Quienes me conocen saben de mi poco afecto por los refranes, ese catálogo de vaciedades, vacuidades, perogrulladas, sandeces o maldades que se han ido consolidando con el paso del tiempo. Pero no he podido resistir la tentación de leerme el breve trabajo Refranes vascongados, de Esteban de Garibay y Camalloa (Imprenta de José Rodríguez, Madrid, 1854; facsímil de Librerías París-Valencia, 1995). Las sentencias que contiene no son, en sí, mejores que las castellanas, pero lo que me ha llamado la atención han sido dos apreciaciones contenidas en el prólogo y en el epílogo. Ninguna de las dos tiene por qué convencerme desde el punto de vista filológico, pero he de reconocer que son muy singulares, si las miramos desde un enfoque poético. La primera, obra de Garibay, dice así: “La lengua bascongada es una de las setenta y dos de la confusion de la torre de Babilonia, y la que traxeron á España Tubal, hijo de Jafet y nieto de Noe, y sus compañeros quando vinieron á poblarla, 142 años despues del diluvio universal, y 2,163 años antes del nacimiento de Nuestro Señor”. ¿No querías precisión? Pues toma: dos tazas.Y la segunda, igualmente chocante, sale de la mano de don José de Aizquível, cuando expone con total seriedad que “Lo que creo firmemente es que los Euskaldunes vinieron á Europa, y la bautizaron con este nombre por el gran sequio que hubo en Asia; Euri-opa (deseo de lluvia) y en ninguna lengua se encuentra su etimologia mas que en el Vascuence”.
O sea, que la lengua vasca ya se usó en la torre de Babel y que el nombre mismo de nuestro continente es también obra suya. ¿Qué se puede añadir, después de estas dos humildes declaraciones?