Hace una noche de perros, como decía mi madre. Oscura. Pero de esa oscuridad fría que parece que lo mira a uno como la amenaza de monstruosidades olvidadas. Un viento antipático me zarandea y me hace agachar la cabeza y esconder las orejas bajo las solapas de la chaqueta. Algunas nubes se arrastran por el cielo, nerviosas e inquietas, tiznadas suavemente por la enfermiza luz de una luna casi apagada que les da un cierto aire de maldad. Como si tramaran algo, como si huyeran o cobijaran algún terror acechante entre las sombras que proyectan sobre mí.
Toda esta atmósfera turbia y siniestra la está generando mi cabeza imaginándose miedos donde no hay nada. No hay nada a mi alrededor. Solo yo. Aprieto el paso como cuando de niño recorría por la noche el pasillo de camino al baño. Aprieto también las manos agarrando las solapas de la chaqueta como si así fuese a tener menos frío. Aprieto hasta que mis nudillos se ponen blancos. Es inútil. El frío no está solo ahí fuera revolviéndome el pelo. Está dentro de mí, se me acaba el tiempo. Está en mis huesos entumecidos. Está en mi estómago encogido.
Como una polilla nocturna me acerco a la luz fluorescente del establecimiento de comida rápida. La calle está desierta. Iluminada por una hilera de farolas de mortecina luz amarillenta no se ve ni su final ni el más mínimo rastro de vida. De no ser por este local cualquiera pensaría que el pueblo está muerto y abandonado. Entro sin ni siquiera echar antes una ojeada al interior. Tengo tanto frío que casi me da todo igual. De hecho, recuerdo que me da todo igual, solo quiero poder tomarme algo caliente que me entone el cuerpo. Pena que en estos sitios tan infantiles no tengan vodka.
Me quedo parado a medio camino entre la puerta y el mostrador, observando. No hay absolutamente nadie. La blanca luz es tan fuerte que casi me ciega. Es un establecimiento de tipo franquicia, con unos bancos mullidos que invitan a sentarse y el suelo alfombrado de baldosas de colores. Todo está tan limpio que parece nuevo, desde el suelo hasta la máquina del café. Café. Huele a café y a pan tostado, a suelo fregado y a bollería de recámara. Puedo escuchar el zumbido de la máquina. En los altavoces suena la inocente música pop de moda, supongo.
En las paredes hay carteles relajantes y felices y pósteres con las ofertas de turno. Todos los colores del local coinciden con la armoniosa línea de marca de la franquicia. Sobre el mostrador están los carteles retroiluminados en donde veo los listados de menús, complementos de menú, postres, desayunos y, por supuesto, ¡Novedad! ¡Pruébalo!
Hay una cierta inocencia en todo esto. Una colorida pulcritud aséptica y cálida. El local está revestido de amabilidad y normalidad, como si allá afuera no hiciera un tiempo de mil demonios con vientos lúgubres recorriendo las cetrinas calles abandonadas. Trago saliva aturdido por tanto contraste y miro a mi espalda. La puerta se ha cerrado sola con tanta suavidad que ni me he enterado.
Me acerco a la brillante barra, parece recién pulida, y sale de alguna parte una chica muy joven con una sonrisa encantadora. Me mira fijamente mientras camina apresuradamente hasta la caja desde la que va a tomarme el pedido. Ni siquiera repara en el desastrado aspecto que yo pudiera tener. Es como si me mirara pero no me viera.
—Buenas noches —me dice siempre sonriente—. ¿Ha decidido ya qué desea tomar?
Intento sonreír. Tengo la cara agarrotada y solo consigo transformar mi rostro en una torpe mueca extraña y retorcida. Dudo mucho que ella logre ver la sonrisa de respuesta que pretendo.
—Café —gruño—. Largo.
Ella marca algo en el terminal.
—Muy bien. ¿Desea acompañarlo con algo para comer? —continua con voz cantarina.
Carraspeo y pienso un segundo con la mente todavía en la espesura de la cuneta. Cierro la boca demasiado tarde para no parecer imbécil.
—Sí. Un… eemmm… Un sándwich —respondo sin hambre, solo por corresponder a su amable semblante.
—Perfecto —vuelve a marcar en su terminal—. ¿Algo más?
—Una botella de agua.
Esta vez he respondido rápido. Estoy casi orgulloso. Mis manos aún tiemblan del frío y el esfuerzo y la sangre todavía late en mi cabeza con furia.
—Puede esperar sentado en la mesa que desee. Tendrá que tener un poco de paciencia, esta noche estoy sola y tengo que hacerlo yo todo —me dice con una risilla casi nerviosa—. Ahora mismo se lo preparo y se lo sirvo en la mesa.
Pago y busco dónde sentarme desconcertado porque una chica sea tan joven y confiada como para decirle a un tipo como yo que está sola al frente del local en una noche tan abandonada. Con los tiempos que corren… Inconscientemente niego con la cabeza al pensar en ello. La temperatura es ideal, me caldeo tan rápido que antes de llegar al banco ya me he arrancado la chaqueta y abierto el cuello de la camisa.
La musiquita sigue sonando, tan ajena y comercial, tan… tan blanca. Lo único que no encaja en este local somos yo y mi aspecto andrajoso. Y lo único que no encaja en este pueblo de mierda es este local tan estilizado y urbanita, tan limpio, tan cuidado y tan corporativo. Es acogedor sin ser hogareño. Como si aquí dentro nunca pudiera pasar nada malo. Todo está pensado hasta el más mínimo detalle para inspirarte calma y tranquilidad, para que te comas tu maldito sándwich y te largues lo antes posible pero con una sonrisa en la cara después de haber pagado lo que sería un menú completo en un bar local de comida casera.
Intento otear algo en la oscuridad del exterior y me sorprendo al descubrir mi propio reflejo en el cristal. Mi aspecto es aún peor de lo que había imaginado. Estoy gordo. Demasiado gordo. No tengo una de esas barrigas de padre de cuarenta o cincuenta años. No, estoy jodidamente gordo. Tengo el vientre tan abultado e hinchado que no creo que pueda vérmela cuando vaya a mear ni aunque intente apartar la carne con las dos manos. Tengo mofletes de hipopótamo, los ojos enterrados en la cara y un bigotillo horrible que nunca debería haber crecido. Tengo cara de imbécil y voz de pito, acabo de darme cuenta.
Miro mis manos y me palpo los dedos rechonchos. Esperaría encontrarme las uñas roídas hasta su mínima porción pero no, es peor que eso. Están largas. Son largas, amarillentas y horribles. Mis malditos guantes se debieron romper en el forcejeo de antes y veo que uno de mis dedos está rojizo y pegajoso. Lo froto con energía, como si no me importara arrancarme la piel con tal de sacar el color. Incluso lo chupo para deshacerme del tono bermejo y sigo frotando.
Estoy hurgándome con una uña dentro otra uña intentando sacar la porquería de debajo cuando la chiquita me sorprende a mi lado con la bandeja en las manos. Su cara lo dice todo. Cruzamos una mirada incómoda un momento y la deja frente a mí.
—Aquí tiene su pedido, señor —me dice un poco seria.
—Soy cazador —me justifico sin que me lo pida—. Lamento estar de esta guisa. Tengo las manos un poco sucias.
Genial. Ahora sabe que es sangre.
Tengo una odiosa voz de pito. Me dan ganas de morderme la lengua y arrancármela de cuajo para no volver a hablar jamás. Me imagino la escena, escupiendo el cuajarón espantoso frente a ella y haciéndola vomitar del asco. No puedo evitar que la idea me saque una sonrisilla de imbécil, porque tengo cara de imbécil. Mierda, ahora parezco un depravado. O peor, un pervertido.
—No tiene que disculparse. No pasa nada —me dice—. Si quiere, el baño está ahí. Disfrute de su cena.
Su voz ya no tiene el tono cantarín y risueño de antes y su sonrisa se ha deshecho con un gesto desagradable. Debe ser de esas que aman a los bichos y odian a los cazadores y se creen la leche desde su pedestal de superioridad moral. Se te ha caído la careta de amabilidad, maja, ahora veo el asco que te doy: te repugno. Yo también me repugno ahora mismo, pero eso no tiene nada que ver. Siento el odio arder en mi pecho. ¿Quién coño te crees que eres para despreciarme? ¿Qué diablos sabrás tú de mí? Yo puedo hacer contigo lo que me dé la gana, bonita. No eres más que una muñeca de trapo. Lo único que te permite seguir entera, de una sola pieza, es que yo quiero que así sea. Deberías mostrar un poquito más de respeto, porque si yo quisiera… Oh, joder, no tendrías nada que hacer si yo quisiera. Sentir el rechazo y la soberbia de tu gesto me hace querer. Creo que quiero.
Cuando estés en el suelo, con esa estúpida naricilla aplastada, como un juguete roto, totalmente sometida, agitando esos escuálidos bracitos contra mí… ¿Vas a tener entonces la soberbia de mirarme de ese modo? Oh, no. Claro que no. Entonces vas a lloriquear por un poquito de clemencia. Vas a apelar al último rincón bondadoso de mi corazón para salvar tu asqueroso pellejo engreído. Vas a sonreír falsamente y a mentirme como si fuese maravilloso en vez de un ser repulsivo ¿Acaso te crees mejor que yo? Si yo quisiera me mostrarías todo el respeto del mundo. Si yo quisiera…
Miro en el reflejo del cristal cómo vuelve hacia la barra con sus estúpidas zapatillas blancas y esos calcetines enanos. Son ridículos. Tus tobillos son ridículos, tus manitas son ridículas y andas por la barra como si no hubiese pasado nada. Como si no me hubieses mirado con esa superioridad odiosa. Como si estuvieses en un lugar seguro y fueras invulnerable. Aquí el único invulnerable soy yo. ¡Yo! La única seguridad que existe aquí es mí voluntad reteniéndome de no ir allí y meterte en el puto horno. Solo respiras porque una parte de mí me sujeta aquí sentado. Una parte de mí cada vez más débil. Porque podría hacer contigo lo que quisiera. Porque si yo quisiera…
A mí todo me da igual, virgencita prejuiciosa. Tengo un hacha en el coche y dos cadáveres en la carretera y su maldita sangre no termina de salir de estos putos dedos rechonchos. Esta noche he salido a dar un paseo, a jugar y a cazar y tú no estabas en la partida, pero ahora… Aún tengo tiempo. Tú aquí te crees que lo tienes todo controlado, que no te va a pasar nada porque el mundo es blanco, bonito y ordenado como esta mierda de franquicia y esas cosas no pasan fuera de la tele. Por eso es que crees que te puedes permitir ir por ahí juzgando a los demás con esa cara de ratita como si no te fuese a pasar nada. Te crees que puedes ponerme esa sonrisa falsa y arrugarme la nariz con desaprobación como si apestara. Pero no, tú no puedes.
Pero yo puedo hacer lo que quiera. Esta noche estoy en el cuerpo de este puto gordo. Puedo campar por este pueblo de mierda y hacer lo que me dé la gana. Puedo descuartizarte como a los otros. Puedo quemar el pueblo entero con todos sus paletos e infelices habitantes dentro y puedo mofarme a carcajadas delante de la policía mientras me inflan a balazos porque me da igual. Al amanecer despertaré en mi cama. En mi cuerpo. Como siempre. Pase lo que pase este gordo sudoroso será el culpable, yo solo tendré que despertar. Haga lo que haga saldré impune de esta. Podría hacer lo que quisiera.
Si yo quisiera.