Para hablar de la Pasión, mediante la cual fuimos rescatados todos, tomaré como tema las palabras del título que Pilatos hizo escribir sobre la Cruz: "Jesús Nazareno, Rey de los judíos".
Jesús quiere decir Salvador, así que ha muerto porque es salvador y para salvar hacía falta morir.
Rey de los judíos, o sea que es Salvador y Rey al mismo tiempo. Judío significa "confesar"; por tanto es Rey pero de solo aquellos que le confiesen, y ha muerto para rescatar a los confesores; si, realmente ha muerto y con muerte de cruz.
Ahí tenemos pues, las causas de la muerte de Jesucristo: la primera, que era Salvador, Santo y Rey; la segunda, que deseaba rescatar a aquellos que le confiesen.
Pero, ¿no podía Dios dar al mundo otro remedio sino la muerte de su Hijo? Ciertamente podía hacerlo; ¿es que su omnipotencia no podía perdonar a la naturaleza humana con un poder absoluto y por pura misericordia, sin hacer intervenir a la justicia y sin que interviniese criatura alguna?
Sin duda que podía. Y nadie se atrevería a hablar ni censurarle. Nadie, porque es el Maestro y Dueño soberano y puede hacer todo lo que le place.
Ciertamente pudo rescatarnos por otros medios, pero no quiso, porque lo que era suficiente para nuestra salvación no era suficiente para satisfacer su Amor.
Y que consecuencia podríamos sacar sino que, ya que ha muerto por nuestro Amor, deberíamos morir también por ÉI, y si no podemos morir de amor, al menos que no vivamos sino sólo para ÉI.
Sermón de San Francisco de Sales. Viernes Santo, 25 de marzo de 1622. X, 360.
El trono de la cruz
“El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz” (Is 9,1), la luz de la redención. Viendo al que los oprimía herido de muerte, este pueblo salió de las tinieblas para entrar en la luz. De la muerte pasó a la vida.
El madero de la cruz sostiene al que creó el universo. Padeciendo la muerte para que yo tenga vida, aquel que sostiene el universo está clavado en el madero como un muerto. Aquel que con su aliento infunde vida a los muertos, exhala su espíritu desde la cruz. La cruz no le avergüenza sino que es el trofeo que da testimonio de su victoria total. Está sentado como juez justo en el trono de la cruz. La corona de espinas que lleva en la frente atestigua su victoria: “Tened ánimo, yo he vencido al mundo y al príncipe de este mundo, llevando el pecado del mundo.” (cf Jn 16,33; 1,29)
Las mismas piedras del Calvario, donde, según una tradición antiguo fue enterrado Adán, nuestro primer padre, levantan su voz para testimoniar del triunfo de la cruz,. “¿Adán, dónde estás?(Gn 3,9) grita de nuevo Cristo en la cruz. “He venido hasta aquí en tu busca, y para poderte encontrar he extendido las manos en la cruz. Con las manos extendidas vuelvo al Padre para darle gracias por haberte encontrado, luego mis manos se extienden hacia ti para abrazarte. No he venido para juzgar tu pecado sino para salvar por mi amor a todos los hombres. (cf Jn 3,17) No he venido para declararte maldito por tu desobediencia sino para bendecirte por mi obediencia. Te cubriré con mis alas, encontrarás refugio en mi sombra, mi fidelidad te cubrirá con el escudo de la cruz y no temerás el espanto nocturno. (cf Sal 90,1-5) porque conocerás el día sin ocaso (Sap 7,10) Rescataré tu vida de las tinieblas y las sombras de la muerte. (Lc 1,72) No descansaré hasta que, humillado y abajado hasta los infiernos en tu busca, te haya introducido en el cielo.”
San Germán de Constantinopla (¿-733), obispo In Domini corporis sepulturam; PG 98, 251-260