Tomás estaba destrozado. Llevaba dos días sin salir de casa, apenas había comido y no había parado de llorar. Nunca se había sentido tan solo como en este momento. A lo largo de su vida no había hecho muchos amigos, pero su madre y David siempre habían estado a su lado. Ahora se encontraba completamente solo. Se sentía la persona más insignificante del mundo. No le importaba a nadie y estaba seguro de que si moría en ese mismo momento nadie le echaría de menos. Toda su vida había sido un auténtico infierno. Intentaba recordar algún momento feliz, pero no era capaz de encontrar ninguno. Se preguntaba que había hecho el para merecer aquello. Debía haber cometido un pecado muy grande en otra vida para que le estuvieran castigando de una manera tan cruel en esta.
Tomás permaneció durante horas tumbado en el sofá sin moverse. Cuando ya estaba anocheciendo se incorporó hasta quedarse sentado. Después se levantó y se dirigió hacia su dormitorio. Una vez allí, deshizo la cama, cogió la sábana y la enrolló haciendo un nudo para utilizarla como una soga. Caminó hasta el salón y se subió sobre una silla. Pasó la sabana a través de la lámpara del techo, la ató y tiró de ella para comprobar que aguantaba su peso. Una vez que se aseguró de que la lámpara no se descolgaría, se puso la soga alrededor del cuello. Estaba decidido a hacerlo. Ya no tenía nada que perder. Rogó que si estaba cometiendo un error le enviaran una señal que le hiciera cambiar de opinión y no quitarse la vida. Esperó unos segundos. Nada. Estaba decidido. Estaba a punto de saltar, pero entonces comenzó a sonar el teléfono.
Tomás se quitó la soga del cuello y bajó de la silla. Quizá esa era la señal que esperaba. Caminó hasta la mesa del salón donde estaba su teléfono móvil y lo cogió. Era un número desconocido. Descolgó y se colocó el teléfono en la oreja. Lo que escuchó al otro lado de la línea le dejó completamente paralizado. Dejó caer el teléfono al suelo mientras se oía una voz al otro lado que preguntaba a Tomas si seguía ahí. Aquella voz era la de una enfermera. Le llamaba del hospital donde habían ingresado a su madre hacia tan solo un par de horas debido a un ataque al corazón. Habían hecho todo lo posible, pero al final había fallecido. Su madre no había podido soportar la muerte de su padre.
Tomás caminó hasta la silla y se subió en ella sin decir una sola palabra y sin derramar una sola lágrima. Se colocó la soga alrededor del cuello y se dejó caer. Sus piernas golpearon la silla mientras se agitaban en el aire haciéndola caer al suelo. La soga comenzó a apretar su cuello cada vez más mientras Tomas sentía como empezaba a faltarle el aire.CONTINUARÁ...
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