La voz del muchacho volvía a suplicarle que lo hiciera. Alcancé a oírlo en medio de la modorra que nos envolvía, y al comienzo, pensé que se trataba de un sueño. Pero la voz volvió a oírse igual, machacando su insistencia. —Dale, anda... ¡Un solo piquetazo, y ya! Ni te enteras que lo hiciste... Hazme ese favor, anda. Tal vez hubiera en ella algo femenino —pensé ahora— tal y como pensaba el chino.
—¿Crees que sea maricón?
—¡Buenas nalgas tiene! Será cosa de ver... Con el atraso que tengo... —¡Chino bugarrón...! —No te preocupes, que pa' algo somos ambias. —Vete al carajo, anda. —¡Ah! No me vengas con cuentos, gaito... Aquí el que no apunta, banquea, mi hermano. Pero el chino no había conseguido nada con sus avances de medianoche, y ahora estaba convencido, (o si no a punto de convencerse), de que el muchacho era hombrín a toda, y de que más bien que faltarle le sobraban agallas. —¿Coño, chino, qué más te da a ti —volvió a oírse la voz que suplicaba— si después de todo, es a mí a quien va a dolerle? El chino aún no dijo palabra. Me lo imaginé diciendo que no obstinadamente, con su cabeza de pelo hirsuto, y los ojos de mirada intensa. Luego, pareció no pasar nada. O mejor, era como si se hubieran puesto finalmente de acuerdo. Lo supe, cuando la voz cesó, porque había comprendido que aquella súplica era de las que al fin consiguen lo que piden, y no estaba hecha de desganos. Pero el chino era mi amigo, y no podía dejarlo que se metiera en un problema como aquél, por resolverle al muchacho el suyo. Después de todo, no había que ser perspicaz para entender que aquello le traería complicaciones. De vuelta en el corte, me las arreglé para hablarle del asunto, aunque él parecía sacarme el cuerpo. Entre un golpe y otro de machete, le fui diciendo mis cosas. —¿En qué lío te andas metiendo ahora, chino? —No soy yo quien busca los líos, gaito. ¡Son ellos los que dan conmigo! —Tú sabes bien a lo que me refiero... Hablo de la lea ésa que te trae loco. Óyeme bien lo que te digo... —¡Ah, no seas comemierda, gallego! ¿Te crees acaso que de verdad me gusta la sopa de gallo? —Eso es asunto tuyo. Pero todo el mundo en el campamento sabe, lo que se traen entre manos, tú y el mariconcito ése. Esta vez, el chino se paró en seco. —El chiquito no es raja’o, como yo pensaba. Me equivoqué, y eso es todo. —Loca del culo, o de la cabeza, lo mismo da, chino... Te vas a meter en un problema. —Tú no entiendes, Julián. —¿Qué es lo que hay que entender, chino? —El muchacho está desesperado, viejo. No tiene más de diecisiete añitos. —Peor, mi hermano. Te lo singas, y a lo mejor no pasa nada. Pero si le metes el piquetazo que se anda buscando, te salaste. Eso es atentar contra la propiedad del estado. —La madre está muriéndose de cáncer... Tragué en seco, para bajar el bolo duro que se habían vuelto de pronto mis propias palabras. —¿Y tú, cómo coño lo sabes? —Me lo ha dicho el muchacho. —El muchacho te puede haber hecho ese cuento, chino... —No es un cuento, gaito. ¡Gallego tenías que ser, cojones, para ser tan desconfia'o! —¿Y tú, cómo coño puedes estar tan seguro? El chino me clavó unos ojos bruñidos y duros como piedras negras. Eran ojos de animal herido, como si los ojos verdaderos se retrajeran detrás de unos vidrios impenetrables. —El chiquito ése no anda bien..., chino —dije, señalándome la sien con el dedo enguantado—. Yo, nada más te advierto para que estés avisado. Tú, haz lo que te salga de los cojones. —Ya no es asunto de cojones, Julián —dijo él, como si hubiera estado esperando estas mismas palabras para decir las suyas—. ¡Tremendo cuadro, mi hermano! ¡Eso es lo que es! —Óyeme lo que te digo, chino. El que se envuelva con ese chamaco se sala sin remedio. ¡Deja que otro le haga el favor que está pidiendo! Mis palabras parecieron al fin tener el efecto deseado. El chino se sacó uno de los guantes, para secarse el sudor de la frente con la mano desnuda. Luego volvió al corte con un vigor renovado, incluso se diría entero. De esos que revientan, y que por experiencia soslaya el cortador avezado. No fue hasta el día siguiente que vino a sentírselo, cuando al toque de diana no consiguió levantarse. Ni importaron todas las maldiciones, ni las amenazas del teniente para movilizarlo. Al principio, ni él mismo sabía lo que tenía, hasta que hubo que llevárselo al final del día. Un examen médico posterior determinó un problema de discos, y le impuso un régimen de inyecciones y trabajo moderado. Estuvo fuera diez días contados, y al cabo regresó al campamento, porque la Zafra necesitaba hombres a como diera lugar. Fue en la ausencia del chino que ocurrió la desgracia. El aún no lo sabía cuando regresó, todavía renqueando, a mover peroles en la cocina como mejor pudiera. Pero enseguida lo supo. Era inevitable que llegara a saberlo. —Se desangró, mi hermano. Te lo dije, que estaba loco... El chino estaba demacrado, como si fuera a desmayarse, pero me miraba fijo fijo. —En vez del tendón, el machete le interesó una arteria, dicen... —decía yo, sin saber cómo parar, ni si debía hacerlo. —¡Por culpa mía! ¡Es por mi culpa, Julián! —No, chino, qué va a ser culpa tuya... —Yo hubiera sabido cómo hacérselo. —Fue una locura, chino. ¡Una locura! —dije. Y para convencerlo todavía, añadí—: ¡Al Jutía, le están pidiendo pena de muerte! El sargento jefe de suministros llegó en ese instante a interrumpir la conversación. Al chino, al que veía renquear, no le pidió cuentas, pero a mí comenzó a exigirme obediencias de todos los tamaños, que de no haber sido él sargento, me hubieran sobrado. Cuando volví al corte, le entré con una fuerza como si esperara ganarme yo solo la emulación. Ahora, ya no veía al chino nada más que cuando volvíamos a los albergues para echarnos a morir en las literas de saco, y sábanas sucias, o cuando mediante una escapada lograba acercarme a la cocina del campamento en busca de un trozo de pan duro, o de algún ripio de galletas. En la cocina, el problema del chino empeoró. Dos veces más se lo tuvieron que llevar a cuestas al hospitalito de Vallecas, de donde un médico lo remitió para el provincial, y de allí nuevamente al Hospital Militar. Las dos veces, cuando regresó insistió con la comandancia para que lo mandaran de nuevo al corte. No acertaba yo a comprender qué bicho lo había picado. Verdad que en la cocina no parecía irle mucho mejor, pero me extrañaba que sabiendo lo que era el corte, el chino quisiera volver a él. —Chino, te vas a desgraciar para siempre, mi hermano. Esas cosas de la columna son del carajo. No sigas insistiendo, que el peor día te mandan a doblar el lomo de a butin. Ahora dormía sobre una plancha de cartón prensado que nos habíamos ingeniado a cambio de una botella de ron. Los clavos para asegurarla a la litera habían costado otra media botella. —Gaito, mi columna es de granito sólido. El problema, es ese maldito disco rayado —respondió él, haciéndose el chistoso. Su insistencia, o la incapacidad del mando para resolver con imaginación el problema que el chino les planteaba, consiguieron que volviera al corte. —Te vas a descojonar todo, mi hermano —le advertí, mientras lo ayudaba a afilar su machete. —Lo quiero despalma'ito, Julián. ¡Qué corte un pelo a la mitad sin mucho esfuerzo! Me esmeré en darle filo a su machete, consciente de que aquello podría representar la diferencia entre otra crisis, o ninguna. Para mi tranquilidad, la jornada transcurrió sin novedades. Y me alegré de veras, cuando el jefe de pelotón recibió el gallardete de Ganadores de la Emulación Socialista, que por dos semanas seguidas, nos otorgaba el mando. Fue en ese momento, en medio de la bulla que metíamos, que reconocí la voz suplicante del chino musitando a mi oído, alguna cosa que no debió pedirme nunca. —Hazlo por mí, Julián. Cuando estemos en el corte, para que no sospechen. Ya no aguanto más, mi hermano. Y no sé cómo librarme de esto. Tú bien sabes que no es cosa de renunciar. Nada más que un piquetazo en el talón, y resuelvo. —Cuando al fin nos retirábamos a descansar volvió y dijo—: Hoy, en el campo, me faltaron los güevos para hacerlo. Es mejor que sea otro. Verás que ni me lo siento. ¡Porque ya no aguanto más esto...!