Refrescando a Virginia

Publicado el 19 septiembre 2010 por Daniela @lasdiosas
A casi 70 años de su muerte voluntaria, Virginia Woolf sigue deslumbrando desde su obra literaria, conmoviendo por esa fragilidad psíquica que no opacó su implacable lucidez, maravillando con su libertad para cumplir sus deseos profundos y demostrando a través de su conducta y de trabajos como Un cuarto propio y Tres guineas que es una precursora del feminismo moderno. El estreno de Freshwater, su única obra teatral, nos revela su faceta más divertida y desenfadada, amén de la sospecha de que haya sido la inspiradora no reconocida del teatro del absurdo. Poco antes de suicidarse el 28 de marzo de 1941 –piedras pesadas en sus bolsillos para dejarse llevar por el río Ouse–, Virginia Woolf había dado por terminado el original de su última novela, Entre actos, donde el acontecimiento central es la representación de una obra teatral en la que participan actores y espectadores, que condensa magistralmente la historia de Inglaterra bajo el signo patriarcal, desde la Edad Media hasta la inminente Segunda Guerra. Personajes que sueñan con pasados diferentes, vanidades que prosperan en un mundo de apariencias, retrato paródico del hogar perfecto, rumores en segundo plano del avance fascista y de la amenaza de guerra, la razón y la locura diciendo lo suyo...
Doce años antes, en 1923, Virginia había escrito la primera versión de una obra teatral, Freshwater, que luego reescribiría en 1935, para representarla con amigos y amigas. Pieza muy raramente llevada a escena que acaba de estrenar en Buenos Aires la joven (28) directora (también dramaturgista, actriz, cantante) María Emilia Franchignoni, quien señala que “en su Diario hay una entrada, después de haber escrito Freshwater, donde Virginia dice que está pensando en otra pieza de teatro. Pero sólo tenemos esta única obra que desorienta y divide a los críticos”. No es para menos: la irreverencia, el desacato y el humor desaforado con que zarandea a instituciones patriarcales que afectan a la vida cotidiana, la cultura, la política, resultan –en el mejor sentido– francamente chocantes.
“Todos los secretos del alma de un autor, todas sus experiencias, la calidad de su espíritu están grabados en su obra”, escribía VW en Orlando (1928), la magnífica celebración de su amante de los años ’20, Vita SackvilleWest: la más larga carta de amor de la literatura, según Borges. Y un repaso somero a la obra de esta inmensa escritora que marcó el siglo XX con sus hallazgos y rupturas, pone de manifiesto su integridad como novelista y ensayista. En sus ficciones, artículos, cartas, diarios, además del esplendor de su escritura, se perfila un ideario que se va decantando y que quizás encuentra su máxima expresión en Tres guineas (1938). Suerte de manifiesto apasionado donde la escritora que previamente había imaginado la biografía de un perro, contada por el propio perro, Flush (1933), vibrando en cada línea, plasma su protesta subversiva –que entraña una propuesta utópica– contra toda forma de patriarcalismo, en la familia, el trabajo, la educación, la política... En este libro planta conceptos revolucionarios, osa decir que como mujer no tiene país. Más aún, que no lo quiere, que su país es el mundo. Yendo más lejos que en Un cuarto propio (1922), asume la defensa de las mujeres y con indignación justiciera pasa revista a las opresiones en todos los campos a través de los siglos. Con extrema lucidez, deduce que el fascismo proviene del machismo. Y no pierde ocasión de reírse desprejuiciadamente de medallas, uniformes y condecoraciones, de togas y pelucas, detrás de las cuales advierte el deseo de violencia y destrucción que motoriza las guerras.
Virginia Stephen había nacido el 25 de enero de 1882, hija del historiador y crítico victoriano Leslie Stephen y de la bellísima Julia Duckworth, ángel del hogar tiempo completo que inspiraría la novela Al faro (1927). Ambos cónyuges eran viudos al momento de casarse y aportaron sus respectivos hijos a la nueva unión. De modo que la angosta casa de siete pisos, con el curso de los años, llegó a estar habitada por diez hijos e hijas, siete criadas y desde luego, padre Stephen y madre Julia. Aunque la infancia de Virginia tuvo momentos felices, particularmente durante los veraneos en Cornualles, fue en esta etapa, siendo una niña de 5 o 6 años, cuando sufrió los primeros abusos por parte de su medio hermano. A los trece, el dolor desgarrador provocado por la muerte de su madre, tan virtuosa como distante, la llevó a intentar arrojarse por la ventana. La educación de Virginia y su hermana Vanesa quedó en manos del autoritario padre, un aprendizaje muy ligado a la literatura que –sumado a la libertad de incursionar en la biblioteca– pesaría en su futuro como lectora y escritora. Después de la muerte de Leslie Stephen en 1904, otro golpe muy duro para la sensitiva joven, los cuatro hermanos –Virginia, Vanesa, Thoby (el favorito que morirá a los 25) y Adrian– se mudaron al barrio Bloomsbury, considerado dudoso por la buena sociedad, en el 46 de Gordon Square. La casa se convirtió en lugar de reunión de intelectuales y artistas dispuestos a romper límites, entre los cuales, Lytton Strachey, Roger Fry, E. M. Forster, Maynard Keynes. También visitado por Katherine Mansfield y Dora Carrington.
En 1912, Virginia se casa con Leonard Woolf, “judío sin un centavo”, un hombre que supo apreciar cabalmente su extraordinario talento y que se convirtió en una especie de cuidador a veces obsesivo de su esposa, asaltada cíclicamente por crisis depresivas desde la adolescencia. Un matrimonio singular, sobre cuya intimidad no existen precisiones, sólo conjeturas: para algunos, una asociación fraternal, para otros una relación cariñosa e incluso juguetona, que no excluía el erotismo. Lo cierto es que Leonard aceptó el intenso y duradero romance entre Virginia y la hermosa poeta Vita Sackville-West. Aunque, todo hay que decirlo, desaprobó el enamoramiento (fugaz) de Virginia a los 48, prendada de Ethel Smyth, compositora de 72 a la sazón. Pero no por razones moralizantes sino porque esta extravagante dama no le caía nada bien. El matrimonio Stephen-Woolf fundó la editorial Hogarth, donde se publicaron obras de T. S. Eliot, Freud, Mansfield y de la propia Virginia.
Genio femenino hoy indiscutido, VW se interesó vivamente por escribir como una mujer, por apartarse en sus búsquedas del patrón literario masculino, tanto en lo formal como en lo conceptual. Aunque sí establece un corte tajante: consideraba nefasta la idea de ser puramente hombre o puramente mujer. Creía, más flexiblemente, en la enriquecedora posibilidad de ser masculinamente femenina o femeninamente masculino.
AGUA FRESCA, HUMOR DELIRANTE
Para llevar a escena esta gema prácticamente desconocida de VW, María Emilia Franchignoni formó un equipo creativo de mujeres: Sofía Di Nuncio (vestuarista), Julieta Ascar (escenógrafa), Leandra Rodríguez (iluminadora) y Alejandra Flores (directora de actores). Lo hizo “como una manera de homenajear a Virginia Woolf. Quería ver cómo nos conectábamos hoy, mujeres en otro lugar de la cultura, de qué forma podíamos seguir conversando con esta propuesta tan incitante”. Después de exhaustivo casting, puesto que era difícil encontrar los intérpretes adecuados al registro de Freshwater, quedó conformado el elenco: Marcela Bea (Julia Margaret Cameron), Felix Torquist (Charles Cameron), Miguel Amestoy (George Frederick Watts), Guillermo Somogyi (Alfred Lord Tensión), Manuela Fernández (Ellen Terry), Victoria Páez (Mary) y Gabriel Schapiro (John Craig).
“Virginia Woolf fue un referente para mí desde la adolescencia”, declara María Emilia Franchignoni. “Primer texto que leí de ella: Un cuarto propio. Después, La señora Dalloway. Siempre me interesó su forma de escribir, la musicalidad de su escritura, la experimentación, los temas que atravesaban su obra. El ensayo Un cuarto... se fue convirtiendo en una especie de guía cuando a los 18 entré en la universidad, empecé a dedicarme a los estudios de género, a la performance. Volví a leer a Virginia con Florencia Garramuño que fue mi mentora en la carrera y en la tesis, precisamente sobre Cuerpo y género en el nuevo teatro argentino. Después obtuve la beca para perfeccionarme en la Tisch School of the Arts, de la NYUniversity. A medida que pasaron los años, fui leyendo toda la obra de Virginia. Cuando estuve en Inglaterra, hice un estudio exhaustivo sobre el modernismo inglés, luego escribí algunos trabajos, puntualmente sobre ella. Hace unos años, descubro que Virginia tenía una obra de teatro. Empiezo a investigar y me entero de la puesta que había presentado la directora Anne Bogart, para mí un referente de todo lo que fui estudiando en Nueva York. Luego de leer la obra, me surgió la idea de tratar de convertirla en un proyecto propio.”
Es decir, que llegás a Freshwater en las mejores condiciones: empapada de la obra de Virginia Woolf y con un corazón abiertamente feminista...
–Totalmente feminista. Esa disposición fue lo que me llevó a dirigir por primera vez. Antes había hecho trabajos como actriz, performances, cosas que tenían que ver con relatos más herméticos y fragmentarios. Para lanzarme a dirigir, necesitaba que la obra elegida remitiera a un mundo con el que yo estuviese familiarizada, del que me sintiera cercana. Freshwater me pareció un bocadillo exquisito, decidí mandarme por ahí.
Sorprende que esta pieza tan brillante y regocijante se haya representado contadas veces, que casi ni se mencione su existencia.
–Es que cayó un gran prejuicio sobre Freshwater: se la consideró un texto menor en comparación con el resto de la obra de Virginia, quedó marginada. Incluso las críticas a las escasas puestas que se hicieron no analizan el propio texto, que va más allá de los chistes internos. La obra tiene dos versiones: primero conocí la última, que es de 1935; luego supe que había una anterior, de 1923, y comprobé que había grandes diferencias. Entonces pensé que introducirle a la segunda ciertos textos de la primera iba a permitir que muchas de las referencias y de los juegos teatrales se volvieran visibles, y que el texto adquiriese una nueva densidad. Al hacer este trabajo, me convencí de que la obra podía dialogar conmigo y con el público, en este momento, en Buenos Aires.
Un diálogo que se establece a través de un humor desopilante...
–Sí, detalle muy importante porque la imagen de Virginia Woolf que trasciende habitualmente está tan ligada a la tragedia, al sufrimiento por sucesivos duelos, a sus crisis, el suicidio. Cuando en realidad, ella tenía un gran sentido del humor que se revela ya en sus primeras prácticas literarias, también más tarde en el Diario de una escritora. Y en obras como Flush y Orlando, claramente satíricas. La diferencia es que en Freshwater ese humor está puesto en primer plano. Todo lo que es la tensión entre el relato ficcional y el biográfico está muy presente en la construcción de esta pieza teatral, en su historia. Hay una compresión del tiempo, hechos biográficos de estos personajes reales que están puestos, compaginados temporalmente como si sucedieran en un día: una condensación del tiempo histórico puesta al servicio de la ficción. También hay un montón de referencias al grupo de Bloomsbury.
En esta obra hay una burla irreverente y muy graciosa a esa autoconciencia masculina de grandeza, a esa tendencia a los títulos que aún persiste: el Artista, el Poeta, el Filósofo. Mucha pompa y circunstancia por parte de los varones. Una crítica muy fuerte para la época, proviniendo de una mujer.
–Muy atrevida, sí. Está expuesto todo lo que tiene ver con la autoridad de los hombres mayores y con la situación de inferioridad de las mujeres de cualquier edad. En Freshwater ellas se rebelan, cada una a su manera: la joven guardia, Ellen, se pone los pantalones y nunca más llevará el velo ni representará la Modestia en un cuadro.
Justamente este personaje recibe un flechazo en una situación de delirante romanticismo.
–Lo más alucinante de Fresh... es que nada escapa al ridículo, porque precisamente esa escena de amor exacerbada es también una sátira a ese clásico de la ficción donde la gente primero se enamora y después se conoce. Puro disparate, con Ellen recogiendo prímulas en el sendero, él saltándole por encima con su caballo y tirándole una nota que ella ataja y de inmediato cae enamorada.
Esa primera imagen de Charles, el marido de Julia Margaret Cameron en manos de su mujer que le lava la cabeza, mientras que la criada Mary hace lo propio con la gran barba, es un cuadro contundente de la incapacidad masculina en materia doméstica. Hace pensar en Leslie Stephen, el padre de Virginia, siempre con mujeres a su servicio.
–Creo que en la figura de Charles Cameron hay una confluencia entre la figura paterna en general, y en particular la de Virginia. A la vez, algunos trazos aluden al marido de la escritora, especie de padre protector. Por ejemplo, el mono tití remite al que tenía en esos tiempos de mascota Leonard Woolf.
Los personajes femeninos son los más zarpados, no se toman nada en serio.
–Ella son las más amorales, por decirlo de alguna manera. El personaje de Mary, la criada –que al final dice muy fresca que se va a casar con un conde y se va a ir a vivir a un castillo– representa la otra mirada, que echa luz sobre la excentricidad del resto de los personajes. Entre las cosas que me interesaban de Fresh, una obra plagada de citas, están los juegos teatrales que propone, como el monólogo de Ellen, para mí inspirado en el texto de Nina de La Gaviota, de Chejov.
Por momentos, el delirio se vuelve surrealista, evoca a Lewis Carroll. Aquí vale recordar que Julia Cameron fotografió a Alicia Liddell de adulta...
–La verdad es que se pueden encontrar relaciones muy intrincadas. Estamos hablando de nonsense comedy, que traduje: comedia absurda. La literatura nonsense está muy relacionada con la cultura victoriana. Quería rescatar algo de ese mundo que tiene componentes tan lúdicos, tan teatrales.
Podrías haberle puesto a Freshwater una canción de María Elena Walsh...
–Es que el nonsense está siempre rozando el lugar infantil, más libre. Creo que el lugar del actor está allí, en volver a conectarse con una actitud más asociativa, de juego, más irracional. Esa es la apuesta del texto: escribir contra la escritura del padre, ir hacia ese espacio más irracional, más intuitivo.
¿También se podría decir que se trata de una comedia lunática?
–Relunática; Charles Cameron habla constantemente de la luna. Y fijate que en un texto de Chesterton en defensa del nonsense, él dice que la patrona de este género es la luna. En la puesta, está la luna ahí colgada. El disparate está circulando todo el tiempo en Freshwater, mucha relación con lo arbitrario.
¿Y con lo femenino?
–Desde ese lugar de la cultura, sí. Julia hace mucha referencia al sol. Ella es la orquestadora, el personaje en torno del cual pivotea la obra. El marido es un satélite alrededor de ella. En realidad, las mujeres son las que van tejiendo, estructurando el relato. Ellen es la que opera y se va, su huida arma el conflicto. Me interesó que la obra fuese una crítica muy concreta a ciertas convenciones victorianas con las que Virginia siempre se peleó. Pero, por otra parte, hay un rescate, un gesto amable hacia todos los personajes. No hay maniqueísmo, no es reduccionista. Virginia rescata la figura excéntrica de Julia y la establece –en otros textos– dentro de su panteón, de la genealogía en la cual quiere inscribirse.
¿Se podría arriesgar que Virginia inspiró a Eugene Ionesco, quien interpretó Freshwater en París 1982 y en Nueva York 1983?
–Estoy de acuerdo, he pensado en esa relación no sólo por la lógica de la obra que se puede asociar al posterior teatro del absurdo de Ionesco, sino también con algunos ensayos de Virginia. Me quedé con ganas de investigar esta relación. Con humor respecto de este parentesco teatral, Virginia vendría a ser como la hermana de Shakespeare.
O la tía de Ionesco...
–Que Freshwater es un precedente del teatro del absurdo, no se puede negar.
¿Cómo no va a seguir hablándonos en este siglo Virginia Woolf, una escritora y pensadora tan genial, tan adelantada a su tiempo, tan progresista en su feminismo, en su pacifismo? Entre sus obras maestras tenemos el Orlando, concebido y escrito en los años ’20, cuando ni remotamente se hablaba de lo trans, de estética queer, de fronteras difusas entre femenino y masculino... Y ella imaginó la historia perfecta para darle forma a estos planteamientos,
–Orlando es una obra absolutamente maravillosa, y pone como sujeto y protagonista a un trans. Y en el lugar más canónico, esto es lo interesante, arriesgado, superactual. Cuando empecé a comentar que iba a dirigir una obra de Virginia, me preguntaban si se trataba de ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, un título de Albee que ha incidido en la figura de ella. Hay un temor a Virginia Woolf como hay un temor al feminismo, en una sociedad tan machista como la nuestra, todavía provoca inquietud cuando decís que sos feminista, como si la palabra involucrara un ataque, existe ese equívoco. Y la figura de Virginia Woolf carga con ese preconcepto para lo que no conocen bien su obra. También están los que lo identifican con la escritora narigona de Las horas, con esa Nicole Kidman burdamente afeada. Vale pensarlo como construcción para el gran público de una escritora feminista, cuando en verdad Virginia tenía una belleza personal y delicada. Muy diferente, en este caso a favor, la elección de Tilda Swinton para el papel de Orlando en la película de Sally Potter que adapta con inteligencia y fidelidad la novela. Por Moira SotoFuente: Página/12