Relatos #3: El reloj

Por Vega Rot @devueltaalagua

Continúan las andanzas del “intrépido” detective Telyan en esta tercera entrega de la serie…

El reloj

Contempló su reflejo en el espejo; anoche se veía viejo y cansado, pero hoy era joven y guapete, sus ojazos azules claros eran su emblema; Becky se lo perdía. ¡Aj! Tenía que quitársela de la cabeza. Se sentía descansado (al acostarse se había tomado una colaboradora pastillita). Inhaló con fuerza; el día respiraba luz y tranquilidad, como si lo ocurrido el día anterior no hubiese tenido lugar. Pero por algún resquicio lograba filtrarse un agrio sentimiento de culpabilidad procedente de su conciencia. Telyan lo empujaba hacia el inconsciente, puestas sus esperanzas en que en algún momento pasara a su parte más profunda y se perdiera por allí. Cada vez que, como punzadas, le
asaltaban las imágenes de la catástrofe sobrevivida, las despachaba sin prestarles atención; era la táctica más efectiva, en su modesta opinión de cursillista de psicología y criminología.

¿Cómo había terminado en la policía? Buena cuestión. Alguien le sugirió (tal vez bromeando), en su primer año en la facultad de derecho, que su labor contra el crimen sería más efectiva si iba al meollo del asunto y detenía a los malos. Le sedujo el insólito planteamiento de ser poli; y aprovechando la propuesta de mudarse a otra ciudad siguiendo los pasos de su ya exnovia y vigente presidiaria Becky, lo hizo. Y hete aquí que se le dio bien, consiguió ascender rápidamente hasta convertirse en inspector. Pero la burocracia no era lo suyo, no lo era; con que acabó re-reconvertido en detective por cuenta propia. Muy recientemente.

Telyan, ¿dónde te estás metiendo? ¿Debía llamar o no? Debía hacerlo, era una oportunidad, un feo asunto convertido en oportunidad. Sí. Adelante.

Una visión se coló imparable en su cerebro: se vio cayendo de espaldas desde la ventana al puñetero río. Sonrió, después soltó una risilla, después una buena risotada, cuanto más lo revivía más se reía. Ridículo y patético. Y sin embargo, estaba bastante seguro de que si contaba la verdad (o algo cercano a ella), le darían hasta una medalla al valor, la cooperación ciudadana o cualquier otra chuminada. Al menos conservaba las pestañas y las cejas; y la vida.

Se puso uno de los trajes que se había comprado de cara a su nueva etapa de captación, de una clientela que no afluía con la profusión que había esperado; de ahí su posible, ya imposible, asociación con Charlie. Darwin maulló antes de que su negrura hiciera acto de presencia en la sala; normalmente era tan silencioso que Telyan se había llevado ya un par de sustos al encontrárselo de sopetón pululando por el apartamento. Se iba acostumbrando a él, era un tipo independiente, en eso se parecían; pero por alguna razón, Darwin parecía haberle cogido un cariño proporcional al que el nuevo dueño le brindaba. Un talismán viviente, era una especie de salvoconducto fantástico para
caminar por la vida con seguridad (en su fundada opinión). En culturas antiguas estos felinos habían simbolizado eso, ¿no? Daba lo mismo, para él sí lo era. Y eso que no era supersticioso.

No se puso corbata, no solía hacerlo, quizá cuando tuviera unos cuantos años más; por el momento a sus cuarenta recién cumplidos se sentía lo suficientemente juvenil como para pasearse con un cierto toque informal.
Previamente a salir, recogió el papelito que había dejado en la mesa de la sala antes de acostarse la noche anterior, y en el que aparecían anotados varios dígitos consecutivos que venían a conformar un número de teléfono, objeto de su próxima llamada.

— ¿Señor Vandervelden-Smith?
— ¿Jones? ¿Quién habla?
—Me temo que Jones no está disponible; llámeme Telyan. Le envió usted a por algo de lo que estoy en posesión —proclamó con petulancia. La seguridad le embargaba de lleno. La culpabilidad ronroneaba débilmente en su interior, al fin y al cabo, él no había querido provocar ni mucho menos lo que sucedió. Técnicamente los mató él, pero estrictamente no fue su culpa, sino la
del tal Jones, dirigido por su amo, el hombre con el que hablaba en estos momentos—. Tengo la impresión de que todo este numerito respondía a su voluntad por atrapar el tiempo.
—Señor Telyan, ¿dónde ha conseguido este número?
—Soy detective privado.
—Podía haberse quedado el dinero —la voz del Señor Vandervelden-Smith sonó esta vez taimada al otro lado de la línea.
—Verá; llegados a este punto, quiero el suyo.
—Es usted un arrogante. ¿Dónde está Jones?
—Supongo que en el depósito, junto con los tres ineptos que contrató. Prepare una buena suma de dinero. —Le dio al botón rojo, se subió los cuellos de la gabardina y continuó caminando por la concurrida calle.

Se paró ante una tienda de artículos para espías; la visitaba de cuando en cuando, habitualmente vendían chismes de broma inútiles, pero a veces encontraba algún artilugio interesante. Un cartel pegado en un lado del cristal anunciaba la próxima exposición en el Museo Arqueológico, dedicada a una colección privada de objetos precolombinos.

Desde que se había puesto por su cuenta, no había tenido más que un puñado de clientes en busca de maridos o de mujeres infieles; había aspirado a asuntos más serios, incluso había fantaseado con una cierta dosis de acción inherente a los casos novelescos y peliculeros. Y mira por dónde le había explotado la acción en las propias narices. Y claro, una cosa es el cine y otra que te pase de verdad. A ver quién era el insulso ahora, Becky; Becky, ¡fuera!

Aún con todo, una profunda excitación le invadía; volvería a contactar con Vandervelden, pero antes de entregárselo, le haría unas fotos al reloj de bolsillo que había rescatado de la bolsa de los atracadores. Era un objeto raro, un reloj de oro con extraños dibujos en la esfera, y sin cristal que protegiera las agujas, incluso aparecían los signos del zodiaco. Supuso que se trataba de una valiosa pieza de coleccionista, se veía antiguo y estaba parado, no sabía si porque era viejo o por el remojo al que fue sometido en el río junto con él. En cualquier caso, el señor V-S había montado una buena para obtenerlo; sin duda había gato encerrado, pero a él no le incumbían los planes ocultos del
empresario (dueño de Q Industries Corp), se limitaría a sacar rédito de su aventura con auto final feliz.

Cuatro muertes en su conciencia valían un jodido dineral, se dijo Telyan reforzando la seguridad en sí mismo. Yo no tuve la cul… Una imagen femenina tomó forma en el reflejo del escaparate por detrás de él, parecía observar a Telyan en lugar de a lo expuesto tras la cristalera.
Una mujer con un fino abrigo y larga melena suelta por encima de uno de sus hombros. Telyan se dio la vuelta; si había estado ahí, ya no lo estaba, se confundía con uno más de los viandantes que caminaban presuntamente ajenos a él.

Después de un largo, y por otro lado tedioso y anodino día, Telyan regresaba a casa andando. Había dejado a primera hora el coche en un lavadero para que se lo desinfectaran bien; y como no tenía nada apuntado en la agenda para ese día, se fue caminando sin prisa a su despacho, que quedaba a unos treinta minutos a pie de su apartamento. Sentado en la silla giratoria, le había
dado miles de vueltas a la cabeza, pero el resultado de las peripecias de su pasado más reciente no variaba. Y mejor así; déjate, ¿qué querías haberte freído con ellos? ¿Debía haber llamado él a la poli y confesado? ¿Para qué? Eso tampoco hubiera alterado los acontecimientos. Ese idiota de Jones, la
culpa era de Vandervelden, le haría pagar una pasta gansa; no se saldría con la suya. ¿Qué tenía ese extravagante reloj? ¿Debía entregárselo a él o a las autoridades?; al fin y al cabo, era un objeto robado. Le daría unos días para que reuniera el dinero, su merecida recompensa.

Desganado, Telyan subía las crujientes escaleras de su edificio (viejo y quejicoso en general), carente de un ascensor que cabría en el hueco libre y rectangular, pero que los vecinos (él incluido) no estaban dispuestos a pagar. Primero, segundo, enfiló el pasillo, tirando a estrecho, que lo dirigía a
su puerta, cuando escuchó un aullido. ¿Provenía de su apartamento? La puerta se abrió con un golpetazo y un tipo salió disparado, dándose tal porrazo contra la pared que fácilmente podía haberlo dejado inconsciente; se agarraba la cara, gritaba, al parecer de dolor. Boquiabierto y patidifuso,
Telyan se hizo a un lado cuando el sujeto, que por lo visto acababa de allanar su piso, pasó cegado corriendo a su lado, se tropezó con la barandilla, que no vio a juzgar por el hecho de que la pasó por encima, y se precipitó al vacío por el hueco en el que podía haber estado el ascensor, de haberse puesto de acuerdo la veintena de vecinos que parecían predestinados a no hacerlo nunca en casi nada.

Oyó un maullido histérico a su derecha y un golpe seco a su izquierda dos plantas más abajo. Corrió hacia su casa, recogió del rellano a un Darwin que estaba echo un basilisco y cerró la puerta. Ojeó por la mirilla; sí, los vecinos ya salían a ver qué había sucedido. Echó el cerrojo y le dio dos vueltas a la llave. ¿Cuántos vecinos tenían gato?

Telyan secaba a Darwin con el secador, no había sido fácil lavarle la sangre de las patas, había arañado a conciencia al tío ese. ¿Por qué borraba las pruebas? ¿Pruebas de qué? Había revisado con rapidez la casa. Sin duda, el intruso había venido en busca del reloj, pero afortunadamente Telyan lo llevaba encima. Había escuchado una ambulancia llegar; con un poco de
suerte el tipo estaría bien, tal vez se recuperaría; no necesitaba más muertos remordiéndole la conciencia.

Tocaron a la puerta.

—Joe, ¿qué haces aquí? —Telyan había encerrado al gato en su cuarto, el más alejado de la sala.

El inspector de policía, un hombre bajo y regordete de mediana edad, entró en el saloncito aceptablemente limpio y ordenado.

—Cuando me he enterado de que había habido un incidente en tu edificio, he venido en persona. ¿Siempre te encierras con doble vuelta de llave?
—He oído sirenas, ¿qué ha pasado?
—Un idiota se ha caído por el hueco de las escaleras.
— ¿Está muerto?
—Vivirá. ¿Todo bien por aquí? ¿Has visto algo?
—No.
— ¿Y Darwin?
—Está bien.
— ¿Puedo verlo?

Telyan entornó la puerta que daba al pasillo y lo llamó. Atraído por el sonido de la puerta abriéndose, más que por la llamada, el impoluto gato apareció en la sala, maulló con tedio, dio una vuelta a la estancia y se apalancó en el sofá tras saltar a él.

— ¿Lo tienes encerrado?
—No quiero que manche el salón.
— ¿Alguien más tiene gatos por aquí?
—Creo que sí, ¿por qué?
—No lo sé, ese tipo tenía arañazos. ¿No has oído el golpe?
—Estaba bañando a Darwin.
—Qué casualidad.
—Sí.
—Interrogaré a tus vecinos.
—Suerte. —La iba a necesitar con más de uno, y de dos—. Ya me contarás.

Cerró la puerta tras despedirse de su excompañero de trabajo. Su teléfono vibró, lo sacó del bolsillo del pantalón, tenía un mensaje de un número desconocido: “Yo también estuve allí, Telyan”.

Autor: Trevena

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