¡remedios vendo que para mi no tengo!

Publicado el 01 noviembre 2010 por Samdl

Se fue por la escalera de incendios y con el alma agujereada como un queso de Gruyère. Choi Yoon-Hee, conocida en su país por sus más de veinte libros escritos sobre la felicidad y la esperanza, además de múltiples apariciones en televisión, se suicidó hace apenas unas semanas a los sesenta y tres años de edad. Su muerte linda entre lo aleatorio y lo previsto; entre lo arbitrario y lo causal. La Sacerdotisa de la Felicidad –como bautizaron a la buena de Choi– no supo agarrar por las solapas a la depresión con la misma fuerza que pregonaba en su apolillada Tabla de los Mandamientos de la Autoayuda. Su muerte encierra ese leve vientecillo frío de justicia poética. El alguacil alguacilado. En una carta de despedida, reconoció que sus padecimientos pulmonares y cardiacos le hicieron descender al sótano de las oscuridades del alma para nunca más regresar. De nada sirvieron sus propias lecciones. El dolor y la muerte que a todos nos igualan. Peaje y paso obligado de las Termópilas. En su epitafio cabría escribir a modo de inocente colleja: «¡Remedios vendo que para mí no tengo!»
Y es que si hay algo que manejan con manos de alfarero todos estos vendedores de cantos de sirena son los números. Los de la cantidad de libros vendidos en el mercado de la mal llamada autoayuda, claro está. Esa que predica con la inapelabilidad de un oráculo chino que la fe mueve montañas; que te levantes dos veces por cada talegazo que pegues; que riegues con mimo de madre primeriza los parterres del pensamiento positivo para acabar con tu enfermedad… Mantras y consignas repetidas hasta la nausea que descansan sobre los anaqueles de las librerías aguardando a que un pobre y lastimero corderito mueso se lance sobre ellas en busca de un poco de árnica para las heridas del alma. Y ocurre que a veces no sólo son del alma. Extendido el positivismo desaforado como una mancha de aceite, se cuela incluso entre los finos y lentos arroyos de la ciencia médica. Con el mundo de la pseudociencia en ciernes y el orientalismo ramplón mordiendo conciencias, no resulta extraño que hasta por las hendiduras de la puerta del despacho del oncólogo se cuele el humo de incienso que ventean los turiferarios de la peste New Age.
El cáncer, como bien escribiera el ensayista británico Christopher Hitchens en un artículo para Vannity Fair en el que detallaba su descenso al infierno de los moribundos, ya no se trata de una desgarradora enfermedad, sino de un pulso. «Incluso está en los obituarios de los que perdieron la lucha, como si uno pudiera razonablemente decir de alguien que ha muerto después de una valiente y larga lucha contra la mortalidad». Puro travestismo de la corrección política. Olvidamos así que la espada corta por igual en ambos sentidos. Tan nocivo es el exceso de pensamientos negativos como el de un optimismo alejado de la realidad. Así, entre las fases de negación, ira y aceptación que acompañan la enfermedad, parecen querer calzar a la fuerza una etapa inquebrantable de guerra y pensamiento positivo. Todo ello visto desde la barrera. Y así, a toro pasado, que todos terminemos corriendo una suerte de Manolete. Las cosas cambian cuando el morlaco se cuela por la puerta trasera de casa. «Déjenme informarles, sin embargo, que cuando uno está sentado en una habitación con otros finalistas, y gente amable trae una bolsa transparente de veneno y la enchufa en tu brazo, y uno lee o no un libro mientras el veneno se introduce en tu organismo, la imagen del ardoroso soldado o del revolucionario es la última que aparece. Uno se siente hundido en la pasividad, se disuelve en la impotencia como un terrón de azúcar en el agua», añade Hitchens. Negar el dolor y la desgracia es negar la propia naturaleza humana. Y por tanto, glasearlo con un positivismo casi infantil linda pared con pared con el farragoso mundo de lo obsceno. Una cosa son las plumas de pavo real frente a los pequeños problemas del día a día y otra muy distinta es pavonearse con la insolencia del niño a quien le sale barba frente a los demonios y trasgos de la enfermedad. La periodista Milagros Pérez Oliva metió hace tiempo el dedo en la llaga preguntando al oncólogo José Ramón Germá: «Se está repitiendo tanto que la actitud frente al cáncer es crucial, que muchos enfermos, cuando se sienten deprimidos, cansados o desanimados, además de sentirse mal, encima se sienten culpables de no ser suficientemente optimistas, de no tener más ánimos. ¿Alguien puede asegurar que el estado de ánimo está separado de lo que ocurre en el organismo? ¿No podría ser una manifestación más del proceso biológico? ¿No le parece injusto ese mensaje para los que no pueden hacer nada por dejar de estar deprimidos?» A lo que el oncólogo que jugaba a ser San Pantaleón respondió: «Honestamente, he de decir que no había pensado en ello […] Desde luego, al oncólogo le va mejor que el paciente tenga una actitud positiva»
Vamos, que a la niñera le conviene que el bebé cagón deje de patalear y llorar no porque sea mejor para sus evacuaciones, sino porque así mantendrá sus preciosos dedos alabastrinos limpios y perfumados. La genealogía de toda esta nueva psicoterapia aplicada al cáncer la saca a colación con minuciosidad de relojero el psicólogo Gustavo Pérez Domínguez. «Respecto al caso concreto de la psicoterapia y su supuesto efecto médico, hace más de 20 años se asume por el público general y a veces por algunos oncólogos la supuesta eficacia de la misma para alargar la expectativa de vida. Los dos grandes iconos de esta tendencia son los estudios de Spiegel et al (1989) y de Fawzy et al (1993). Coyne et al, (Psychotherapy and Survival in Cancer: The Conflict Between Hope and Evidence) denunciaron las carencias metodológicas (muestras pequeñas, selección inadecuada de pacientes), los errores de interpretación estadística y, finalmente, atribuyeron el beneficio del grupo psicoterapéutico a tasas anormalmente negativas de evolución del cáncer en los grupos control (adicionalmente recogían varios metanálisis que no hallaban efecto médico alguno)» Botox y silicona contra el paso de los años. Cal blanca para las humedades. ¿Conviene confundir la realidad con el deseo? La mera voluntad es a la salud lo que la gestualidad a la economía. Humo de paja. La diferencia estriba en que los deseos apoyados única y exclusivamente en la sugestión mental pueden llegar a chocar con la afilada bayoneta de la realidad. El hecho mismo de barnizar al paciente con el tierno romanticismo de la batalla y la lucha mientras la enfermedad avanza a matacaballo no es sólo tramposo, sino altamente perjudicial. Podemos encontrarnos con un escenario donde el paciente, incapaz de afrontar la pelea dado el deterioro físico y emocional, opte por la culpa y la autodestrucción. «El planteamiento la-mente-es-la-leche puede ser ineficaz respecto a la progresión de la enfermedad, pero aun considerándolo un placebo bienintencionado, ¿qué mal hay en potenciar una creencia positiva? Pues que tiene un reverso negativo: la persona que cree que mantener un estado de ánimo óptimo o visualizar células tumorales en autodestrucción puede influir directamente en la progresión de su cáncer, muy probablemente asuma que no hacerlo (tener un día de mierda y no querer luchar o sentirse exhausto, rabioso y desmotivado a hacer la técnica) la lleva en el camino contrario: sentir que provoca su propia destrucción, hacia la culpa en suma, sin contar el efecto dominó en los allegados. Es decir: los significados también tienen su propia iatrogenia», concluía el psicólogo.
Pero como el Diablo nunca camina sólo en la noche, aun caben mayores perversiones. Alrededor de la cama del hospital se apiñan en macabro aquelarre todos aquellos espíritus malevos que dejan como fiesta menor a la Noche de Walpurgis en la cima del Monte Blocksberg. Los hay de todas formas y colores. Sanadores que aseguran curar el cáncer con sus propias manos; Venus esteatopígicas practicantes de la ayurveda; aguas milagrosas y raw food; Apóstoles del Reiki redirigiendo energías inteligentes; Essiac, flores de Bach, sonidos mágicos… Todo un mercado de abasto de charlatanería. Mientras tanto, el Instituto Nacional del Cancer de los Estados Unidos, con un presupuesto de cuatro mil ochocientos millones de dólares y como dependencia principal del mundo en la investigación del cáncer, jugando al ratón y al gato con una enfermedad que, al parecer, no necesita más que buenos pensamientos y unas manos bien colocadas para su sanación. Con la tranquilidad del que recoge la cartera del suelo al pobre abuelito para entregársela con una sonrisa de Mona Lisa al tiempo que se guarda en el bolsillo el pobre montante, prometen una sanación –previo paso por caja– que no llega. Miles de científicos en el mundo se devanan las entrañas del alma buscando la solución final al problema del cáncer refutando una y mil veces hipótesis que no terminan de dar respuestas, mientras otros tantos cantamañanas se dejan las preguntas para el entierro sentenciando con insobornable suficiencia tener en sus manos el deseado extintor que acabe con las llamas del infierno de la enfermedad.
Volviendo a las frías sábanas del hospital, entre engaños y medias verdades se suceden las palmaditas en la espalda, los punzones escribiendo planes de futuro en la tabula rasa del mañana, las sonrisas enmohecidas, los deseos y voluntades plastificados. Y «el humor tonto y repetitivo» del que habla Hitchens, siempre recubierto de ese burdo patetismo que se le dispensa al benjamín griposo. Hasta que llegan la resignación y el contrato. «La negociación oncológica es que, a cambio de al menos la oportunidad de unos pocos años útiles, uno accede a someterse a la quimioterapia y después, si tiene suerte con eso, la radiación o incluso la cirugía. Así que éste es el trato: usted se queda un tiempo más, pero a cambio vamos a pedirle unas cosas. Estas cosas pueden incluir tus papilas gustativas, tu capacidad de concentración, tu capacidad de digerir y el pelo de tu cabeza. Parece un intercambio razonable». Pero también asoma, de tapadillo y a contrapelo, el desafío da la Guadaña, siempre tan crudo y alejado del romanticismo de la lucha. De igual que el animal herido de muerte se entrega a la derrota y al abandono hasta perecer en soledad bajo la sombra de una acacia, no queda más lucha que la resistencia pasiva. O lo que es lo mismo, la pura resignación y el «que Dios mande».
El Siglo XXI quedará marcado en la ruleta de la historia científica como el siglo de los avances en el estudio de la genética y, sobre todo, de la neurociencia. En el primero parecen perfilarse los contornos de un ser humano mucho más previsible y parcelado de lo que podríamos suponer. Tal es el caso del mismo dolor, pues según distintos estudios de la Harvard Medical School publicados en Nature Medicine así como los llevados a cabo por la Fundación Günenthal, «heredamos el punto hasta en que sentimos dolor», lo cual demuestra, con los datos en la mano, que la capacidad de soportar y sufrir distintas dolencias la traemos envuelta en papel de regalo desde nuestro nacimiento. De igual ocurre en el huerto de la neurociencia, cuyos avances demuestran que los tomates demasiado verdes o picados de nuestra compleja psicología no son más que el fruto de desequilibrios químicos. Toda una coctelera donde el exceso o defecto de garrafón, de aromas y distintas especias determinan incluso nuestra capacidad de relacionarnos o afrontar las adversidades, lo que deja en el cementerio de elefantes a la propia psicoterapéutica.
Con estos mimbres, resulta casi ofensivo que, marcados con la calza en la patita de la cuna a la tumba, nos imbuyan los sacristanes de la parroquia de lo correcto con los sucios mandamientos del onanismo optimista. Como dijera Milagros Pérez Oliva, detrás de tanto buenismo se encierra una de las mayores trampas e injusticias de la corrección política; esa que nos obliga a enfrentarnos sin temor «a Lestrigones y a Cíclopes, o al airado Poseidón» aun llegando al mundo desnudos, sin espadas y sin redaños suficientes para tal empresa. Es por ello que sean los predicadores del positivismo de charol los primeros en saltar del barco junto a las ratas cuando los mástiles comienzan a arder, como hiciera la buena de Choi Yoon-Hee. Otros tantos como Hitchens acabarán amaneciendo un buen día con el eco bordoneo de ese pasaje de Los Miserables que susurraba: «Soñé que mi vida sería / Tan diferente de este infierno en el que vivo / Tan diferente ahora de lo que parecía / Ahora la vida ha matado el sueño que soñé». Las trampas se pagan, incluso en la timba de los hospitales.