"Porque, por muy completamente que se pertenecieran el uno al otro en sentimientos y sentidos, sabían que el día anterior no había sido la primera vez que un soplo de aventura, libertad y peligro los había rozado; temerosa y atormentadamente, con sucia curiosidad, trataban de extraerse mutuamente confesiones y, acercándose más tímidamente, cada uno buscaba algún hecho, por indiferente que fuera, alguna experiencia, aunque fuera insignificante, que pudiera ser expresión de lo inefable y cuya confesión sincera pudiera librarlo quizá de una tensión y una desconfianza que, paulatinamente, comenzaban a hacerse insoportables."
Casi se podría hablar de vida hipócrita, cuando advertimos que el doctor Fridolin solo se siente verdaderamente liberado cuando se coloca la máscara para asistir a una extraña ceremonia de carácter sexual a la que no ha sido invitado. No importa que en determinado momento sea evidente que su vida podría correr peligro si es descubierto: una malsana curiosidad recorre el interior del protagonista, para que el placer de mirar, de descubrir que lo prohibido se oculta detrás de los muros de una lujosa mansión, está momentáneamente por encima de su plácida vida junto a su familia perfecta. Es lo que muchos llamarían perdición, pero que el siente como una verdadera revelación. Pronto sus pensamientos derivan en la posibilidad de consolidar esos deseos, de llevarlos a cabo sin remordimientos, de pasar de la mera curiosidad a los hechos:
"(...) llevar una especie de doble vida, ser el médico competente, digno de confianza y de prometedor futuro, el buen esposo y padre de familia… y al mismo tiempo un libertino, un seductor, un cínico que jugara con la gente, con hombres y mujeres, siguiendo su capricho… eso le pareció en aquel instante algo absolutamente delicioso."
La metáfora de la máscara es bastante evidente, pero no por eso deja de ser efectiva, sobre todo cuando está filmada por un genio como Stanley Kubrick, que realizó con su testamento cinematográfico una de las obras más fascinantes de su carrera. Eyes wide shut es una de esas películas milimétricamente planificadas, que ganan con cada nuevo visionado. Uno puede centrarse en los movimientos de cámara, en la posición de la misma o en la increíble fotografía y utilización de los colores. Todo está expresando algo, aunque sea a nivel subconsciente. Hasta Tom Cruise realiza una interpretación memorable, sin excesos. Aquí Viena es cambiada por la nueva metrópolis mundial, Nueva York y Kubrick aprovecha para ofrecer un magnífico retrato nocturno de la ciudad, que sigue ofreciendo miles de posibilidades al viandante cuando se supone que es hora de dormir, incluyendo una ceremonia prohibida - los burgueses adoptan su ¿verdadera? personalidad y dan rienda suelta a todas sus fantasías sexuales, castigando severamente a quien rompe las estrictas reglas de juego. Según parece, el director neoyorkino se inspiró en la Iglesia de Satán, una secta que tenía como normativa "la autosatisfacción de los sentidos, la vida eterna en el infierno, lugar de placer absoluto, aniquilación de los débiles y enfermos y victoria de los sanos y fuertes".
Claro que tanto placer desatado puede derivar en que se produzcan víctimas colaterales. O quizá todo tenga una explicación, es posible que lo observado tenga más de juego que de realidad. Ni Fridolin ni el lector-espectador vamos a saberlo con certeza. Pero sí estaremos seguros de que este viaje nocturno parecido a un sueño va a cambiar su visión del mundo, su idea burguesa del orden, tarea en la que su mujer quizá le siga con entusiasmo. Todos sabemos que lo prohibido suele ser lo más tentador, pero el arte cuenta con recursos para expresar esa afirmación de manera sublime.