Reflexiones sobre la decadencia

Por Daniel Vicente Carrillo



"Más Estados han perecido por la depravación de las costumbres que por la violación de las leyes", escribió Montesquieu. La Alemania nazi es el ejemplo más a mano, que si bien no pereció como Estado anduvo cerca de ello. La URSS es otro, por no salir del siglo XX. Cualquier país que permita la independencia de parte de su territorio es un país débil y degenerado. E converso, todos los que aceptan anexionarse voluntariamente a una nación mayor suelen ser también países que han perdido su papel en la Historia. Quisiera equivocarme, pero España va por un camino similar, esto es, el de convertirse en una mísera provincia de Europa, o en un lugar de paso entre ésta y África.
No creo que la democracia sea reformable más de lo que ya la ha reformado el constitucionalismo moderno. La democracia directa me parece por lo demás una distopía y algo que muy pocos desean. Hay que aceptar que no todas las épocas ni todos los entornos son propicios al rendimiento óptimo de regímenes democráticos, como mencioné de pasada en otro escrito. Y, en concreto, hay que rechazar la idea de un progreso político unidireccional y acumulativo con puntos de no retorno. En la Historia nada se repite, pero todo es reversible, y en ocasiones lo es para mejor, pues rectificar es de sabios. No se conseguirá salir del atolladero sin una mayor importancia de la religión, que debe recuperar el protagonismo perdido. La Iglesia, por su poder e influencia, fue la artífice principal de que una sociedad en ruinas tras la caída del Imperio sobreviviera a las invasiones, consolidara una razonable libertad burguesa, anduviese a la cabeza del progreso científico y alcanzara una unidad espiritual que no se encuentra en Asia ni en ningún otro lugar del mundo fuera de las fronteras de un determinado país. Sólo la autoridad superior, y por decirlo así, genética de los antepasados puede reconducir el tiempo presente, aprisionado entre la Escila de la teocracia y la Caribdis de la anarquía. Los logros de Europa son en buena parte los de la Iglesia, y viceversa. La Cristiandad o Europa, decía Novalis. Fueron sinónimos durante mucho tiempo, marca indeleble de nuestra excepcionalidad.
Si logramos abandonar la absurda idea de que aquello que no pase por "la decisión del pueblo" es tiránico (con mayor motivo si tal "decisión" no existe en realidad), tendremos la cura de humildad necesaria para una regeneración moral. De lo contrario nosotros mismos nos daremos muerte. Al cabo, son muchas falsas concepciones históricas las que habrá que desterrar de nuestra mitología política para salir del paso. La primera es que heredamos el concepto de democracia del paganismo y de la cultura grecolatina, sin más, en lugar de ser una reliquia histórica de un periodo de la historia de Atenas -una democracia esclavista, para mayores señas. Esta especie de arquetipo colectivo oculta que nada hay en el paganismo que conduzca a una ideología igualitaria, como demuestra abrumadoramente la historia de las culturas paganas. Ni siquiera en Occidente. El entrañable Homero era un elitista extremo, amén de misógino.
Porque si bien una cierta igualdad natural entre los miembros del género humano es indudable (nadie es tan fuerte como para someter a todos, ni nadie renuncia a su interés más que por la fuerza o por un interés mayor), ésta desaparece en el momento mismo en que se constituye la sociedad de los iguales. Escribe Spinoza:


Pues aunque cada uno de ellos considere justo tener el mismo derecho sobre el otro que el que éste se arroga sobre él, no obstante cree injusto que los forasteros que transitan por su país deban tener el mismo derecho a su gobierno que aquellos que lo han procurado con su trabajo, conquistándolo y manteniéndolo al precio de su sangre.

El censo, pues, no es democrático. No es el pueblo quien decide qué sea pueblo, sino el poder soberano, mediante la regulación de las formas de adquirir la nacionalidad. Bastante tendrá el foráneo con que no se le moleste y se le conceda la libertad de abandonar el país. En él vemos sólo la igualdad remota del hombre, no la del ciudadano que comparte con nosotros intereses comunes de manera permanente.
La igualdad del género humano es el meollo de la revelación cristiana y uno de los exponentes de su triunfo. La libertad de conciencia se alcanzó también entre cristianos, siendo una reivindicación sostenida por buena parte de humanistas tras la Reforma. Voltaire era un caricato anticlerical que vivió de rentas, como todo su siglo. Los hitos principales ya estaban marcados cuando él empezó a escribir: Suárez, Grocio, Locke, Pufendorf, entre otros. Ninguno de ellos fue demócrata, y todos fueron cristianos. Por centrarnos sólo en lo estrictamente jurídico, debemos a la civilización cristiana la pervivencia del Derecho romano, compilado por el emperador Justiniano, así como su estudio y difusión durante el Renacimiento. Sin él Occidente no sería lo que es. También se le debe la doctrina iusnaturalista, enormemente desarrollada durante la Ilustración.
¿Qué nos han legado sus enemigos, apóstoles del resentimiento y agentes del odio? La lucha de clases, la discriminación positiva, los sistemas piramidales. Los vicios principales del Antiguo Régimen, si observamos sólo su última fase en Europa central (lo cual ya es un sesgo considerable), fueron la dispersión normativa, el desconocimiento del Derecho por los magistrados, la arbitrariedad procesal, el deficiente aprovechamiento de las tierras y los excesivos gravámenes del sistema tributario. Pero los revolucionarios franceses -de quienes los comunistas son continuadores ideológicos- aprovecharon la coyuntura de crisis para cuestionar la legitimidad misma del poder soberano y extender su demagogia igualitarista.
¿Qué les debemos? La única libertad que instauraron, y que era hasta la fecha inaudita, fue la libertad de prensa, pero sólo en la medida en que fue un elemento indispensable de agitación para fines sediciosos y no fueron capaces de ahogarla después. Por otro lado, sus primeras y más importantes acciones para asegurar la libertad religiosa en un país eminentemente católico consistieron en perseguir sacerdotes y castigar o ridiculizar la devoción. La libertad que alzaron por bandera era sólo otro nombre para la ley del más fuerte, y la Iglesia hizo muy bien en atacarla.
Procuremos no ser epílogos de un error.