qué importaba si me quedaba hasta las cinco, pues total, ya estaba aquí, ¿a qué otro lugar podría ir? Así transcurrió una hora más en la angustia, la expectativa y la esperanza. Pero estar ahí a las seis tiene una suerte de regodeo con el despilfarro de la dignidad, el capricho de quién ha sido derrotado por el abandono. Sentí que estaba perdido en medio de un laberinto de aplazamientos y esperanzas fallidas y por tal motivo no me importó esperarla hasta la siete cuando ya anochecía y los pájaros volaban a resguardarse en los árboles. Me imaginé como un reloj dispuesto a ajustarse con el tiempo que le impusieran desde afuera.
Tal vez eran las siete y cinco de la noche cuando me levanté de aquella banca. ¿Cómo saberlo? Por aquella época no me importaban mucho los relojes. Tiempo desperdiciado. Venimos a este mundo a usar relojes. Hay algo malo en un hombre que no se fascina ante un mecanismo de relojería, sea analógico o digital; sea vintage, futurista, retro, o retrofuturista; sea un Casio o un Jacob & Mercier, sea un Apple Watch o un Maîtres du Temps —«maistros» del tiempo, como les decía yo—. Pensar en el tiempo me alivió del recuerdo de Flor. Ella se perdió en el bosque de esas horas que se tejieron para mí en esos momentos. Nunca más volví a saber nada de ella. La evoco ahora para hablar de un reloj descompuesto, de ese cáncer de la espera. En aquel momento era ella quien definía el tiempo, ella era el suceso, el evento que fijaba las manecillas, uno de esos puntos de inflexión que marcan un intervalo. He dicho que somos relojes vivos, rituales que definen el fin y el comienzo. Bastaba que se hubiera presentado en aquella banca para poder decir que ya era la una y a partir de ese momento armonizar el pasado y el futuro, dar el punto de arranque a todo lo que contuviera sustancia viva, ganas de disfrute, alivio de ser, de permanecer, de sentirse parte de un engranaje y ya no ser mera contingencia y mortalidad. Las personas aparecen como relojes que mueren, sucesos que caducan, víctimas de la entropía.
Tal vez al llevar en la mano un reloj descompuesto conducía el fardo de todo aquello que nos iba carcomiendo: mi procastinación, el constante aplazamiento de momentos vitales, la idea de lo irrecuperable que me angustiaba. Arrastrar un reloj, arrastrar mi propia idea arbitraria del tiempo como un animal muerto en la muñeca, una compulsión que me obligaba a verlo a cada momento solo para comprobar que estaba perdido en uno nudo de esperanzas, de puntos de desviación que no llegaron nunca. Eso era lo que pensaba al llevarlo. No entendía en esos momentos mi absurdo capricho de usar un reloj así. Comencé a generar rituales con el mismo: jamás me lo quitaba, lo consultaba de vez en cuando como fingiendo acomodarlo y verlo. A veces lo adelantaba simulando impaciencia, el verbo «estar» es un tanto hipócrita, se «es» en un tiempo presente cuando lo que escondemos son nuestras ganas de agotarlo, nuestra ansiedad de un futuro que no llega. O llega otro, nunca el que esperamos con ansias. Decir «estoy» es una forma secreta e insistente de querer estar en otra parte. Cierro los ojos, luego miro ese reloj con una hora arbitraria o detenida y pienso que es momento de llevar a repararlo. Lo cierto es me que me harté de trabajar para mi propio reloj, de fijarle sus horarios, de despertarlo de vez en cuando para demostrarme a mí mismo que tenía algo de control sobre mi propio tiempo. Decidí llevarlo para que lo compusieran.
En la zona del centro existe un local al que siempre llamé «el de los Güeros», por la apariencia caucásica de sus dependientes que son gemelos idénticos. Con un tono entre comercial y festivo, entre alegre y confidente me dice uno de ellos: «Qué tal, buenos días, cómo le va joven, en qué le podemos servir», mientras intercambia confidencias con uno de sus empleados y me mira de soslayo, acostumbrado quizás a tener más de dos conversaciones y atenciones al mismo tiempo. Me presento y les digo, con la pena de llevar un reloj tan barato: « ¿Ustedes componen este tipo de relojes? No sé qué le pasa, tal vez es la pila…». «Claro que sí», me dice, mientras se lo doy y lo examina. Lo toma con sus manos con la familiaridad y la agilidad de quien lleva años haciendo lo mismo, toma una cuchilla y destapa su caja en un proceso que habría que capturar con cámara lenta por la rapidez de sus movimientos, fracciones de segundo que se me escapan de la vista, y le coloca una batería diminuta que parece que sólo él pudiera ver. Lo vuelve a cerrar, le hace algunos ajustes rápidos y me lo entrega. El proceso no le llevó más de tres minutos. En sólo ese lapso el relojero había cambiado mi propia idea del tiempo, de lo indeterminado a lo fijo, de lo angustiante y arbitrario a los concreto, tal y como si el tiempo fuera algo físico, la idea de que es posible poseer algo, sin importar de que esto solo sea una idea, una abstracción.
Dueño de una idea nueva me voy de ahí con mi reloj barato, ahora no tan avergonzado por haber sido chamaqueado con el falso oropel de sus metales dorados. Me voy con la idea de que ahora el tiempo es algo exterior a mí o de que el goce del tiempo de nuestra vidas no es otro que su calibración y medición, el aprendizaje del cronógrafo, del cronómetro, del taquímetro. En el caso de los relojes, hay algo de disfrute en las complicaciones de sus mecanismos, en la idea de un artefacto que vamos perfeccionando a medida que avanza nuestra estancia como especie en el planeta y descubrimos la influencia del campo gravitatorio en su medición y desarrollamos el tourbillon para contrarrestarlo, o los mecanismos de cuarzo y atómicos. La relojería es el esqueleto entrevisto de nuestra existencia; construir relojes, usarlos, verlos por dentro forma la autopsia de nuestra idea de perpetuidad y la exploración de nuestro desánimo por tanta destrucción y muerte, por tanta memoria que acumulamos como despojo y fardo. Los relojes nos fascinan tanto porque dan la idea de una presencia, un estar aquí y ahora pero también otros ámbitos, otros espacios y lugares pasados y futuros. Nuestras vidas, al estar hechas de tiempo sólo nos predisponen a las mediciones, a la atención constante de la aguja del segundero. Compraré otros relojes, estaré atento a ellos como quien está al pendiente de su salud, de la vida que se nos escapa, de sus momentos que acumulamos como memoria. Vuelvo a consultar mi reloj barato, lo ajusto a la muñeca y finjo estar de prisa. Tal vez si lo estoy, son las seis de la tarde, quizás si me apresuro tomaré la ruta 65 que sale de la 18 Poniente a las seis con quince. Si tengo suerte estaré a las siete en casa. Sí, eso es lo que voy a hacer.