Regreso a los veranos de Pineta (III)

Por Benjamín Recacha García @brecacha

Circo de Barrosa   Foto: Benjamín Recacha

Una de las excursiones más bonitas y, sin embargo, menos conocidas, que se pueden hacer en el entorno de Bielsa es la del circo de Barrosa. Hacía como siete u ocho años que no íbamos, y como se trata de un recorrido muy accesible pensamos que a Albert, que a sus cuatro años ya nos ha demostrado sobradamente que tira mucho en montaña, le gustaría.

La pista comienza en el margen izquierdo de la carretera que conecta con Francia, ya ascendiendo hacia el túnel fronterizo Bielsa-Aragnouet, justo antes de llegar a Hospital de Parzán. Hay que aparcar al inicio de la pista, y es este primer tramo de camino el más incómodo, pues aunque es ancho tiene una pendiente bastante pronunciada.

“Papá, estoy cansado”. Apenas cinco minutos de ascensión, ni siquiera habíamos llegado al ingenioso cable aéreo (al que bautizaron con el ignoro si muy o muy poco minero nombre de Luisa) por el que bajaban el hierro, el plomo y la plata que un siglo atrás se extraía de las minas de la Sierra de Liena, y las cortas piernas de Albert empiezan a notar el desnivel… Total, que toca tirar de imaginación para motivarlo a seguir: nos agenciamos un bastón de montañero cada uno y le digo que es muy probable que al final de la excursión encontremos vacas y caballos pastando. “¡Vamos a ver los caballos!” El cansancio desaparece de golpe. Evidentemente, lo primero que hace es coger un buen puñado de hierba para dar de comer a los animales.

Río Barrosa Foto: Benjamín Recacha

Pronto la pendiente se suaviza y el camino se va estrechando a medida que se acerca al saltarín río Barrosa y sus aguas color esmeralda, que ya no perderemos de vista a nuestra derecha, y empiezan a aparecer al fondo las moles calcáreas que rodean el valle, entre las que sobresale el pico de la Munia (3.133 m.).

La Munia… Recuerdo que su sola mención producía “terror” en mi mente adolescente. La Mordor de la idílica Tierra Media de Pineta… Vale, exagero un poquitín. Si Marboré y su lago helado era lo máximo a que podía aspirar un veraneante medio, los lagos de la Munia eran lo máximo y un poco más. “Uf, la Munia… Es mucho peor que Marboré”, nos advertían quienes habían ido, que se ve que era cierto, que había gente que había subido y había sobrevivido para contarlo… Pero, ¿cómo podía haber algo más agotador que subir a Marboré? Bueno, sí, Monte Perdido, el collado de Añisclo… Pero esos retos pertenecían a otra liga. Total, que un día tocó la Munia.

Nos colgamos el anillo único del cuello, dispuestos a arrojarlo a las profundidades del lago, y ciertamente, durante un buen tramo el paisaje recuerda a Mordor: ni un árbol, ni un miserable matorral. Sólo piedras y más piedras, y enormes montañas de roca pelada… Pero al final, tras varias horas de agotadora caminata, ahí están los lagos…

Río Barrosa con el pico de la Munia al fondo Foto: Benjamín Recacha

Y ahí seguía, tantos años después, el pico de la Munia dominando el paisaje, acompañado de impresionantes paredes que sobrepasan con mucho los mil metros casi en vertical para formar uno de los paisajes más bellos y salvajes del Pirineo.

La de Barrosa es una excursión deliciosa. Apenas hay tránsito y la vista se deleita con las montañas, el río, los bosques de pino negro, las flores, el cielo de un luminoso azul intenso, los torrentes y saltos de agua que descienden por todas partes, el verde de la alfombra que cubre las praderas y el sotobosque, y de las omnipresentes matas de frambuesa… En qué momento se me ocurriría decirle a mi hijo: “Mira, eso son frambuesas. Están muy ricas”. “Ah, pues yo quiero frambuesas”. Y todo el camino buscándolas.

Al principio, donde las matas se encontraban a la sombra de grandes árboles, las deliciosas bayas estaban aún verdes, pero a medida que ganábamos altura y los bosques frondosos dejaban paso a una vegetación más esponjada empezamos a encontrarlas maduras, con ese color rosa tirando a rojo que dice “cómeme”. Y claro, fue probarlas y Albert ya no dejó de repetir “quiero más frambuesas”. Apuesto a que más de uno/a sabéis por propia experiencia cómo puede ser de insistente un niño de cuatro años.

Así, parándonos a cada cuatro pasos a examinar las matas, la excursión prometía sobrepasar con mucho las dos horitas, así que le dijimos al monstruo de las frambuesas que los caballos y las vacas nos esperaban y por un rato su mente se concentró en el nuevo objetivo (bueno, en realidad se trataba del original).

Laderas de pedriza, hogar de las marmotas en Barrosa   Foto: Benjamín Recacha

A medida que nos aproximamos al circo a nuestra izquierda aparecen las laderas de pedriza, con incontables rocas caídas por el efecto de milenios de erosión. Es el hogar ideal de las chillonas marmotas, siempre alerta ante cualquier invasor. En esta ocasión nos costó verlas. No dejamos de escuchar su inconfundible chillido, combinación de grito y silbido. Durante años creí que se trataba del piar de un águila, hasta que en cierta ocasión asistí en directo a la interpretación de la marmota.

Por fin llegamos al circo, ya casi sin árboles, pero con enormes extensiones de pradera. Pasto verde y fresco para vacas y caballos… “Papa, ¿dónde están los caballos?” “Pues no sé, hijo, parece que no están aquí. Deben haberlos llevado a praderas más altas”. “¿Y por qué?” “Pues porque allí la hierba está más jugosa”. “¿Y por qué?” Sí, está en la fase del por qué. Prometo escribir un post sobre ello próximamente.

Nos sentamos a comer en la hierba mientras nos maravillábamos con el paisaje, paseando la mirada por doquier, disfrutando de la calma y del silencio, y a eso que mirando ladera arriba me encuentro con una figura que no puede ser otra cosa que un sarrio/rebeco, el escurridizo y desconfiado rey de estas montañas. Efectivamente, se trata de una familia de sarrios que ha bajado en busca de pastos verdes. Contamos hasta cinco ejemplares, a unos 200 metros de distancia. Nos observan con precaución, pero no huyen. No deben considerarnos un peligro inminente. Tras unos minutos de observación mutua decido acercarme montaña arriba, a ver si puedo hacerles algunas fotos en las que se aprecie que, efectivamente, son animales y no unas inclasificables manchas oscuras.

La prueba de que, efectivamente, eran sarrios   Foto: Benjamín Recacha

Y ahí me tenéis, avanzando agazapado, procurando no hacer ruido, intentando quedar fuera de su campo de visión… Y cuando me giro, ahí está Albert, retozando cual sarrio tras mis pasos. “Papa, ¿qué haces?” “Chssssst… que se van a ir”. Finalmente, parapetado tras una roca, y después de convencer a mi hijo de que espere sentado unos metros más abajo, consigo hacer las fotos (lástima no tener un buen objetivo). Cuando me giro para recoger al peque y volver con mamá, él ya marcha ladera abajo, con unos andares de lo más despreocupados… Hay qué ver cómo son los niños. No dejas de sorprenderte por su capacidad de aprender, de desarrollar habilidades que creías todavía fuera de su alcance. En una situación así la razón te dice que tienes que reñirle por no hacerte caso en un lugar que podría resultar peligroso… pero no puedes evitar que se te escape una sonrisa, mezcla de admirada sorpresa y de orgullo por ver que el pequeñajo ya hace las cosas que tú hacías a una edad que recuerdas mucho menos precoz.

Albert, el pequeño montañero   Foto: Benjamín Recacha

Después de comer y de hacer las últimas fotos, empeñado en capturar la belleza y la abrumadora sensación de inmensidad del lugar, cosa del todo imposible, decimos adiós a los sarrios, que seguían allí, y a las escurridizas marmotas, y emprendemos el camino de vuelta con el depósito de energía vital lleno hasta el máximo.

Leyendo ‘El viaje de Pau’ a los pies de la Munia   Foto: Lucía Pastor

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