El único relato de género negro que he escrito, que yo sepa. Está englobado en el libro 37 Relatos para leer cuando estés muerto, que ya hace tiempo que ha sido ampliado y vuelto a ampliar con los nuevos relatos y así continuaré haciéndolo con el tiempo. A este paso, dentro de unos años, al 37 le tendré que añadir un cero. El libro está disponible como ebook y se puede bajar en Amazon/es y Smashwords.
EL ESTANCO «El otro día, pasando por aquel corto paseo que enlaza Gran de Gràcia con la calle de los Concebidos, vi un cartel. «Se traspasa». Era un pequeño estanco soleado cuya puerta parecía una boca negra en la fachada color crema. Algo en mí se inquietó, como una laguna sacudida por un pedrusco. Esa puerta se quedó en mi cabeza. Imaginé el estanco en su jornada diaria. Entraría gente tranquila pidiendo un paquete de Lucky. Otros serían de los siempre con prisas, de esos que están fumando antes de abrir el paquete de Malboro. Los jóvenes pasarían adentro, indecisos y tímidos, para comprar tabaco de liar. El estanco tendría una estantería preciosa con el producto expuesto; bien ordenado, todo siempre igual y en el mismo sitio. Como un quirófano. Las viejas vendrían a por caramelos y tarjetas de transporte. Algunas, pocas, con la boquita pintada, buscarían con ojillos de pajarillo un mentolado. Un mentolado que les traería recuerdos de los años de bailes y susurros en la oreja. Aunque mis clientes preferidos, sin duda, serían esos viejos sin tiempo que miran como si todo les diera igual. Que miran como si el mundo entero fuera ya el comedor de su casa. Esos que fuman puros. Tuerzo por la calle Montseny. Estrecha, húmeda. Una calle que huele a pueblo. No hay demasiada gente a esta hora, pasado el mediodía. Por la tarde sí hay gente, con los currantes que van para casa, las madres arrastrando a los críos. Usaría camisas bien planchadas. De algodón, con rayitas azules estrechas sobre tela blanca. Sereno. Diría «gracias y buenos días» cuando se marcharan. Sería… mi estado sería un oasis, un remanso de paz. A primera hora haces de luz oblicuos cruzarían el local. El sol cayendo sobre el barroco juego de niveles de la gran estantería que tendría a mis espaldas. Saludaría a uno de los clientes para girarme después, dándole la espalda, buscando la cajetilla que hubiera pedido. El mueble sería de colores claros: un beige, un gris humo, quizá un ocre aguado. Un anaquel con molduras de madera por supuesto, rematado con volutas. Una auténtica joya. Falta poco, giro y bajo y vuelvo a bajar. Me cruzo con unos mocosos jugando a la pelota que no miran nada, ¡joder con los niñatos! El suelo de porcelana, bien barrido, sí señor. El aire olería a madera y del techo blanco colgarían las aspas de un ventilador, para los días de verano. Entro en la plaça del Diamant, ahí está la farmacia. Están a punto de cerrar. Por poco. Pues un ventilador, para que los habituales no se asaran. Que se pudieran quedar a charlar un rato de eso y de aquello. Me palpo el bolsillo y saco la media. Corro un poco, veo la mujer que se mueve en el mostrador. Tiene un rostro amable, beatífico. Me llevo la mano a la axila. La mujer grita, entro rápido. Desenfundo. Es el noveno en lo que va de año. Con tres más seguro que me llega para el traspaso. —Señora, no se mueva, coño —digo. ¿Quién se va a mover con un revólver del 38 sobre la sien?—. Vacíe la caja y no haga cosas raras. ¡Qué no haga cosas raras!»
Relato Negro El Estanco