Reloj sin manecillas - Carson McCullers

Publicado el 12 junio 2024 por Elpajaroverde
«Cuando se mira hacia abajo desde una altura de dos mil pies, la tierra se ordena. Una ciudad, incluso Milan, resulta simétrica, exactamente como una pequeña colmena gris, acabada. Los terrenos circundantes parecen trazados de acuerdo con una ley más justa y matemática que las leyes de la propiedad y la ley del capricho. Un oscuro paralelogramo de bosques de pinos, campos cuadrados, rectángulos de césped. En un día sin nubes como aquél, el cielo que rodea por todas partes y por encima del avión es como un telón de un monótono azul impenetrable a la vista y a la imaginación. Pero allá abajo la tierra es redonda. La tierra es finita. Desde esa altura uno no ve a los hombres ni los detalles de su humillación. La tierra, a gran distancia, es perfecta e íntegra.Pero ése es un orden de cosas extraño al corazón humano, y para amar a la tierra hay que acercársele más. Planeando hacia abajo, muy bajo, sobre la ciudad y la campiña, esa integridad se rompe en múltiples impresiones. [...] Cuando uno se acerca describiendo un círculo, la ciudad misma se convierte en algo loco y complejo. Se ven todos los rincones secretos de los tristes patios traseros. Vallas grises, fábricas, y la llanura de la calle principal. Desde el aire los hombres resultan encogidos, tienen aspecto de autómatas, como los muñecos de cuerda. Parecen moverse mecánicamente en medio de las miserias que les tocan en suerte. No se les ven los ojos. Y por último, esa sensación se hace intolerable. La tierra entera, a gran distancia, significa menos que una larga mirada a unos ojos humanos. Aunque sean los ojos de un enemigo».

Me pregunto si esa distancia desde una avioneta que toma altitud hacia la tierra es comparable a la distancia que adopta un hombre que asiste atónito al trayecto final de su existencia respecto al recién descubierto «monótono laberinto de su vida». Me pregunto si es por ello por lo que J. T. Malone, uno de los personajes del libro que os traigo hoy, amén de ser el hombre cuyo cronómetro vital ha iniciado la cuenta atrás, en una escena de esta novela en la que ciertos individuos se reunen en su farmacia, individuos «tan vulgares que no tenía costumbre de concederles su atención ni para bien ni para mal», esa noche en concreto «veía las debilidades de todos ellos, sus pequeños defectos». Me pregunto si es por ello por lo que Carson McCullers (1917-1967), de maltrecha salud, desmenuzó tan hábilmente las debilidades y defectos de sus personajes en esta su última novela. Pero, sin embargo, la escritora sureña ya había dado a la literatura universal personajes brillantes, algunos de ellos creados cuando la autora apenas rozaba la veintena. Pero, sin embargo, es un joven y sano Jester Clane —otro de los personajes de esta novela— quien maneja los mandos de esa avioneta en esa escena que pone en la voz del narrador omnisciente de este Reloj sin manecillas que os traigo hoy la cita con la que he inaugurado esta entrada. Claro que la salud de Carson McCullers ya estaba comprometida desde temprana edad. Claro que el joven Jester ya había vivido algún acontecimiento en su aún corta vida de esos que amplían la mirada y la perspectiva. Claro que una avioneta con mandos no es lo mismo que un reloj sin manecillas que no admite en ocasiones la salud y juventud como salvoconductos. Y, así, ocurre que la muerte «Se te acerca por la espalda. Mata al incauto con tanta frecuencia como mata al que la aguarda».

Aguarda la muerte J. T. Malone, recientemente diagnosticado de leucemia. Piensa en ella recurrentemente el anciano juez Fox Clane, prohombre de la ciudad de Milan. Aún no piensa en la propia su nieto Jester, para el que, sin embargo, huérfano de padre y madre como es, la muerte forma desde niño parte de su biografía. Huérfano también, aunque de orígenes desconocidos, es el inquietante negro de ojos azules que responde al nombre de Sherman Pew.
«—Perdóname —aventuró con voz temblorosa—. ¿Quién eres y qué era lo que cantabas?El otro joven, que tenía la misma edad que Jester, dijo con una voz que intentaba ser lúgubre:—Si quieres la verdad desnuda, no sé quién soy ni conozco mis antecedentes.—¿Quieres decir que eres huérfano? —preguntó Jester—. ¡Pero si yo también lo soy! —añadió entusiasmado—. ¿No crees que eso sea significativo?—No. Tú sabes quién eres. ¿Te ha mandado tu abuelo?Jester negó con la cabeza».

Y es que la verdad —quizás otra verdad desnuda— es que Jester no sabe muy bien quién es. Está en esa edad en la que se está a la permanente búsqueda de la identidad. Asiste al despertar sexual con la vergüenza provocada por la sensación de diferencia respecto a otros jóvenes de su edad y el sentimiento de que algo en él no marcha como debería. Se ha criado en una casa —la del juez— en la que permanece vivo el recuerdo de su padre, pero, sin embargo, la vida y especialmente la muerte de su progenitor siguen siendo una incógnita para él. Cierto es que ha crecido bajo el paraguas protector que ofrece el cariño e impulsado por la seguridad que da ese afecto incuestionable y sin contraprestaciones de la familia, en este caso su abuelo. En eso se diferencia de ese otro adolescente que es Sherman, el cual crece anhelando amor y atención a la vez que esforzándose en demostrar que no los necesita, el mismo que no se corta en afirmar que «Durante buena parte de mi vida he tenido que inventar mentiras porque la vida real, verdadera, era demasiado aburrida o excesivamente dura para soportarla», y que además se empeña en cargar sobre sus espaldas toda las injusticias y ultrajes perpetrados contra su raza, resultando así que tan ingente peso le oprime hasta hacerle rezumar resentimiento. Son ambos —Jester y Sherman— hombres en construcción dándose una importancia que aún no merecen, extasiándose en palabras recién descubiertas que a sus vírgenes oídos suenan grandilocuentes e imbuidos en una confusión de sentimientos respecto a sí mismos, al otro y al mundo que les rodea.

A pesar del ambiente en el que ha crecido Jester, el hilo de cariño que lo une a su abuelo está cada vez más tenso. De un tiempo a esta parte ha comenzado a pensar por sí mismo y a tener ideas propias que contradicen aquellas que siempre había dado por supuestas y que no son otras que las de su abuelo. Así, cuestiona la segregación racial. Critica la diferente manera de juzgar un delito según lo haya cometido un blanco o un negro, es decir, la justicia de la que su propio abuelo, otrora prominente juez, admite que «es una quimera, una ilusión. La justicia no es una cinta métrica, aplicable con igual medida en todos los casos». 

Al viejo juez le duele esta brecha recién abierta entre él y su adorado nieto. «[...], la ruptura de la comprensión, de la simpatía, es ciertamente una forma de la muerte». Y es que hay muchas formas de morir. Como reza la maravillosa primera frase de esta novela, que irremediablemente recuerda al célebre comienzo de Anna Karenina de León Tólstoi, «La muerte es siempre la misma, pero cada hombre muere a su manera». Así, J. T. Malone se siente horrorizado «al saber que no solamente iba a morir, sino que alguna parte de él había muerto ya sin que él se hubiera dado cuenta». «Cercana la muerte, se había agudizado en él la vida» y al farmacéutico le invade la sensación de haber desperdiciado esta y haber dejado que fuera la inercia quien marcara las horas de ese reloj sin manecillas que es nuestro tiempo en la tierra. No puede evitar pensar «en toda la vida que había malgastado. Se preguntaba cómo podía morir si aún no había vivido». Cuando se sincera respecto a su diagnóstico con su amigo el juez, este le resta importancia a la opinión de los médicos. Se pone a sí mismo como ejemplo, pues, hace años, sus desmanes con la comida y la bebida le habían dado un buen susto en forma de ataque de apoplejía y ahí seguía, vivito y coleando. Sin embargo, el anciano es consciente de que las manecillas de su propio reloj han dado ya demasiadas vueltas y no puede evitar temer «El vacío, la nada [...], el infinito vacío y la oscuridad en que me encontraría completamente solo. Sin amar, sin comer, ni nada. Sencillamente, permanecer en ese infinito vacío y oscuridad».

«—Fox —preguntó Malone—, ¿cree en la vida eterna?—Creo en la idea de eternidad que puedo abarcar. Sé que mi hijo vivirá siempre dentro de mí, y mi nieto dentro de él y de mí. ¿Pero qué es la eternidad?—En la iglesia —dijo Malone— el doctor Watson ha hablado hoy de la salvación como arma de fuego que apunta hacia la muerte.—Una frase bonita... me gustaría que fuera mía. Pero no tiene sentido. —Y añadió finalmente—: No, no creo en la eternidad en el sentido religioso. Creo en las cosas que conozco y en los descendientes que dejo atrás. Creo también en mis antepasados. ¿Llamas a eso eternidad?»

Ciudad de Milan, en Georgia, EEUU, fotografía de Mklbell bajo licencia CC BY-SA 3.0


«¡Una enfermedad de la sangre! Pero, si eso es ridículo... llevas la mejor sangre de este estado», anima el viejo juez a su amigo farmacéutico cuando este le confiesa sus cuitas. Sin duda, Fox Clain es un anciano que añora el tiempo pasado, que es incapaz de admitir que el mundo tal y como él lo conocía y entendía se ha derrumbado y que abomina de ese otro nuevo mundo que está en construcción. Ese mundo en vías de extinción es el que tan extraordinariamente bien reflejó Margaret Mitchell en Lo que el viento se llevó, novela de la que Clane afirma en esta otra que nos ocupa ahora que le gustaría haber escrito. Para el nuevo mundo que se levanta ante sus ojos y frente al que, más que impotente, se siente —recién descubierta una forma de resucitar el viejo orden de las cosas a la par que otra forma de alcanzar la eternidad— revitalizado, el viejo juez no es un hombre respetable sino un reaccionario, pero, como él mismo explica, «Un reaccionario es un ciudadano que reacciona cuando los seculares principios del Sur se ven amenazados. Cuando los derechos de los estados son pisoteados por el gobierno federal, entonces es inevitable que el patriota del Sur reaccione. De otra manera los nobles principios del Sur serían traicionados».

El viejo juez se jacta de su sagacidad, de haber conocido a su hijo, de conocer a su nieto, de entender a los negros. Sin embargo, es miope respecto a los sentimientos que inconscientemente alimenta en aquellos que lo rodean, así como poco diestro en sus relaciones con estos. Tal incauta ceguera resulta peligrosa. Es un personaje que provoca rechazo pero que también logra por momentos conmover. Esta ambivalencia de sentimientos en el lector es también, en menor o mayor grado, provocada por los otros tres personajes protagonistas de esta novela, pero, por sus ideas tan en las antípodas de las de la mayoría de lectores, es el juez Clain el que provoca un claro rechazo. Y, sin embargo, a pesar de su profundo racismo, a pesar de su torpeza hacia los sentimientos y reacciones de los demás, en ocasiones hace gala de un análisis social y de un conocimiento de la condición humana extraordinariamente lúcidos y certeros. En una novela en la que abundan los diálogos incisivos, agudos y reveladores entre los principales personajes, el viejo Fox Clain nos sorprende interviniendo en algunos de estos con manifestaciones como las que siguen:

«—Habla usted como si fuera partidario de la esclavitud.—Naturalmente que soy partidario de la esclavitud. La civilización se basa en la esclavitud.[...]—Si no exactamente en la esclavitud, por lo menos en un estado feliz de peonaje.—Feliz ¿para quién?—Para todos. ¿Crees por un solo momento que los esclavos querían ser liberados? No, Sherman, muchos esclavos permanecieron fieles a sus viejos amos: no deseaban estar libres hasta el día en que murieran».
«—La parálisis progresiva no huele mal.—No, pero el socialismo sí huele mal. Y cuando el socialismo anula la iniciativa privada... —la voz del Juez se apagaba, hasta que dio con una imagen—... coloca a las personas en moldes de galletas; eso es la estandarización —dijo el Juez apasionadamente—. Puede que te interese saber, hijo, que en una ocasión tuve un interés científico por el socialismo e incluso por el comunismo. Puramente científico, no lo pierdas de vista, y por breve tiempo. Pero entonces, un día, vi una fotografía de docenas de mujeres bolcheviques vestidas con idénticos trajes de gimnasia, todas haciendo el mismo ejercicio, todas en cuclillas. Docenas y docenas de mujeres haciendo la misma gimnasia; los pechos idénticos, los muslos iguales, cada postura, cada costilla, cada trasero, igual, igual. Y aunque no siento ninguna aversión por las carnes sanas de las mujeres, sean bolcheviques o estadounidenses, en cuclillas o de pie, cuanto más estudiaba la fotografía, tanto más me repugnaba. Ahora bien, podía muy bien estar enamorado de una en particular, de una de aquellas mujeres de carnes exuberantes..., pero verlas una tras otra, idénticas, me repugnó. Y todo mi interés, por muy científico que fuera, desapareció. No me hables de estandarización».
«—Además —continuó el Juez—, tú y yo poseemos nuestras propiedades y nuestra posición, y se nos respeta. Pero, ¿qué posee Sammy Lank, aparte de montones de hijos? Sammy Lank y otros blancos pobres como él, no tienen más que el color de su piel. La clave de todo el asunto es que no tienen medios, propiedades, ni a nadie por debajo de ellos. Es triste admitirlo, pero la naturaleza humana, todos los hombres, tienen que tener a alguien por debajo de ellos, alguien a quien poder desdeñar. Y Sammy y los que son como él, solamente pueden sentirse superiores a los negros. ¿Comprendes, J. T.? Es una cuestión de orgullo. Tú y yo poseemos nuestro orgullo, el orgullo de nuestra sangre, el orgullo de nuestro linaje blanco. Pero, ¿qué posee Sammy Lank, excepto montones de trillizos de rostros blancos, gemelos, y una mujer, gastada por tantos embarazos, que se sienta en el porche a oler rapé?»

La cantante Marian Anderson, fotografía en dominio
público de S. Hurock-classical concert promoter

Comenta Jesús Carrasco en el prólogo a esta edición de Reloj sin manecillas de 2017 conmemorativa de los cien años del nacimiento y 50 de la muerte de Carson McCullers que «En ella hay algo de totalizador, una especie de vocación por querer abarcarlo todo, al menos todos sus temas recurrentes, como la soledad, el extrañamiento, el alcohol, la presencia de Dios o las tensiones raciales. Una totalización producto, sin duda, de su ambición literaria pero también del larguísimo proceso de escritura de la obra. En 1951 Carson declaró en el New York Herald Tribune Book Review que, para entonces, ya llevaba diez años pensando en un libro que giraría en torno a la «responsabilidad de un hombre para consigo mismo»». Cierto es que, habiendo ya leído todos los cuentos de la autora y siendo esta que nos ocupa la única de sus novelas que me quedaba por leer, no me ha costado detectar esos temas recurrentes en su obra. Habita en la misma ese extrañamiento del que es máximo exponente La balada del café triste. La música, que tanta importancia tuvo en la infancia de McCullers y que impregna algunos de sus relatos salpica las conversaciones, encuentros y desencuentros entre Jester y Sherman y se pasea bajo el influjo del jazz por las calles de Milan en una escena que me ha recordado a otra de El corazón es un cazador solitario (así como al recientemente leído por mí cuento Las calles de Agota Kristof). El alcohol, al que tanto McCullers como su esposo fueron adictos, del que beben cuentos de la autora como El instante de la hora siguienteDilema doméstico ¿Quién ha visto el viento? y sobre el que tan reveladores datos detecté en su autobiografía inacabada Iluminación y fulgor nocturno, no es un líquido del que se priven algunos de los personajes de Reloj sin manecillas. La homosexualidad que la autora trató sin tapujos en Reflejos en un ojo dorado vuelve, aunque con un menor protagonismo y recorrido, a estar presente en la novela que nos ocupa. Brilla una vez más McCullers en la introspección de sus personajes más jóvenes, si bien en mi opinión las féminas adolescentes de la escritora sureña, como son la Frankie de Frankie y la boda y la Mick de El corazón es un cazador solitario, son tan extraordinarias que les comen la tostada a esos dos buenísimos personajes que son Jester y Sherman. La cuestión y tensión racial y la difusa línea que separaba en el sur de McCullers y de sus historias a los blancos más pobres de los negros de la población en la que se desarrolla El corazón es un cazador solitario constituyen el mismo germen para el conflicto (e incluso la tragedia) que en la Milan de Reloj sin Manecillas. La estructura de ambas novelas —las únicas no breves en la narrativa de la autora— es similar. Las dos construyen su trama —que en ambos casos discurre en una horquilla temporal de aproximadamente un año— sobre cuatro personajes. De la trama de esta última novela escrita por la autora, nada os he contado ni os voy a contar: es lo que tienen los buenos libros, que se puede hablar y hablar de ellos sin spoilear nada. En cuanto a sus cuatro personajes protagonistas, están, en esas debilidades y defectos que señalaba al principio de esta entrada, quizás más llevados al extremo que los de El corazón es un cazador solitario o que los de otras obras de la autora. Es por ello por lo que el lector puede sentirlos más lejanos, por lo que, aun siendo magníficos personajes, se les puede querer menos que a otros de la autora o sentir menos empatía hacia ellos. Hay en esta novela escenas y diálogos que parecen llevados al absurdo pero que sin embargo muestran una realidad incontestable y desnudan una afilada verdad. Es por esa ambivalencia entre lo caricaturesco y la ingeniosa revelación por lo que me he acordado a menudo durante esta lectura de la también sureña Eudora Welty y de lo único hasta la fecha que he leído de ella que es La hija del optimista. Sí, le doy la razón a Jesús Carrasco. Probablemente Reloj sin manecillas sea la obra de McCullers más totalizadora, así como —añadiría yo— la más sui generis, arriesgándose así a ser la menos querida por sus lectores pero no por ello inferior a otras más vanagloriadas. Por último y volviendo a los temas tocados en esta novela, vuelve en ella, como hiciera en Frankie y la boda y en alguno de sus relatos, a, aunque en este caso sea a través de un personaje secundario, dar su lugar a los criados negros. La misma McCullers tuvo criada negra en su niñez y la importancia de estas en las familias sureñas es otra faceta que la autora supo como pocos llevar al papel. En cuanto a la visión de la escritora respecto a la discriminación de los negros, Jesús Carrasco nos cuenta en el mencionado prólogo que «En junio de 1961, pocos meses antes de la publicación en Estados Unidos, Carson fue invitada a escribir una nota de autor en The New York Times Book Review a propósito de Reloj sin manecillas. Allí decía: «Cuando mi primer libro, El corazón es un cazador solitario, fue publicado, algunos de mis amigos sureños sintieron que yo era algún tipo de renegada o desviada dados mis sentimientos hacia los negros. El interés principal de mi nuevo libro no es hablar de los prejuicios o la injusticia en el sur. Simplemente trata sobre personas que luchan, se rebelan y aman en sus diferentes formas en busca de sí mismos»».

Esa búsqueda, esa lucha, esa responsabilidad de un hombre para consigo mismo, esa —en palabras de Jesús Carrasco— «responsabilidad, por ejemplo, para afrontar la soledad, para tomar decisiones morales y para, finalmente, modelar una identidad verdaderamente propia», que, según opina el autor de novelas como Intemperie o La tierra que pisamos, «es la idea que alumbra y la que subyace en cada uno de los personajes protagonistas de Reloj sin manecillas. Todos ellos solos e impelidos a tomar el timón de sus existencias. Todos ellos obligados a asumir de manera radical la responsabilidad de estar vivos» se me escapó en un principio. No fue hasta volver sobre lo leído que entendí lo que realmente implica esa responsabilidad de vivir y, más que de nuestras ideas o de nuestros pensamientos, de nuestros actos y no solo para uno mismo sino para con los demás. Lo que sí fui detectando a lo largo de esta lectura fue otro tema que o bien no está tan presente en el resto de la obra de la autora o bien se me había pasado desapercibido. Me pregunto si, aun siendo Reloj sin manecillas una obra que rondó la mente de la autora durante años, de algún modo u otro McCullers presintiera que esta sería su última novela y de ahí su ambición totalizadora, de ahí la permanente temática en ella del tiempo, de ese reloj sin manecillas cuya caprichosa maquinaria no es sino manejada por la no menos caprichosa muerte, esa que —recordemos— «Se te acerca por la espalda. Mata al incauto con tanta frecuencia como mata al que la aguarda». Porque «uno no puede escoger. Ni el nacimiento ni la muerte, uno no puede escogerlos. Sólo los suicidas pueden elegir, despreciando la ardiente plenitud de la vida por la nada absoluta de la tumba». No puede elegir J. T. Malone. No puede elegir Fox Clane. No puede elegir Jester Clane. No puede elegir Sherman Pew. No pudo elegir Carson McCullers, segando así la señora de la guadaña la vida de una escritora de una mirada, talento y personalidad difícil de igualar.

«Miraba fijamente el almirez y sus ojos brillaban con la fiebre y el terror y, en su abstracción, no se dio cuenta de que llegaba desde el sótano el ruido de unos golpes. Hasta aquella primavera siempre había sostenido que existía un ritmo elemental en la vida y en la muerte, el ritmo bíblico de los setenta años. Pero ahora meditaba sobre las muertes inexplicables. Pensaba en los niños, perfectos y delicados como joyas en sus ataúdes de seda blanca. Y pensaba en aquella hermosa profesora de canto que se tragó una espina de pescado en un banquete y se murió en una hora. En Johnny Clane y en los chicos de Milan que habían muerto en las dos guerras mundiales. ¿Y cuántos otros? ¿Cómo? ¿Por qué? Siguió escuchando los golpes en el sótano. Era una rata; la semana anterior una rata había derramado una botella de asafétida y durante días el hedor fue tan fuerte que el mozo se negó a trabajar en el sótano. No había ritmo en la muerte, solamente existía el ritmo de la rata, el hedor de la corrupción. Y la hermosa profesora de canto, la carne dorada y joven de Johnny Clane, los niños que semejaban joyas, todos terminaban en un cadáver descompuesto dentro del ataúd apestoso. Se fijó en el almirez con asombrosa sorpresa: sólo la piedra duraba».

Como si estuvieran cinceladas sobre piedra son las obras literarias de Carson McCullers: eternas.

Discurso de Gettysburg de Abraham Lincoln. Facsímil pertenenciente a Alexander Bliss. Fuente:James Grant Wilson, ed., The Presidents of The United States, 1789-1914, v. 2, 1914, between pp. 280 and 281. Trabajo en dominio público. 


Ficha del libro:Título: Reloj sin manecillasAutora: Carson McCullersProloguista: Jesús CarrascoTraductor: Vida OzoresEditorial: Seix BarralAño de publicación: 2017 (1961)Nº de páginas: 304ISBN: 978-84-322-2986-2Comienza a leer aquí
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