La señora soltó una carcajada que heló los corazones de los hombres. «¡Estúpido!», repitió. Sus pupilas parecían arder y su melena brillaba como si sus cabellos tuvieran luz propia. «¡A vosotros os condeno al infierno!». Levantó los brazos hacia el cielo y profirió palabras extrañas. Ciros la miraba. Se había transformado en una llama blanca sobre las rocas. Cuando su figura volvió a ser visible, señaló con ambos manos en dirección a las cascadas y pronunció un último conjuro. Un terremoto sacudió el lugar e hizo temblar a hombres y rocas. Pareció que la tierra se fuera a resquebrajar, cuando por las Gargantas apareció un alud de agua, barro y grandes piedras, que se desplomó por la vertical de la caída y descendió por el cauce del río, barriéndolo todo a su paso.El veguer de la Marca Sur presenció como los suyos desaparecían en un abrir y cerrar de ojos bajo aquel furioso aluvión. Con lágrimas brotando de sus ojos, levantó la vista y vio a aquella diosa del norte que lo contemplaba, desdeñosa, desde el risco. Aresha lo señaló y los salvajes empezaron a descender del paso y a salir de los bosques, al otro lado del cauce.Sólo contaba con la retaguardia. Imposible contenerlos. Preso de una súbita impotencia, recogió y lanzó un puñado de tierra contra la crecida que se había llevado al grueso del ejército y, a la vez, los salvaba del ataque de los montañeses. Un puñado de tierra contra unas fuerzas que desconocía.—Todo lo que no sea comida, agua y armas, ¡al suelo! —ordenó con voz imperiosa—. ¡Todo! Debemos ser ligeros como las gacelas del sur, vamos.
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