No estoy segura si lo he contado antes aquí en el blog, porque con toda seguridad se lo he contado a mis amigos y a quienes han leído : y es que me dan un poco de miedo los aviones. Bueno, la verdad, no los aviones, sino el momento del despegue. Me vuelvo un manojo de nervios que sopeso de distintas maneras: escucho música, muerdo un chiclet con furia y constancia, cierro los ojos, aprieto los puños y le presto mucha atención a lo que dicen las aeromozas. Aunque creo que igual todo eso no me sirve de nada. Elegir el viaje como forma de vida y tener miedo a volar, puede ser contradictorio, pero así somos los viajeros: un manojo de ironías que, a veces, ni nosotros mismos nos creemos. Antes, mucho antes de este instante, yo no sabía de estos temores, pero hay un por qué y se los voy a dejar aquí.
Los Roques, Venezuela
17 de junio, 2012
La avioneta despegó sin premura y se elevó lo
suficiente como para tener una visión amplia del puerto de
La Guaira que ya íbamos a comenzar a dejar atrás. Éramos
ocho pasajeros y el piloto. No era difícil darse cuenta de que
no ganábamos altura e intenté recordar, sin darle mucha
importancia, si así de bajo volaban esos artefactos.
Pero de repente, una sacudida a menos de dos minutos
del despegue, nos hizo saber que algo no estaba bien. No solo
lo supimos de inmediato, sino que lo sentimos en el ruido de
los motores, de las hélices, de los nervios ya puestos en los
controles que el piloto movía con rapidez y de ese llamado
por radio a Maiquetía -el aeropuerto- que nos hizo dar la
vuelta con dificultad, mientras la avioneta se iba en picada
en cada intento y solo se elevaba nuevamente cuando se
lograban encender los motores. Nadie habló, lo recuerdo
bien. Nadie se alteró porque el miedo se convirtió en silencio.
Horas después confesaría que me veía a mí misma nadando
hacia la orilla después del impacto y alguien más -calibrando
sus posibilidades- solo alcanzó a pensar que su portátil se
iba a mojar y no había hecho un respaldo de los archivos.
Lo cierto es que el piloto aterrizó, con los motores
apagados, con una calma propia de quien hace esa maniobra
a diario. Nos bajamos de la avioneta, como quien se baja
de nuevo a la vida. La risa nerviosa, el estómago apretado.
Nadie más quiso volar ese día. Nadie más a excepción de las
tres personas que hoy llegamos a Los Roques este domingo,
seis horas después del incidente. Otra avioneta, otro piloto,
otra suerte.
[ La sensación de caída es un vacío en el estómago,
un vilo infinito. Se convierte en puños apretados,
en ojos cerrados, en oraciones. Desde entonces, cada
vuelo es retroceder a ese instante y es ahí cuando
recurres a atajos: la música, contar cuántas veces
masticas el chiclet, ver con atención a la aeromoza
quien con la vista fija en la nada te cuenta cómo
salvarte la vida. Ya no suelo mirar por la ventanilla del
avión mientras despega. ]
Este texto fue publicado en mi libro "Mapa reverso [retazos de viaje]" en noviembre de 2017. ¿Y tú? ¿tienes miedo a volar también?