Reino Unido, al borde de un abismo que no parece tener fondo

Publicado el 28 marzo 2017 por Polikracia @polikracia

Este año se celebra el 60 aniversario del Tratado de Roma, por el que seis naciones europeas inauguraban un camino conjunto hacia un futuro no de hostilidades sino de unión. Desde las últimas décadas del siglo pasado, numerosos países han entrado a formar parte de este espacio común europeo y muchos otros, incluida la siempre controvertida Turquía, han mostrado su deseo de hacerlo. La UE, con sus luces y sus sombras, constituía el ideal al que todos aspiraban y que todos ambicionaban. Nadie hubiese podido imaginar que, pocos años después, su mera existencia estaría amenazada. De hecho, en ningún momento previo al Tratado de Lisboa se había contemplado la posibilidad de salida de un Estado de la UE. Y hoy, a pocos días de que Theresa May desencadene el que sin duda va a ser un turbulento proceso, analizamos algunas de sus implicaciones.

En primer lugar, que el derecho europeo regule el procedimiento para la salida de un Estado miembro de la UE es considerado por algunos una aparente muestra de debilidad. Supone, dicho de otro modo, admitir que el proyecto europeo pueda no ser definitivo. Aunque esto sea cierto desde una perspectiva ideal, una visión más realista nos conduce a pensar que es algo necesario. En cierto sentido, disponer de un marco jurídico establecido suaviza una coyuntura que es ya de por sí complicada.

El artículo 50 del Tratado de la UE somete el proceso de salida a la legislación europea, evitando así la alternativa subordinación al régimen de derecho internacional. La cuestión no es trivial y de ella se derivan dos consecuencias primordiales. Por un lado, obliga al Reino Unido a llegar a un único acuerdo con la Unión en lugar de varios bilaterales, lo que sin duda favorecería su capacidad negociadora. Si, por ejemplo, la intención del Reino Unido fuese mantener la libre circulación entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda, tendría más posibilidades de conseguirlo negociando directamente con Irlanda en lugar de con el conjunto de la Unión. Además, el acuerdo alcanzado será una disposición de derecho europeo y, por tanto, revisable por el Tribunal de Justicia de la UE (TJUE), que previsiblemente lo anulará si contradice los principios básicos de la Unión.

Theresa May habla sobre el Brexit en una cumbre europea

Los objetivos de May en el proceso parecen claros: mantener al Reino Unido en el mercado único, evitar la libre circulación de personas y la jurisdicción del TJUE, así como recuperar autonomía en materia de política comercial. Pero, ¿qué tipo de acuerdo se forjará entre el Reino Unido y la UE? Según un estudio de la Cámara de los Lores, son varias las alternativas.

Una primera opción sería que el Reino Unido pasase a formar parte de la Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA, por sus siglas en inglés), situación en la que se encuentran países como Noruega o Suiza. Esta solución aseguraría la permanencia del país en el mercado único y evitaría la jurisdicción del TJUE. El problema es que el EFTA exige el respeto de las cuatro libertades europeas –mercancías, personas, servicios y capital–, por lo que la libre circulación no se podría eludir. Asimismo la pertenencia a esta asociación impediría que la política comercial británica fuese completamente autónoma, continuando vinculada a los acuerdos firmados por la UE. En este contexto, el Reino Unido pasaría a ser simplemente un destinatario de las políticas acordadas en la UE, pues no podría participar en el proceso de toma de decisiones.

En segundo lugar, se podría establecer una unión aduanera entre el Reino Unido y la UE, como la existente entre la Unión y Turquía. De esta forma, el país quedaría desvinculado de la jurisdicción del TJUE y evitaría la libre circulación de personas. Este acuerdo resulta oportuno para las relaciones turco-europeas, puesto que su principal ámbito de actuación es la libre circulación de mercancías. Sin embargo, esto no sería apropiado en nuestro caso, que tiene en los servicios su principal centro de atención. Los inconvenientes que afectan a las principales empresas de la City londinense, no serían, por tanto, solucionados con este tipo de vínculo. En cualquier caso, la política comercial británica se vería limitada.

Otra opción, la más disruptiva, consistiría en el establecimiento de una relación basada en los estándares de la Organización Mundial del Comercio (OMC). La OMC tiene como idea básica el principio de no discriminación, denominado trato de la nación más favorecida. Según este, las condiciones más favorables concedidas a un determinado país deben otorgarse al resto de los participantes en el sistema. La OMC proporcionaría al Reino Unido una línea de referencia en materia de los aranceles aplicables en sus relaciones comerciales con la UE. De forma que, en caso de querer reducirlos – sin un acuerdo previo de libre comercio entre ellos – deberá aplicar esa reducción al resto de países de la OMC, lo que sería inviable.

Por último, cabría la posibilidad de firmar un acuerdo de libre comercio como el que ha entrado en vigor este año entre la UE y Canadá. Esta sería, quizás, la alternativa más beneficiosa para el Reino Unido, puesto que se trata de un acuerdo confeccionado a medida. Le permitiría conservar las ventajas de la pertenencia a la UE –como la libre circulación de mercancías y servicios–, así como alcanzar sus otros objetivos: una política comercial completamente libre y evitar la jurisdicción del TJUE y la libre circulación de personas. Pero este tipo de acuerdo tiene dos problemas fundamentales: el poco tiempo disponible para las negociaciones y la reserva de algunos miembros a permitir un pacto que favorezca al Reino Unido.

La Primera Ministra Británica junto al Presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker

Desde el momento en que Theresa May notifique la intención de iniciar el procedimiento de salida, el Reino Unido se embarcará en una carrera contrarreloj. El país tendrá un periodo de dos años para llegar a un acuerdo que, de no concluirse, acarreará consecuencias desastrosas. En tal caso, allá por marzo de 2019, todos los tratados europeos dejarán de tener efecto en el Reino Unido, sus empresas perderán el acceso al mercado único y tanto los ciudadanos británicos viviendo en la UE como los europeos en el Reino Unido ya no tendrán derecho a hacerlo.

Ello supondría una suerte de ‘Brexit duro’ – más perjudicial para el Reino Unido que para la UE –, cuya amenaza sobrevolará las negociaciones. Esto presionará al país británico para aceptar el acuerdo, incluso en caso de no ser tan ventajoso como desearía. Dos años pueden no ser suficientes para concertar todos los detalles de un acuerdo de semejantes dimensiones – por ejemplo, el mismo tratado de libre comercio entre la UE y Canadá ha supuesto siete años de negociaciones y recopila más de 1.500 páginas de texto –. A todo esto se le añadirán los problemas derivados del posible recelo de algunos países a negociar en tales condiciones con el Reino Unido.

Tanto la primera ministra británica como los demás ministros de su gabinete no dejan de afirmar que conseguirán un buen trato. La interdependencia económica que existe entre su país y la UE es manifiesta, por lo que un acuerdo de libre comercio redundaría en beneficio de ambas partes. El problema es que la UE tiene en mente algo más que el mero beneficio económico del acuerdo. Su misma supervivencia está en juego. El mercado único se nutre de la lealtad y de la cooperación de los Estados miembros. Si permiten que el Reino Unido logre a un acuerdo demasiado cómodo, abrirán la puerta a que otros miembros de la UE codicien la salida. En una Europa en la que los partidos euroescépticos tienen cada vez más peso, la UE tiene en estas negociaciones un interés existencial.