Una parte más de la navidad. Algo que todo el mundo disfruta. Algo que parece muy pequeño, pero que a la vez es muy grande. Y, lo que es mejor, una de las pocas cosas que es mucho más bonito dar que recibir. Porque no hay dinero en el mundo que pueda pagar unos ojos abiertos como platos y una gran sonrisa.
Aunque, poco a poco, la esencia de la navidad se está perdiendo. Llamadme aguafiestas si queréis, o tradicional. Un viejo de viejos pensamientos encerrado en el cuerpo de un joven, no me importa. Los regalos no se miden por lo grandes o pequeños que son, ni tampoco por lo que cuestan, sino por su intención. Y, por mucho que la gente se empeñe, no son algo que has de dar por obligación. Porque siempre se ha hecho así, por compromiso. Por quedar bien.
Pero, al final, todo esfuerzo tiene su recompensa. De alguna forma, eso es lo bonito de la navidad. ¿A quién no le gustan las sorpresas? Buenas o malas, pero sorpresas. Casi siempre buenas, autoengañarse no sirve de nada. Los regalos envenenados ya no se llevan.
Como bien dije, lo que debería de contar no es tanto acertar o no con el regalo, sino la intención con la que se hace. Y si es bueno, todos contentos. Y si es malo, por lo menos nos reímos un rato, porque la vida hay que tomársela con humor.
Y ahora, en estas fechas tan mencionadas e importantes para los regalos, estoy seguro de que veréis las cosas de otra manera. O por lo menos intentarlo, que es gratis.
Toma la iniciativa.