La Delatora (Sevilla, España) es la decimonovena obra finalista del I Premio de Relatos LGTB "Corralejo que publicamos en GSN.
A los valientes, a ésos que nos recuerdan queno siempre fue fácil. A los que, sin saberlo, allanaron el camino.A los que sufrieron y a los que siguen sufriendo.
2011
—Miguel, soy yo. Perdona, hombre, que te llame a estas horas, pero es que… Bueno, tu madre ha muerto. Ha sido esta misma tarde y he pensado que querrías saberlo. Dormidita se quedó, la pobre, y ya no se despertó más. Por lo menos ya ha dejado de sufrir, que últimamente tenía unos dolores… —. Es mi prima Azucena la que habla, la que va encadenando palabras con la voz llena de baches (por la pena o por el apuro de dar malas noticias) —. Miguel, ¿me oyes? ¿Estás ahí?
Yo suelto un sonido gutural e impreciso, que igual podría haber salido de una máquina sin engrasar o de un animal herido. Ella continúa:
—El entierro será mañana, aquí, en el pueblo, a las cuatro en punto. Anda, coge el primer tren, que llegas a tiempo. ¿Miguel? ¿Miguel, me escuchas?
1968
I
Doña Consuelo permanecía inmóvil, casi inerte, arrinconada en un extremo del sofá, con las manos desmayadas sobre el regazo. Parecía hipnotizada o quizás ida. Ni siquiera lloraba. Dejaba los ojos fijos, clavados en esos lengüetazos de fuego que bailaban en la chimenea y que le daban al salón un tono anaranjado, como de antesala del infierno. A sus oídos sólo llegaban los quejidos de la leña al contacto con las llamas. Respiró hondo y cerró los ojos un solo segundo. Entonces, doña Consuelo, con las entrañas aún resecas, se levantó del sofá, se metió en su pelliza negra de lana gastada, apretó las manos contra el pecho y salió de casa con el sigilo de un ladrón. Hacía tiempo que sus cinco hijos dormían y ella, bajo un cielo negro que caía sobre el pueblo como una manta, echó a andar a paso ligero, pegándose mucho a las fachadas de la casas. “Ay, Dios mío, haz que no me vea nadie, que ya sabes cómo es la gente aquí”. Pasó por la Calle Ancha, cruzó la Plaza del Generalísimo y se adentró en el barrio de los Marineros, donde aquella noche de febrero se volvía más fría y más oscura. Movió los dedos de los pies, casi congelados con esas alpargatas tan finas, pero ella, a lo suyo: levantó la vista y aceleró el paso, que ya le quedaba poco. Las campanas de la iglesia dieron las tres. Ella subió la cuesta que llevaba al convento de las Carmelitas Descalzas y siguió adelante, sin pararse, sin mirar atrás, repitiendo siempre el mismo rezo: Dios te salve María, llena eres de gracia.... Frente a un edificio blanco y sin gracia, sólo iluminado por una luz desvaída, respiró hondo y entró con la zancada corta y la cabeza metida entre los hombros. Sin levantar la vista ni una sola vez, le relató a un policía de aspecto orondo la noticia que la incendiaba por dentro y que le había sacudido los oídos esa misma tarde. Lloró como si se hubiera vuelto a quedar viuda y le pidió ayuda a ese hombre que la miraba desde el desprecio o desde el asco. Y ella se justificó:
—Y no lo hago por mí, sino por mis hijos pequeños, porque no quiero que les pase nada malo. Estoy tan sola que no sé qué hacer con algo así.
II
—Miguel, Miguelito, despierta, hijo —le dejaba caer la madre en los oídos como una cascada de susurros—. Miguelito, cariño.
El joven, con ese ímpetu tan propio de la adolescencia, sacó un gruñido que quedó amortiguado bajo las sábanas de franela. Miguel agarró las mantas, se cubrió la mitad de la cabeza y apretó los ojos con más fuerza. Pensaba que todo era un mal sueño.
—Miguel, anda, que han venido a casa unos hombres que quieren hablar contigo —continuaba doña Consuelo, que ni siquiera se había quitado la pelliza negra de lana gastada. Y con la contundencia de una bofetada, le retiró las mantas y dejó a la vista un cuerpo delgado y blanquecino, que se acurrucaba sobre sí mismo y que tiritaba por el frío. Miguel entreabrió los ojos, se incorporó con torpeza e intuyó un par de figuras extrañas que custodiaban la puerta de su dormitorio:
—¿Qué pasa? ¿Qué hora es? ¿Quiénes son esos hombres? —preguntaba con la mente aún dormida y restregándose la cara.
—¡No hables tan alto, que vas a despertar a tus hermanos! —le dijo la madre, que ya daba pasos hacia un rincón oscuro. Ella se volvió una sombra. Una ventana mal cerrada castañeaba con el viento.
De una de las siluetas irreconocibles salió una voz:
—Vístase y acompáñenos, que tenemos que hacerle unas preguntas.
—Pero, ¿quiénes son ustedes? —preguntó él en mitad de un bostezo.
—Miguel, hazles caso —le ordenó la madre.
III
Miguel entró a empujones en la comisaría que su madre había visitado una hora antes. Aún era de noche. Llevaba el miedo en los ojos y la cara deformada de quien se ha levantado, sin esperarlo, en mitad de la madrugada. Le temblaban las piernas y también la barbilla. Llamaba a su madre por inercia, buscándola a izquierda y a derecha, pidiéndole auxilio. “Mamá, mamá”. Un gato maullaba a sus espaldas, en algún lugar de la calle: sonaba desesperado, como él. Miguel acomodó sus huesos en una silla dura y se acordó de ese Dios al que, todos en su familia, temían:
—¿Qué me van a hacer?
Ni se molestaron en contestar. Le hicieron dos fotos –una de frente y otra de perfil- y le obligaron a dejar en una hoja amarillenta las huellas de sus dedos, largos y huesudos. Un policía que lo medía de arriba abajo con los ojos escribió algo en su ficha. Y después, sacó una risa silenciosa y torcida que a Miguel le pareció de triunfador:
—A ti teníamos ganas de cogerte. Te has escapado varias veces de las redadas en la capital —le dijo, como vengándose.
El joven arrugó su cara pálida, como si no supiera de qué hablaba. Y no lo sabía:
—No sé de qué me habla.
—Ya te acordarás.
—Se lo juro. No sé de qué me habla.
A Miguel lo aislaron en un calabozo del sótano. Solo. Arrecido. Sin ni siquiera darle explicaciones. Los policías le ofrecían, de vez en cuando, un mendrugo de pan duro y un vaso de agua a medio llenar. Poco para vivir, pero suficiente para no morir. Él se replegaba sobre sí mismo en un rincón de esa sala hueca y vacía, mientras lloraba desde la garganta y con los ojos cerrados. Gritaba, se lamentaba, le pedía ayuda a quien fuera. “Que alguien me saque de aquí. Que alguien me saque de aquí. ¡Que alguien me saque de aquí!”. Entre aquellas paredes, sus sollozos se multiplicaban con el eco, como si su pena fuera doble o tripe o infinita. A veces creyó que sus mismas voces le reventarían los oídos. Las horas se iban deslizando unas sobre otras entre el desconcierto y la desesperación de quien espera no sabe qué final. Lloró allí algunos días, o quizás fueron semanas, porque el tiempo se desvirtuaba a su antojo: se hacía largo y espeso, se estiraba como un chicle masticado. A Miguel lo despertaban a patadas cuando intentaba conciliar el sueño, con el único propósito de debilitar su frágil voluntad de adolescente:
—¿Vas a cooperar? —le gritaban los policías y lo sentaban en otro cuarto aún más desolado y más pequeño.
Y lo rodeaban y pegaban sus caras y sus alientos a su cara y a su aliento y le pateaban la silla y lo señalaban con el dedo y lo amenazaban y estampaban sus puños sobre la mesa y el sonido metálico retumbaba. Y cuando se les acababa la paciencia, le escupían, lo zarandeaban y le hablaban a golpes.
—¿Vas a decirnos quién más es como tú? ¿Cuántos más hay en el pueblo?
Pero él sólo sabía llorar mientras se le quedaba en la garganta el sabor amargo de su propia sangre.
Miguel, con los ojos achicados por el llanto, acabó en la autoridad judicial, frente a un juez ansioso por buscarle apóstoles a la Ley de Peligrosidad Social, ésa que encerraba a las personas por los delitos probables y venideros, todavía sin cometer. Y lo hizo: mandó al joven a la cárcel de Huelva por invertido, por desviado y por homosexual, por no mostrar voluntad de cambio, por ser una mala influencia y un joven potencialmente peligroso para la España imaginada por Franco, porque la sociedad no podía cargar con un individuo que tenía como vocación pecar sin remordimientos y porque merecía que se le recortara la libertad, como un favor del Estado, que le ayudaba así a alejarse de “esos vicios que él mismo le había confesado a la madre”, cerró el juez su discurso. Y así reza en su ficha policial.
IV
El cuerpo se le quedó sin sangre la primera vez que pisó la cárcel. Una mano que le nacía de dentro le estrujó el pecho, la garganta y el corazón. Él abría la boca para poder respirar. Creyó desmayarse y se preparó para la muerte, para la más dolorosa. En aquellas celdas malolientes convivían hasta cuarenta presos, con sus bocas desdentadas y sus brazos tatuados. Y algunos, sentados en sus catres, lo miraban abriendo un poco las piernas y mordiéndose el labio inferior, como dándole la bienvenida. Y se la dieron. Cada vez que ellos quisieron. Miguel les lloraba –como un niño perdido- y les imploraba a los guardias que lo protegieran, que lo custodiaran durante su camino a los servicios, que ahuyentaran a esos abusadores que hacían de él su pasatiempo favorito, pero ellos se reían en alto, enarcando los labios y divirtiéndose con su pena:
—Pero si es lo que te gusta, ¿no?
Y todos soltaban grandes carcajadas.
Así pasó los primeros cuatro meses, hasta que un abuelo bonachón y enamoradizo se autoproclamó su benefactor, su cuidador y hasta su amante. Miguel se dejó. ¿Qué opción le quedaba? El anciano prohibió a los demás cualquier derecho sobre su protegido porque él se había quedado con todos.
Miguel cumplió dieciocho años en la cárcel de Huelva. Fue el veinticinco de noviembre. No tuvo tarta ni buenos deseos ni tampoco regalos. Él no lo sabía, pero tampoco tenía futuro. No imaginaba que a su salida le negarían todos los trabajos por culpa de sus antecedentes. Tampoco sospechaba que le retirarían el cariño (y a veces hasta el saludo) porque ya estaba señalado. Ni siquiera intuía que, después de su ensayo forzoso en la cárcel, tendría que colmar sus carencias de dinero y afecto vendiendo sus amores a desconocidos y viciosos hasta que algún cliente de buen corazón le consiguiera un trabajo, aunque fuera de limpiador.
El día de su cumpleaños pensó en una tarta de galletas y chocolate. Ahí, en algo tan nimio pero tan lejano, estaba su felicidad. Era el símbolo de una vida que él no viviría. Justo antes de dormir, tuvo una revelación: supo que tener miedo formaría parte de su vida para siempre, como quien tiene los ojos verdes o un lunar en el hombro izquierdo. Y completamente aterrorizado se quedó dormido, intentando zafarse del abrazo del abuelo bonachón y enamoradizo.
V
La mañana que Miguel salió de la cárcel había tanta niebla que el cielo parecía deshacerse en jirones de algodón. Uno de los guardias que había aprobado sus humillaciones, le gritó:
—Está aquí tu madre. Doña Consuelo, con su cara enmarcada en un pañuelo negro, aceleró sus pasos para recibir a su hijo con un abrazo escueto. Miguel se paró, resbaló su mirada sobre ella:
—Yo no tengo madre.
Doña Consuelo, empujada por una marea incontrolable que le subía desde el estómago, sacó el brazo del abrigo negro y le estampó a su hijo una bofetada que le dobló la cara. El guarda la felicitó y Miguel continuó caminando con la zancada larga y decidida, como si nada hubiera pasado, como ni nada dejara atrás, como si nunca hubiera tenido madre.
2011
Miguel lleva más de cuatro décadas sin ver a su madre cuando va al entierro. Con las sienes ya canosas y la mirada dura como el cristal, camina detrás de la comitiva fúnebre, solo, perdiéndose entre el enjambre de vecinos que una y otra vez lo señalaron con el dedo. Bajo sus gafas oscuras, tiene los ojos secos y el corazón intacto. Anda con desgana, aguantándose la tentación de quedarse en el primer bar que encuentre y tomarse una cerveza. O dos. Mira el ataúd y nada se le remueve, como si allí dentro no hubiera nadie. Ya en el cementerio, después de que unos hombres de negro acomoden a doña Consuelo para su último descanso, Azucena posa su mano sobre el hombro encorvado de su primo:
—Has venido. Me alegro y seguro que ella también —dice señalando la tumba donde ahora cubren de tierra a su madre—. Allí están tus hermanos, ven. Hace tanto que no os veis…
—No, déjalo. Ya han sido demasiadas emociones por hoy —responde un Miguel enjuto, con el cuello embebido por su propio sudor. El sol parece derretirse sobre ellos. Son las cinco de la tarde.
—Miguel, han pasado muchos años. Eran otros tiempos, otra mentalidad…
Él se permite mirarla y se retira las gafas de los ojos. Ella lo agarra del brazo:
—…Tu madre ya cumplió su condena. Estaba vacía de llorar por ti. Te llamó cada mes de los últimos treinta años. Antes de hacerlo, se santiguaba… pero tú siempre le colgabas. Incluso un par de veces, fuimos a la ciudad, a tu casa. Ella te esperaba fuera, metida en un bar, sólo para verte pasar. Miguel, ella también ha sufrido mucho. Ya es hora de que pases página. Quizás éste sea el momento, ¿no crees?
—Ojalá supiera cómo hacerlo. Ella me defraudó, me traicionó, me delató, me entregó a los sufrimientos más atroces de mi vida. ¡Ella, mi propia madre, la mujer que se supone que debía cuidarme y protegerme y quererme! ¿Crees que eso tiene perdón? ¿Crees que no lo he intentando? Cuando se hace tanto daño, no hay posibilidad de empezar de nuevo —. Él se toca el corazón y cierra el puño—. A veces, el dolor es tan inmenso que lo ocupa todo y no deja sitio para nada más, ni siquiera para el perdón. Ojalá supiera cómo hacerlo…
Y a Miguel, por primera vez ese día, una lágrima se le escapa de sus ojos duros. Y le surca la mejilla izquierda y, rápida e irregular, baja por los pómulos, se entretiene junto a la nariz y acaba metiéndose en la boca, mojando sus palabras y preparada para ser llorada otra vez.