Nívea hundió la pala en la tierra y se agachó para observar el cuerpo inmóvil que yacía a sus pies con los ojos abiertos. Colocó sobre su regazo el peine emponzoñado, la manzana envenenada. Acarició el rostro ahora púrpura de su madrastra mientras el viento traía lamentos oscuros.
El espejo que era la luna habló: Era la hora. Y en su aparición volvió a dar belleza a la reina, pálida, pero de súbito con vida en sus cerúleos ojos.
Nívea acercó su dedo índice a las espinas de una rosa roja como sus labios y dejó caer la sangre sobre los de su madrastra mientras la brisa murmuraba entre los arbustos. Dos ojos de fuego aguardaban un sortilegio, un milagro.
La joven sonrió y acarició la piel ensangrentada del ciervo que había encontrado en las caballerizas: Con ella cubrió a la que había sido la más bella.
Y en las manos de Nívea un corazón aún latiente, que mordió como había mordido la manzana, con placer. Algo se removió bajo la piel del ciervo, pero era hora de cubrir la fosa. Ya nunca más tendría miedo.