Relato

Por Nesbana

El nerviosismo alimentaba el ambiente en aquella extraña noche estival, los cuerpos se deslizaban por los resquicios del espacio ante la inseguridad y la falta de dirección; yo trataba de introducirme por uno de esos huecos, el más temido, el más deseado: el que me pertenecía. ¡Qué pesadumbre saber que yo pertenecía a ese lugar, que estaba puesto ahí de antemano! Aquel lugar ignoto, inhabitado y bañado por un ejército de estrellas dispuestas a dar luz incluso a las más temibles oscuridades que se cernían…

Los pasos polvorientos del camino habían ido tejiendo esa malla de incertidumbre y seducción. Lo sabía. Sí, ese momento se había construido con la dulzura y la evasión semanas atrás; por desgracia, había llegado. El nerviosismo y la instalación definitiva dieron paso a la triste y trivial costumbre que no hacía sino atrasar el final, prolongar mi cruz. Era una historia repetida: la mente en blanco, cuerpos alineados, nada que perder ni nada que ganar; todo un mundo por descubrir y por destrozar, escapadas furtivas no realizadas, la inocencia sentida y perdida, derramada. La dichosa estación tenía que sufrir de nuevo ese tormento en mis carnes; mi capacidad de voluntad se había evaporado, mis extremidades entumecidas y mi habla sesgada.

Llegó. Era como entrar en una estancia preparada, era el castillo que K. tanto tiempo había aspirado a contemplar: sus laberintos eran borrosos, sus paredes tenían inscripciones ilegibles, los ecos que se escuchaban no conseguían formar palabras humanas, su naturaleza era extranjera; el castillo únicamente atraía al visitante para dar un paseo del que nunca se saldría, un camino sin retorno, sin instrucciones. Llegó. Era el lugar más esperado, la calma se había impuesto y las sombras habían cesado su murmullo. Llegué. Y todo terminó.