Relatos finalistas (3): Agua con sabor a plástico

Por Gaysenace

“Agua con sabor a plástico” (Lanzarote, España) es el título de otra de las obras finalistas de nuestro I Premio de Relatos LGTB “Corralejo”.
Su amor surgió como nacen las grandes historias. Sin quererlo. Ni buscarlo. Sabiendo que sería algo incómodo. Dolorosamente hermoso. Así comenzaron a fraguar una de las pasiones más alegres de sus vidas.
Dos hombres. Dos mundos diferentes. Uno, casado. Reconocido empresario de un lugar asfixiantemente aislado. Padre de tres hijos y un cuarto en camino. Otro, soltero, promiscuo. Diseñador gráfico. Sin más responsabilidades familiares que comprar alpiste para sus dos pequeños canarios enjaulados.
Los dos luminosos. Pasionales. Uno, con más que perder. El otro, con más que entregar.
Se conocen. Se desean. Se besan. Se follan. Luego, sin querer, comienzan a amarse. Y todo lo que podría haber sido sencillo y fácil comienza a complicarse.
Buscan sus momentos. Sus espacios. Se esconden para mostrarse. Huyen a hoteles en los que entran por separado. Cada uno con su habitación. El que llega primero, aguardando nervioso la feliz aparición del segundo.
Al verse, se devoran. Nunca han sido capaces de hacer el amor con sosiego. La sutilidad no existe para ellos. Se cogen siempre con tantas ganas que jamás pueden disfrutarse en calma. Se corren tan rápido… Y vuelta a empezar.
El soltero le pide marcas al casado. Moratones y arañazos que luego, reflejados en el espejo, le recuerden la pasión compartida. El casado vive un sexo que jamás ha tenido con su esposa. Goza con el cuerpo de otro hombre, con sus músculos, su pene, sus testículos. Con la violencia de lo que no deja de ser amor. Se estremece cuando le toca, cuando le penetra siente un daño tan placentero que el alma y el estómago se le encogen. Se siente tan unido a él que una vez se echa a llorar. El soltero se asusta. Le abraza. Le besa en la frente, en el pelo, como a un niño. Más tarde, se dará cuenta de que realmente es sólo eso. Un niño.
Como un amor adolescente, comparten horas robadas al sueño. Se ríen. Escuchan música que se regalan mutuamente. El que es libre le baila las bondades de Kylie Minogue, le cuenta entre risas sus interminables colas para ver a Madonna en París, cómo Britney Spears le decepcionó porque hacía play back. El que vive una farsa, le abre una puerta a los cantautores españoles que el soltero había cerrado a cal y canto, y que ahora, enamorado, atraviesa con curiosidad.
Hablan de las películas que han visto, de las miles que todavía les quedan por ver. A los dos les gusta el rostro anguloso del sólido James Cagney. Adoran sus películas sin color, en las que sea el bueno o el malo, siempre es el tipo duro. El soltero le confiesa al casado que la verdadera pasión de Cagney era el baile. Ambos sonríen, cómplices. Otro más que luchó por hacer lo que realmente amaba. Otra alma danzarina encasillada.
Cada cita es una aventura. Un día, se atreven a ir juntos al cine. Como si fueran una pareja de verdad… De verdad. Primero entra uno. Después, el otro. Cuando apagan las luces, el soltero se escabulle y, agachado, se sienta al lado del casado. Es la sesión nocturna, la sala está casi vacía, nadie les ha visto. ¿Que qué película han escogido? Eso es lo de menos, a ninguno le importa. Ellos la recordarán no por su cuidado vestuario, sus mediocres interpretaciones o su violento final. Para ellos, siempre será la primera película que vieron juntos en el cine. La única.
También ellos se sienten protagonistas de su propia trama de espías. Se ríen juntos. Viven una pantomima que evitan analizar a fondo. Porque si realmente pensaran en la tristeza que les rodea… ¿Acaso no se derrumbarían hasta el más melancólico de los estados?
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Pero esa magia, sostenida por alambres, finalmente se rompe. El soltero despierta. Y comienza a sufrir. No entiende por qué no puede estar con la persona a la que tanto ama. Se lamenta de sus días solitarios, sin él. Ya no quiere follar con otros. Cuando lo hace, por aburrimiento o por mera satisfacción carnal, se siente vacío. Se corre sin el placer de antaño. No pregunta nombres. No pide teléfonos. Busca algo que nunca tendrá.
Él, que era el bufón del grupo, se convierte en un ceño fruncido. En lágrimas en su sofá. Alguien triste que odia ser.
Se emborracha demasiado. Se droga. Le llama de madrugada, sabiendo que no debe hacerlo. Invade un terreno que siempre se había prohibido, una comedia heterosexual que él no quiere rozar. Un espectáculo que dejó de interpretar hace años.
Sus amigos se preocupan. Le piden que deje una historia cargada de tormenta. Unos, desconfían del casado. “Se burla de ti”, le dicen. Otros, los más soñadores, alaban un amor tan puro y dramático. Pero también ellos le desean un pronto final. “Te mereces algo mejor”, le aseguran.
Un día, desde lejos, divisa a la familia feliz. La ve a ella, por primera vez. Alta, morena, con el pelo corto y rizado, grandes ojos marrones. Una hermosa hembra, sin duda, una belleza que supera la opción sexual. Con su gran tripa, incubando un nuevo vástago para un gay. Parece segura de sí misma, alegre. Ríe a carcajadas, con él a su lado. ¿No sabe acaso que vive una farsa? ¿Cómo hace su marido para disimular que ama a una persona a la que ni siquiera desea?
El soltero comienza a dudar. Sospecha del que se ha convertido en uno de los amores de su vida. En una de sus grandes pasiones. No entiende la fluidez con la que navega en su doble vida. No comprende por qué no se tortura. ¿Quién puede ser feliz negando su esencia? ¿Compartiendo su día a día con una mujer a la que no ama porque sencillamente él no ama a las mujeres, sino a los hombres, a los hombres como él? ¿O es que realmente no es homosexual? Sus gotas de sudor y el vicio en sus ojos le gritan que no se engañe, que con que lo haga uno de los dos ya es suficiente.
Una vez, sólo una vez, se siente tentado a pedirle que deje todo. Que viva su existencia como realmente debe hacerlo: siendo coherente con su cuerpo, con su alma, con sus entrañas, con su polla. Pero jamás expresa este deseo que, fugazmente, pasa por su mente después de dos años de amor clandestino. Sigue sin plantearle nada. Siempre ha dejado que él, que tan encarcelado está, decida por sí mismo. Si es que hay algo que decidir. Ambos tienen ya una edad. A estas alturas, no está dispuesto a aguantar a cobardes.
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El casado siempre ha tenido la sangre fría de evitar la angustia. Él, que dirige una empresa de aluminios, con más de trescientos empleados a su cargo, es un hombre práctico. Se caracteriza por su gélido sentido común y su anhelada superioridad. Siempre ha negado sus sensaciones cuando éstas se desbordan del molde establecido por una sociedad borrega de la que se niega a ser la oveja descarriada.
No piensa en que interpreta una vida irreal. Aparta de su mente la felicidad que siente cada vez que se acuesta con el soltero, cada vez que piensa en él, cada vez que le ama en secreto. Algo, esto último, que ocurre todos los días desde hace dos años.
No reflexiona sobre que se pierde a sí mismo en su continuo fingir. Evita la libertad. No ve sus grilletes, sus puertas cerradas. Es, como tantos otros, un ciego más.
He aquí lo que él se permite concluir. Siempre quiso obtener un estatus social. Ganarse ese extraño respeto al que tantos aspiran, la consideración de los extraños con excesiva mano ágil a la hora de juzgar. Eligió la heterosexualidad como vía segura para ello. ¿Quién le iba a decir, entonces, que los gays tendrían tantos derechos en un país aparentemente tan paleto y atrasado como España? Ahora es demasiado tarde para dar marcha atrás. Ya no puede mostrarse como es. El autoengaño ha calado tanto que ha enterrado su verdadera sexualidad.Ya ni recordaba que le gustaban los hombres. Hasta que el soltero apareció en su vida.
Con él, resuenan los ecos del único amor homosexual que se atrevió a vivir, cuando estudiaba en una universidad lo suficientemente alejada de su hogar como para ser él mismo.l Una pasión pura, dolorosa por castigada, en la que él volvió a interpretar el papel de reprimido frente a alguien más liberado. Como hace ahora.
Con el soltero, se siente él mismo. Da lo mejor que tiene. Tiene ganas de cambiar, de romper con todo, de seguir a rajatabla las instrucciones que le gritan su estómago y sus testículos. Recuerda la belleza de aquel primer enamoramiento y la vuelve a experimentar. Pero, de nuevo, lo hace con ataduras. Nunca ha sido libre. Por eso, su manera de amar es tan deforme. No sabe querer.
Cual arácnido negro, feo y peludo, ha utilizado hábilmente sus ocho patitas tejiendo una telaraña familiar, económica y social indestructible. Ha sacrificado mucho por ella. Más de lo que creía, tal y como comprueba ahora gracias a este amor inesperadamente disfrutado.
Se alimenta de esta apariencia. Respira terror en cada movimiento. “Si mi mujer se entera, pondrá a mis hijos en mi contra, no les veré jamás… ¿Y mis padres? Tan mayores ya, felices con sus nietos, orgullosos de mí, de todo lo que he conseguido… Mis trabajadores no me respetarán, no temblarán, como lo hacen ahora, cuando me ven pasar u oyen mis órdenes”, llora un día. El soltero le escucha. No le pide nada. Pero tanto pánico termina por cansarle.
Pierde el respeto por la persona de la que está enamorado. Comienza a verle gris, mediocre. Rechaza su falta de apego a la vida. Cuando se acuestan, él ya no huele a sexo sino a cobardía. La suspicacia se convierte en certeza. Su amor, tan puro e intenso, palidece. El casado, como siempre ha hecho, ensucia todo a su paso. Esta bella historia también. El soltero, derrotado, mustio, una sombra de lo que era, le deja ir.
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Quince años después, se vuelven a encontrar. El casado sigue así, casado. Al soltero le contaron que años después se enamoró de otro hombre, que dejó todo y escapó lejos. Su esencia aguantó un fin de semana. Regresó a su gastada vida, abatido, con la autoestima destrozada, seguro de que se había equivocado. Se convenció de que no era gay, de que quería a su esposa, se sentó en su despacho y siguió firmando nóminas y amedrentando a empleados con sus pupilas. Se aferró a su mentira porque sin ella ya no sabía vivir. Su vida real quedó en un rumor de cafetería.
El soltero ya no lo es. Tiene pareja desde hace cuatro años. Y un niño que parió una madre de alquiler en Estados Unidos. Está feliz. No sabe cuánto durará su alegría pero ahora la saborea con gusto.
Cuando ve al casado, a pesar del tiempo transcurrido, el estómago le da un vuelco. Un torrente de antiguas sensaciones le arrasa. Siente amor, sacrificio, pena y algo de resentimiento. Interiormente, le reprocha su falta de valor, la oportunidad perdida. Pero le ve tan avejentado, tan mohíno, sin el brillo que hacía bonitos sus ojos… que vuelve a sentir la lástima que ya experimentó antes por él. Le compadece. Al fin y al cabo, sólo es un niño.
Sus miradas se encuentran. En la distancia, se saludan con un gran abrazo. Pero no se acercan. Los dos saben que su historia es mejor guardarla en esa caja delicadamente cerrada en la que se conservan los grandes amores, los sentimientos que se desbordaron de sentido en un momento determinado y que jamás volverán a repetirse. Porque hieren cuando la memoria los recrea.
Al que antes era el soltero le entran ganas de llorar. Recuerda lo que hizo cuando abandonó al casado. El mismo día, como símbolo de lo que perdía sin nunca haberlo tenido, dejó libres a sus dos canarios. Volaron y, horas después, volvieron a la jaula. Era el único hogar que habían conocido. Regresaron al seguro alpiste y al agua con sabor a plástico.