Seix Barral, 2017 (trad. Vida Ozores; pról. Jesús Carrasco)
No formaré parte de los que atrasan cien años el reloj de los tiempos.
La muerte se desliza por Reloj sin manecillas (1961) como una entidad omnipresente, y no (solo) porque se trate de la última novela de una de las grandes escritoras sureñas del siglo XX, Carson McCullers (Georgia, 1917 - Nueva York, 1967); de hecho, cuando la publicó, seis años antes de su fallecimiento, aún no podía sospechar que sería la última. "La muerte es siempre la misma, pero cada hombre muere a su manera" (p. 15), reza la primera frase, un guiño a su admirado Tolstói. En el primer capítulo, J. T. Malone, un farmacéutico de una localidad del sur de Estados Unidos, es diagnosticado de leucemia. Pero, calma, que nadie salga corriendo: no se trata de una novela triste ni de una meditación sobre la enfermedad. El estilo de la autora se caracteriza por "una yuxtaposición audaz y en apariencia insensible de lo trágico con lo humorístico, de lo grandioso con lo trivial, lo sagrado con lo licencioso", tal como lo expresa ella misma en un ensayo recogido enEl mudo y otros textos. Además, la muerte también tiene un sentido más hondo, inherente a la sociedad: el final de una época, de un determinado sistema de pensamiento.
La novela se organiza en torno a cuatro personajes, que simbolizan a generaciones distintas. El juez Fox Clane ("Siempre es mejor mirar hacia atrás que hacia el futuro", p. 82), un octogenario racista y clasista, que añora su reputación de antaño y todavía anda metido en política para oponerse a los derechos de los negros; un anciano en caída libre, representante del viejo orden, con muchas sombras en su familia y en sí mismo, un hombre que se agarra a un clavo ardiendo mientras la temida decrepitud lo acecha. El tiempo se le acaba, oye el tictac del reloj cada vez más fuerte. Por otro lado, el ya mencionado J. T. Malone, un farmacéutico de mediana edad, la generación intermedia entre el juez y los jóvenes. Casado y con dos hijos, un tanto acomplejado, ni muy enamorado ni muy satisfecho con su trabajo; un tipo anodino, normal, se podría decir. Siempre tuvo la sensación de que podría haber llegado más lejos, y el diagnóstico le cae como una sentencia de muerte ("Pensó en toda la vida que había malgastado. Se preguntó cómo podía morir si aún no había vivido", p. 190). Afronta sus últimos meses como el resto de su vida: con resignación y sencillez, sin perder el trato amable. Malone se lleva bien con el juez, ante todo es un hombre muy cordial, empático, pero rechaza algunas de las ideas del anciano; está más concienciado con las desigualdades.
En paralelo, la generación joven, la esperanza (o no). Para empezar, Jester, el nieto del juez, aunque poco tiene en común con él: un muchacho mimado, inocente, tímido, reprimido, que oculta su atracción por los chicos (un tema que la autora ya planteó en Reflejos en un ojo dorado) por el temor a ser tachado de enfermo o depravado. Vive su coming-of-age con esta losa, y se verá involucrado sin querer en unos sucesos turbulentos. Entre él y su abuelo se produce el consabido choque generacional. Por otra parte, Sherman Pew, un adolescente que traba amistad con Jester. Es casi su polo opuesto: huérfano, negro de ojos azules, padece la segregación racial y se las da de gamberro, si bien en realidad no deja de ser un niño herido, necesitado de afecto, obsesionado con encontrar a su madre. Está enfadado con el mundo, y con razón, puesto que sufre la peor cara del ser humano, el abuso de los poderosos sobre los negros y las carencias de la orfandad. A pesar de su buen fondo, esa rabia contenida estallará y le pasará factura (McCullers no es una autora políticamente correcta: todos los personajes se mueven en una escala de grises). Contra todo pronóstico, el juez se encariña con el joven Sherman Pew, lo que enriquece aún más el (ya de por sí interesante) entramado.
... la pasión en la primera juventud, aunque no tiene raíces profundas, es fuerte. Surge y toma forma al oír una canción en la noche, al oír una voz, al contemplar a un desconocido. La pasión le hace a uno soñar despierto, le hace imposible concentrarse en las matemáticas, y en los momentos en que más desea parecer ingenioso, le deja a uno en ridículo. En la primera juventud, el flechazo es el compendio de lo que es el amor, le transforma a uno en momia, hasta tal punto que uno no sabe si está sentado o acostado y, aunque de ello dependiera su vida, uno no recordaría lo que ha comido. Jester, que estaba iniciándose en la pasión, tenía miedo. Nunca se había emborrachado ni deseaba estarlo. Era un chico que sacaba sobresalientes en el colegio [...]; sólo soñaba despierto cuando estaba en la cama y no se permitía soñar así por la mañana una vez que había sonado el despertador, aunque a veces le hubiera encantado hacerlo. Una persona así, naturalmente, se asustaba ante el flechazo. Jester creía que si tocaba a Sherman, eso le llevaría a cometer un pecado mortal, pero cuál sería ese pecado lo ignoraba. Sencillamente se guardó de rozarlo, mientras lo contemplaba con ojos petrificados por la pasión.
En cierto modo, Reloj sin manecillas se puede considerar el Matar a un ruiseñor de McCullers (ella rechazaría de pleno esta comparación: siempre pensó que tanto Harper Lee como Flannery O'Connor la imitaban; su antipatía mutua es ya legendaria). Como en todos sus libros, la trama se vehicula en torno a uno o varios crímenes; la violencia del sur, de los barrios de extracción humilde en particular, que en términos literarios le sirve tanto para crear intriga como para esbozar un espléndido retrato social. En segundo lugar, en esta novela ahonda más que nunca en el racismo y la segregación racial, que ya había tratado enEl corazón es un cazador solitario y, de refilón, en Frankie y la boda. La homosexualidad reprimida, otro de sus motivos recurrentes, también está presente. Reloj sin manecillas plantea un punto de inflexión en la historia del siglo XX: el cambio de paradigma, la necesidad de combatir la discriminación y las desigualdades, de promover un modelo de sociedad con oportunidades para todos. La peripecia de los jóvenes adopta tintes épicos por su lucha contra el orden establecido. Tienen mucho a su favor, pero, como en cualquier gran transformación histórica, algunos caen por el camino. Y nadie sale incólume.
Al igual que su debut, Reloj sin manecillas aúna realismo y simbolismo. Lo primero, por su brillante representación del sur, el ambiente oscuro, cruel y devastador que McCullers conoció en su infancia. Lo segundo, porque los personajes, y sus acciones, encarnan una posición en el espectro político (el juez que se aferra al pasado, el farmacéutico progresista pero precavido, el joven negro vengativo y kamikaze, el muchacho blanco liberal y reprimido). Esta es una novela sobre la derrota del viejo orden, no exenta, sin embargo, de víctimas inocentes. Una historia violenta, pero necesaria para mover las piezas, para el principio del fin de la discriminación racial. Y, además, una novela de aprendizaje, una novela social de aires dickensianos, una novela sobre la amistad, la enfermedad, la senectud. Profundamente conmovedora. Como todas las grandes obras, va de muchas cosas a la vez; y resulta agradable de leer por la fluidez y el humor del estilo de McCullers, que hace easy-going esa realidad embrutecida. Es extraordinaria. Se la cita menos que otros títulos de la autora, comoEl corazón es un cazador solitario o La balada del café triste, pero no tiene nada que envidiarles; lo tiene todo en su justa medida.
Un último apunte: Sara Morante, autora de las ilustraciones de las nuevas ediciones que Seix Barral ha publicado para conmemorar el centenario del nacimiento de McCullers y los cincuenta años de su muerte, hace una reinterpretación magnífica en esta cubierta: la Casa Blanca, los colores de la bandera de Estados Unidos, los árboles en otoño, tiempo de ocaso, y ese reloj al que se le acaba el tiempo. Buen trabajo.
Citas en cursiva de las páginas 215 y 110-111.