La niña, abrazando su muñeca de trapo, su mejor amiga en la vida, observaba fascinada el maravilloso espectáculo de luces y colores que daba el atardecer sobre las montañas, allá en el horizonte.Qué bonito es, le decía a su amiga y confidente, la muñeca de eterna y vacía sonrisa que permanecía siempre en sus brazos.Un día, dos hombres aparecieron en el valle, y la niña se alegró. Ahora otros verían la belleza del atardecer y se deleitarían con su magia.Pero la pequeña se sorprendió al ver que los hombres ignoraban el espectáculo maravilloso, como si no lo vieran. Caminaron el uno hacia el otro con semblante duro y se detuvieron a la vez, a cierta distancia, enmarcando así el atardecer. Se midieron desde allí, con los objetivos por delante y el odio en la mirada.Desde el lugar de niña que abraza a su muñeca, ella no entendía el por qué de la tensión de esas miradas que ardían con el frío fuego del desprecio, de los puños apretados con los nudillos blancos, de las armas empuñadas con toda la fuerza del desdén.Desde su comprensión límpida y transparente como el más puro cristal, para ella no tenían mayor importancia el petróleo, los territorios, el poder o el oro. Para ella, si cada uno tenía un dios y un credo, ¡tanto mejor!, más cuentos que contar en las tardes lluviosas.Para la niña aquello era obvio, así que no podía entender por qué los hombres se miraban así en el preámbulo de una lucha, teniendo tanta belleza y tanta magia que contemplar.¡Adultos!, suspiró con infinita paciencia, siempre preocupados por tonterías.Los dejó estar con sus excentricidades, pensando que, algún día, un adulto se sentaría junto a ella y vería lo que ella veía. Siguió mirando la maravilla enmarcada por la madurez de los dos hombres enfrentados.De pronto se movieron ambos a una, alzando sus espadas. La niña dio un respingo.¡No, no!, les dijo, ¡no hay que pelear, mirad la magia, la belleza!Pero los hombres apenas la miraron. Sólo era una chiquilla, ¿qué iba a saber ella del honor, del poder y las riquezas?La pequeña los vio correr el uno hacia el otro, gritando por todo lo que los había llevado allí: por el oro, el territorio, por los dioses en los que creían.Fueron acercándose, cerrando el atardecer en un marco cada vez más pequeño, hasta que al fin sus cuerpos chocaron en combate y cubrieron la maravilla, la magia y la belleza.
Y la niña lloró, sabiendo que nunca volvería a verlo.