No es ningún secreto que la educación pública española dista mucho de presentar un modelo adaptado no solamente a las exigencias generales del contexto contemporáneo occidental, sino también a las particulares desigualdades sociales que llevan lastrando el país desde tiempos inmemoriales. Estas desigualdades, muchas veces entendidas como circunstancias que atienden a parámetros puramente económicos, pueden ser, en verdad, analizadas como déficits crónicos que tienen su raíz en las bases, en los cimientos educativos; unos cimientos que, por permanecer ocultos, son muchas veces ignorados por la actitud cortoplacista de dirigentes que prefieren optar por vistosos parches, que no hacen más que embellecer vanamente la fachada de un Estado de Bienestar que permanece contaminado por dentro.
Resultados mediocres, desigualdades formativas, desequilibrios entre comunidades autónomas (las cuales, según el gobierno, no se deben en absoluto a la disparidad entre modelos educativos, sino solamente al nivel variable de inversión), un ratio bajísimo de excelencia, un nivel preocupante de repetidores (superando el 30%), un nivel aún más preocupante de adultos con calificaciones más propias de países tercermundistas (casi uno de cada dos no ha acabado el Bachillerato)… y también muchas otras circunstancias extrínsecas (como, por ejemplo, los recortes crónicos) que avalan la tesis de que éste es un sistema fallido.
Los sucesivos ejecutivos, acuciados en su labor política por la problemática educativa (especialmente desde inicios de siglo), generalmente no han sabido responder correctamente a bucles endémicos, como se ha mentado, al ser incapaces de escapar a su perspectiva desvirtuada de la realidad. Los parches venden más que las reformas valientes y profundas, de la misma forma que hoy en día venden más los monos mediáticos que los verdaderos estadistas. Pero hace ya muchos años que voces notables piden un pacto de Estado para solucionar esta deriva educativa partidista, esta consecución de reformas ideologizantes que hacen tambalear vanamente la calidad de nuestro sistema.
La última de ellas, la LOMCE del ministro Wert; un hombre cuya perspectiva utilitarista y banalizadora de la pedagogía le ha enfrentado a un ejército de educadores, políticos, estudiosos y representantes destacados del mundo de la cultura y de la sociedad civil que no están dispuestos a aceptar la enésima medida apuntilladora del sistema educativo.
Por tal de comprender la severidad de la coyuntura, cabe constatar dos realidades: la primera, que nuestro actual modelo no es ninguna maravilla. Ergo, al menos se podría reconocer ese mérito al Sr. Wert, aunque no sea gran cosa: entender que se requería un cambio no era difícil. Además de la lista de fracasos anteriormente comentados, se podrían enumerar aún una infinidad de defectos que son inexcusables en un país de la Unión Europea. Ni el currículo fue jamás adecuado, ni la concepción de las necesidades y medios educativos, ni la cantidad innecesaria de horas lectivas (estamos en el segundo puesto más alto de Europa), ni tampoco, por supuesto, los métodos de evaluación (pues es cuanto menos curioso advertir cómo el nivel de exigencia ha ido disminuyendo a lo largo de los años a casi todos los niveles académicos, tanto escolares como universitarios; y una prueba palmaria son las Pruebas de Acceso a la Universidad, que han degenerado en no más que unas pruebas de suficiencia – ¿qué clase de selección es posible cuando más de un 95% de alumnos consiguen aprobar, aun a expensas del evidente déficit educativo del país?).
Y la segunda constatación es que, a la luz de lo que dicen los expertos, la LOMCE no sólo fracasa en su intención de contrarrestar el desastroso estado de las cosas, sino que da un paso más en el proceso de descalabro de los cimientos sociales. Y lo peor de todo es que ni tan sólo el ministro intenta ocultar la bajeza de sus intenciones: tan sólo cabe prestar atención a sus declaraciones incendiarias (como su famoso deseo de «españolizar a los alumnos») o, por remitirnos a fuentes de mayor oficialidad, el artículo primero de la nueva ley, que constata que «La educación es el motor que promueve la competitividad de la economía y el nivel de prosperidad de un país. El nivel educativo de un país determina su capacidad de competir con éxito en la arena internacional y de afrontar los desafíos que se planteen en el futuro»; en definitiva, una muestra de cuán descarado es el proceso de mercantilización de la educación que se pretende llevar a cabo, enfocándola cada vez más exclusivamente a la obtención de resultados materiales y de alumnos concebidos meramente como futuros trabajadores. Y más allá de esta espantosa declaración de intenciones, hay innumerables medidas que no hacen más que degradar la ya moribunda respetabilidad del modelo: la rebaja aún mayor de la exigencia académica (las PAU, sustituidas por una reválida que ya no evalúa ni la capacidad de expresión escrita de los alumnos); el enfoque aún más pronunciado del proceso educativo no como un aprendizaje integral, sino como una preparación para unas pruebas; la priorización desvergonzada de la memorización como metodología, por encima del raciocinio; la concepción de los centros educativos como empresas donde se debe restringir la autonomía del profesorado, y en los cuales el director pasa a ser concebido como un mero gestor (ninguneando la importancia de su necesaria dirección pedagógica); el fomento de la progresiva privatización de la educación; la potenciación del nocivo sistema de incentivos y castigos; y un largo etcétera de sonoros despropósitos.
Pero lo más grave, más incluso que tan severa degradación de la labor ministerial, es el hecho de que se empeñen en defender su ley apoyándose en los informes PISA. Y es que éste ha sido el argumento principal empleado por el ministro para defender encarnizadamente su reforma allá donde se la han criticado: que las medidas adoptadas responden casi exclusivamente a los defectos señalados por los informes PISA; lo cual es la prueba última de cómo se ha tergiversado impunemente la concepción de lo que debería ser la calidad educativa moderna. La LOMCE va, pues, un paso más allá en el proceso de mercantilización de la educación. Y de ello es prueba comprobar cómo esta nueva ley pone exagerado énfasis en aquellas materias en las que peor nota sacan los alumnos españoles en las pruebas PISA (por ejemplo, la obligatoriedad de las matemáticas) y la marginalización de aquellas asignaturas consideradas no instrumentales, defenestrando las que no sirven al propósito exclusivamente material, aunque sean fundamentales para la formación íntegra de la persona; un gran ejemplo es la asignatura de Filosofía: por un lado, pasará a ser optativa en el Bachillerato; y, por otro, se alterarán los contenidos, eliminando una asignatura obligatoria tan fundamental como «Ética» e introduciendo contenidos como «Filosofía de la empresa», que deja perplejos a los educadores.
Tras lo expuesto, no debería sorprender a nadie un hecho que es obviado demasiado a menudo: ¿quién verifica la fiabilidad de las pruebas PISA? Porque no se debe olvidar que estas pruebas e informes, en razón de los cuales nuestro ministro se hace guiar con fe ciega, son elaborados por un organismo de ámbito exclusivamente económico, dirigido por economistas y no por pedagogos, y determinado por unos intereses claramente sesgados en el mapa capitalista: la OCDE. Que mejorar la posición internacional del país en los resultados de una prueba realizada por un organismo económico justifique la transformación del sistema educativo en su conjunto, y que encima se haga de esta forma, es escandaloso. Y más aún cuando, en un alarde de ácida ironía, el propio responsable de las pruebas PISA, Andreas Schleicher, critica ciertos aspectos de la LOMCE.
Y es cierto que las pruebas PISA son, con toda seguridad, buenos indicadores de la efectividad de los modelos educativos. Si no, no aparecerían a la cabeza de las tablas de resultados países como Finlandia, Singapur o Corea del Sur, tan admirados por su cultura educativa. Pero hay que tener en cuenta dos circunstancias: primero, que ninguno de los modelos de estos países están enfocados hacia el éxito en estas pruebas (como se pretende en España); y segundo, que si no lo hacen es porque saben que es una absurdidad, pues estas pruebas solamente evalúan unas partes concretas del proceso educativo (y el éxito que cosechan en estas pruebas es consecuencia natural del hecho de que prioricen, ante todo, la formación integral de la persona, que es el fundamento para el éxito en todos los ámbitos). Centralizar el análisis de las problemáticas de nuestro modelo educativo, que son muchas y muy complejas, exclusivamente desde una perspectiva restringida como la que ofrecen las pruebas PISA, acentúa nociones superficiales de la pedagogía y deriva en leyes educativas como ésta: ante todo, dirigida por criterios económicos.
Kant afirma que el ser humano debe ser siempre concebido como un fin en sí mismo, y no un medio para la consecución de otros fines; considero que reflexionar sobre esta constatación es muy esclarecedor a la hora de evaluar la historia de la educación en España. Si bien el actual modelo educativo vulnera en numerosas formas esta máxima que no hace más que defender la dignidad humana, la nueva LOMCE es una derivación insana hacia la extremación de esa concepción instrumental del alumno, del alumno en tanto que capital humano, medio productivo, mercancía incluso; alumno que no puede esperar ya recibir una formación integral y humanista, encarada a formarlo como persona de intelecto crítico y maduro (como sería adecuado). Y, visto lo visto, podría decirse que la LOMCE no solamente mercantiliza, sino que también instrumentaliza la educación con fines partidistas; es decir, que parecería que ya no solamente se pone el éxito material por encima del éxito personal e interior, sino solamente la apariencia del éxito, proyectada en unos resultados PISA que, de mejorar, servirían para ahogar a los críticos y justificar las medidas desalmadas de la LOMCE, apoyándose en una visión utilitarista que prioriza solamente los resultados económicamente palpables de la educación. Y, encima, justificando y consolidando mayores recortes en Educación, suprimiendo becas y fondos compensatorios, reduciendo el número de profesores, recortando presupuestos de bibliotecas y penalizando fiscalmente inversiones en cultura (mientras, curiosamente, se desvían más fondos públicos a fomentar la educación religiosa).
Es lo más probable, pues, que esta nueva ley ahonde en este infecto proceso de degeneración del sistema educativo, se aumenten esas desigualdades que el ministro prometió paliar y se reduzcan las oportunidades formativas de las familias más desfavorecidas económicamente. Lo dicho: los cimientos se tambalean, y estamos acostumbrados a ver parches inútiles; pero, más que un parche, esta ley va tan lejos en su delirio industrializador de la pedagogía que puede acabar siendo dinamita para esos cimientos, tan frágiles ya. Ojalá Kant levantara la cabeza: no creo que ante él viera más que una nueva forma de perversión de la moral.