Así pues, dado que no había sido posible encontrar a las bestias de forma tradicional y que los magos no querían saber nada, reunió todos sus ahorros y se internó en los bajos fondos para encontrar a algún brujo que pudiera ayudarla.
Por tener tratos con un brujo se arriesgaría a la horca, pero, si no la descubrían y le salía bien la jugada, siempre podía inventarse cómo había llegado a hacerse con el pegaso. Además, no pasó demasiado tiempo con el hechicero oscuro: solo lo suficiente para que le diera una poción aceleradora y otra para transportarse sobre la grupa del animal.
Con eso, y con la equipación para domar caballos que había mangado a los jinetes terrestres, cuyos métodos había estudiado con detenimiento, se marchó con su grifo sin decir nada a nadie y se internó en la cordillera de Aliene.
Indicó a su montura que debía graznar cuando viera a un pegaso y, cuando este lo hizo, se tomó la poción de aceleración. Por fin pudo ver el vuelo del pegaso: aleatorio, pero sobre todo rápido. Tanto, que incluso con la poción de aceleración tenía dificultades para seguirlo. Entonces, la criatura la miró a los ojos y percibió una gran inteligencia.
Esa mirada le transmitió que nunca lograría domar al pegaso y que todos sus esfuerzos habían sido en vano. Gadais frunció el ceño. Había escapado con su grifo convencida de que, a su vuelta con el pegaso, la tratarían como una heroína y olvidarían su pequeña falta. Si volvía con las manos vacías, lo mínimo que podía pasar era que la degradaran.
Se negaba a aceptar la derrota, así que agarró el equipo de doma y se bebió la segunda poción. Duró menos de medio segundo sobre la grupa de la criatura, demasiado lejos para que su grifo pudiera rescatarla. Este, al ver a su jinete estampada contra las rocas, simplemente dio la vuelta y volvió a casa. Con suerte, le asignarían a otra humana que le apreciara más.
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