Relatos finalistas (9): Otórgame el poder

Por Gaysenace

"Otórgame el poder" (Burgos, España) se suma a los finalistas que ya hemos publicado en nuestro blog correspondientes al I Premio LGTB "Corralejo".1.- Noelia aparecía cada mañana embutida en jerseys de cuello alto y con gorros de broches extraños que le cubrían la cabellera prácticamente en su totalidad. Quizás así se sentía más resguardada de la intemperie que la circundaba. Las piernas, envueltas en leotardos holgados, se doblaban de un modo cómico y la virilidad exagerada de sus hombros se teñía con un dramatismo que nadie a su alrededor consolaba. Subía las escaleras con una rigidez de columna dórica, la mirada fija en el charol de sus bailarinas, el buenos días arrancado con un sacacorchos del gollete de su cabeza. 
Algunos chismorreaban que era viuda desde que a su supuesto marido le había dado un infarto fulminante, pero otros mantenían que se había casado con un veinteañero peruano que tomó las de Villadiego en cuanto se comprometieron con un sí sobrio en la sacristía. Nunca bajaba a beberse un café a media mañana a la máquina del zaguán. Se arrebujaba en su refugio de abrigos de lana y allí permanecía hasta que en el reloj de la oficina daban las tres, la exactitud de su mesa comparable a la de los mandos de un cohete, la punta de los lapiceros siempre milimétrica. A esa hora descendía por las escaleras como las había subido, en silencio, asemejada a una novicia que trata de hacer el menor ruido posible para no llamar la atención de las celadoras del buen orden monástico. Usaba zapatos con la suela de goma y el sonido de sus pisadas se difuminaba en un eco quedo, los tacones expatriados en una república de orgullo invisible, las medias de nailon a menudo oscuras. Las canas que adornaban su melena, recogida en un moño, parecían auténticas con el reflejo de las lámparas del edificio. Algunas cotillas, categóricas, aseveraban que se las había teñido con vistas a desmejorar su imagen adrede y otras ponían la mano en el fuego por su veracidad argentada. Nadie se ponía de acuerdo en todo lo referente a Noelia. Muchos jugueteaban con su apellido, Giménez, y lo transformaban en Jiménez, con jota, para dotarlo de una vulgaridad más barriobajera. De cualquier manera, su jefe, un patán de patillas esperpénticas que consideraba la sección de presupuestos como un cortijo de su propiedad, no le recriminaba nada. Y eso, teniendo en cuenta la verborrea soez que a la mínima se le escapaba acerca de sus otros subordinados, era un punto encomiable a favor de Noelia.
Quédate a tomar un vino, y la negativa de Noelia revoloteaba insípida por la coronilla de los que se apilaban en el bar de la esquina, los futuros contingentes del viernes quiméricos, la rutina amparada en sus costillas de mecanógrafa.
El día que se agachó a recoger un folio caído de la fotocopiadora, todos los presentes pudimos apreciar la puntilla asalmonada del encaje de sus bragas. Los entresijos del espectáculo, engordados por la faramalla, se corrieron en un santiamén de pólvora. Usaba ropa interior anticuada. La algarabía se trenzó con una copiosa catarata de opiniones y las lobas, más contentas que unas castañuelas, aullaron por haber encontrado un tema para espantar el tedio de la mañana. Ella no se dio cuenta de la que había armado, la tranquilidad a prueba de bombas, la franqueza entremetida en su jersey morado de cuello alto. Pero una palabra brotó de una boca anónima, un tono neutro que nadie fue capaz de ubicar en una garganta masculina o en un carmín femenino. Patética. Noelia la oyó y el acento tajante en la e se convirtió en una alabarda de cuchilla envenenada. Un punzón de enojo hendió la terneza de su oído y la rabia, acaso acumulada durante lustros, se avivó en un periquete de amén. Se volvió hacia la cuadrilla de compañeros que haraganeaban junto a la máquina del café y lanzó una granada con la espoleta ya desprendida. Les llamó de todo. Un quintal de trilita reventó en medio de los cuchicheos y todos menguamos con los labios sellados por el estupor. Luego se giró con soberbia de reina y se encaminó a su sitio, a su silla, al ordenador donde tecleaba con las uñas pintadas de perla. La gente se quedó de piedra. Era el primer vocablo encabronado expelido en décadas y la estupefacción se afincó en un pasillo trufado de rostros cansinos. El insulto fue el detonante de una tormenta de chascarrillos que culebrearon por el laberinto de los rodapiés. Las arpías, más envalentonadas a partir de entonces, encauzaron un vaivén de dimes y diretes en dirección a Noelia. Ella había cruzado un límite con respecto a los demás, pero sobre todo lo había atravesado dentro de sí. Al día siguiente apareció con una chaqueta ceñida de cuero, el jersey de cuello alto arrinconado en el calabozo del armario, el pelo suelto en un alarde victorioso frente a la adversidad. De súbito Noelia fulguraba con rayos diamantinos de alhaja y la plantilla al completo abrió los ojos como platos ante la magnitud de la novedad.
Buenos días, don Elías, y el saludo rimado de Noelia planeó sobre la colección de mesas con una dicción de actriz consagrada, los toques de rímel discretos, los iris terriblemente encaprichados de la luz.
Su jefe izó los párpados en pos de la revolución que se avecinaba y después esbozó una sonrisa boquiabierta a causa del semblante de su subordinada que, sin recato, embalada, le guiñaba un ojo mientras se aposentaba en el borde peligroso de la lascivia. La nueva Noelia bajó cinco veces a la máquina del café durante la jornada laboral. El éxito se extendía asombroso a sus pies. Los hombres se pasmaron con la aparición de aquella venus sabrosa y las mujeres se aprestaron a defender a sangre y fuego el perímetro de su territorio. Asía el vaso de papel con el meñique tieso y bosquejaba una señal en lo alto de sus dedos estilizados. El pantalón de licra, más prieto que un torniquete, realzaba de repente la forma imponente de sus caderas. Apenas comentaba las afirmaciones de los demás, pero el fogonazo de su silueta desprendía un halo de belleza que muy pocos podían obviar. Los susurros endemoniados por la envidia rastrera, ensalivaban el deseo a flor de piel. No se hablaba de otra cosa en el edificio. Ni el nacimiento del primer hijo del presidente de la corporación, ni la caída de la productividad a niveles jamás imaginados, superaban la lista gruesa de dictámenes referidos a Noelia. Los varones se extasiaron con la provocación de su anadeo y las féminas, con un miedo inopinado en el tuétano, eligieron una retirada a tiempo por si las moscas. Llegaron las vacaciones navideñas y Noelia recibió catorce invitaciones por escrito para asistir a otras tantas fiestas de fin de año. Se trataba de una costumbre de los colegas heredada de las clases de urbanidad de principios de siglo. Era un rectángulo de cartulina de motivos florales coloreados con primor, con cuatro palabras manuscritas encima de la firma del interesado. Las rompió, una a una, en las narices de los pretendientes y las depositó en la papelera de la máquina del café. Pero hubo una que no hizo añicos. La mía.
2   Elegí un cotillón en una discoteca de las afueras de la ciudad, la etiqueta obligatoria, el chocolate y los churros incluidos en el importe de la entrada. Telefoneé a una amiga de toda la vida y me acompañó a un sastre de su confianza. Entre los dos, reflejados en un espejo de proporciones ovoides, me aconsejaron una pajarita de seda salvaje y unos mocasines granates. Les hice caso. Al cabo me vistieron con un traje hecho a medida en dos días. La americana descollaba gracias a unos bolsillos triangulares que estaban al parecer de moda y el dobladillo del pantalón, rematado con un pespunte de hilo encarnado, se conjuntaba con los zapatos. Un nerviosismo de chiquillo frente a un cesto de chucherías se apoderó de mi ánimo. Las horas de espera deambularon eternas y los padrastros crujieron mordisqueados con afán de comején. Mi mente elucubraba a toda pastilla con un turbión de roces libidinosos. La urgencia, atropellada en mi fuero interno, zambullía las doce campanadas en el jugo de una docena de uvas. Noelia surgió de un taxi con una faz rutilante de diosa y con un escote, sublime, que se aleaba a la perfección con los octógonos rojos de su vestido de tul. Me regaló dos besos que me supieron a la confitura de albaricoque que mi madre preparaba en verano, el aliento engolosinado, la barbilla embriagada por una esencia de alhelíes recientemente cortados. El menú de la cena se paseó triunfante delante del estandarte de nuestra excitación. Tomamos la sopa de pescado con cucharadas pausadas mientras los langostinos dormían el sueño de los justos a la vera de una mayonesa jalde. La merluza rellena de setas se erigió en soberana de la fiesta y nuestras copas de champán chocaron con vaticinios de felicidad sustanciosa. Sus pestañas resplandecían con las ráfagas luminosas que despedía la bola del techo en el centro de la pista, las manecillas de un reloj enorme cada vez más juntas, las doce a tiro de piedra. Percibí una sombra de vello en la confluencia de la mandíbula con su oreja, una reserva guardada bajo cien losas, pero los altavoces anunciaron por fin la llegada del año nuevo con ostentación de meteoro. Las cuatro cifras del año de marras estallaron en el confín de la noche y Noelia, aferrada al cristal de otra copa, cobijada en la procacidad de sus axilas depiladas y de sus uñas púrpuras, me observó con detenimiento.
Siempre he sabido que naciste mujer, y sus palabras se enquistaron en mi alma con pujanza de bomba atómica, los segundos paralizados dentro de las burbujas de la bebida, el bullicio atrapado en el cepo de la confusión.
Nadie conocía mi secreto y la contentura se borró de mi gesto por arte de birlibirloque. Sin embargo, ella apoyó su mano sobre la mía con una calentura de fiebre pecaminosa, las retinas nítidas, los dientes engatusados con los cinco botones de mi camisa. En ese instante comenzaron los cuartos y me dio de beber de su copa, sin conceder mayor importancia a mi pasado. Hice otro tanto con la mía y engalanamos el brindis con un beso de fantasía húmeda. Luego coqueteamos en la pista y vimos a una pareja que trabajaba dos plantas más arriba que yo. Los rabillos del ojo, vigilantes con la espuma de la alegría, zurcían la alfombra de serpentinas irisadas del suelo. Les saludamos con las cejas enarcadas y no nos acercamos a desearles feliz año. Sus ceños se arquearon, acribillados por la ametralladora de la sorpresa, mientras la gente en rededor se desbocaba por la escaramuza de la juerga. Nosotros seguimos a lo nuestro, a caldear la templanza de la ebullición, a sortear pelvis que zigzagueaban en busca de medias naranjas. Mi vejiga ardía por los cuatro costados y me planté en los urinarios con tres zancadas de atleta consumado, la ebriedad ajetreada por la fusta de la vehemencia, el espejo agigantado por la velocidad histérica de los flequillos. Al salir del servicio unos celos de jabalí se apropiaron de mi espíritu cuando la vi en compañía de un moreno de perilla quijotesca. Cerré los puños en actitud de caballero ultrajado y noté en las rodillas un hormigueo de alergia. Pensé que había aprovechado los dos minutos de libertad para tontear con otro, los mentones aledaños, la baba encalabrinada. Entretanto, Noelia me vio y vino hacia mí. En su cara centelleaban chispazos de vigor intacto, los senos reunidos en un frente común, la atracción incombustible. Antes de que pudiera engrasar mis reproches, silabeó una coletilla de bandera blanca, es un amigo de la infancia, y el colorete del sosiego regresó al lienzo de mi tesón. Las horas se escabulleron por donde habían venido y el jolgorio del recinto se fue apagando con el humo del chocolate. Los churros se clavaron en sus labios de concubina otomana y mi pulgar se apegó a la servilleta con la que le limpiaba el exceso de azúcar. Nos besamos en la fila de la salida, sin que ningún baile lento hubiera permitido apretar la rijosidad de nuestros cuerpos. La recompensa fulguraba en lontananza, con amagos de ventura, entre una cohorte de taxistas que se emperraba en zarandearnos sobre la gravilla contigua a la discoteca.
Vamos a mi casa, y su ofrecimiento galopó por el asiento trasero del coche, la carne abrasada por el lanzallamas del ímpetu, las trifulcas de los borrachos ajenas a la imposibilidad de la razón.
Su apartamento se reducía a un salón con cocina americana y a una habitación adornada con fotografías enmarcadas de paisajes campestres. Tuve que ponerme de lado para poder entrar al baño. El fluorescente bizqueaba con guiños de alcahuete y la textura del papel higiénico blanqueaba idónea. Al evacuar imaginé el arrullo del porvenir, la pasión descomunal, los muelles del colchón ansiosos. Salí del tabuco con ínfulas de apisonadora y toqueteé la cal de las paredes, el escay sobado del sofá, el polvo de la televisión enana, la cotidianeidad, en definitiva, de Noelia. La penumbra del amanecer pincelaba nuestras figuras con un matiz apropiado para el amor. Nos abrazamos con rotundidad y las bocas se juntaron todavía frescas a pesar de los efluvios alcohólicos. Nos fuimos despojando de la ropa, en silencio, a pocos centímetros el uno del otro, y la explosión de algunas tracas tardías cristalizó el instante. Desabroché el corchete de su sujetador y dos pechos de doncella inguinal se balancearon con ritmo de solfeo. Su vientre, liso como un fragmento de mármol, no armonizaba con unos hombros algo grandes en una hembra de curvas tan precisas como las de ella. Luego tuvo algún que otro problema con la hebilla de mi cinto, pero a la postre descubrió el tesoro de mi secreto. La rectitud de mis partes pudendas, operada por un cirujano reputado, erigió la verdad en un frenesí de lametones. Enseguida descendí con mi lengua a la caza de su delirio y el tiento de mis palmas se topó con un cimiento más duro que el feldespato. Entonces la feminidad reventó con su falo de semental. Icé los párpados y encontré una comprensión de amante sabio. La certidumbre se regodeó con un sinfín de respuestas preñadas de almidón y el éxtasis, arropado por una capa de interjecciones animales, encendió la candela del ardor.
Otórgame el poder, y su petición repicó con el año nuevo en las campanas de medio mundo, el busilis del rompecabezas resuelto, la erupción del placer mutuo ensamblada a destajo.