Por Octavio Caraballo
Cuando cumplí ocho años y terminé 3º de EGB, mis padres recibieron una noticia que daba un giro a nuestras vidas. Decíamos adiós a las estrecheces de la casa de mi abuela, en las que en ocasiones dormíamos hasta cinco personas en una sola habitación, y nos mudábamos a una vivienda de protección oficial. Una vivienda de dos plantas para nosotros.
Aún recuerdo el olor de las paredes recién pintadas y el barniz de la madera de las puertas y las ventanas. Viví aquel momento con una extraña mezcla de sensaciones: la ilusión de una nueva vivienda y el temor a una vida incierta en un barrio de la periferia que, de la noche a la mañana, había pasado de ser un erial a un conglomerado de más de cien casas que acogían a familias heterogéneas, de distintas culturas y de diferentes etnias.
Había vivido, hasta entonces, una infancia plagada de felicidad hasta que las cuatro paredes del inmenso colegio se convirtieron, en un suspiro, en un auténtico infierno. Apenas levantaba un palmo del suelo y mis gafas de gruesos cristales se convirtieron en el objetivo implacable de una agresividad extrema de otros compañeros de clase.
Las palizas eran continuas y no sé si por mi aspecto endeble o por mi aire de sabelotodo, lo cierto es que tuve que lidiar, con tan sólo ocho años, con un calificativo que, hasta ese momento, desconocía: marica. Escupitajos, patadas e insultos eran el ritual de cada día. Cuando llegaba a casa, subía las escaleras y me refugiaba en mi habitación para que mis padres no me oyesen llorar. Sufrí durante seis años el acoso constante de los mismos compañeros que me acompañaron durante toda la EGB y de aquellos que iban quedándose en el camino y rezagados en otros cursos. No compartíamos las mismas aulas, pero sí el mismo patio. Y la sirena del recreo, un alivio para la inmensa mayoría, se convertía en mi caso en el inicio de un calvario de treinta minutos. Una tarde, cuando regresaba a casa, y ya había oscurecido, siete u ocho niños con la cara cubierta con sus chaquetas deportivas o sus jerseys me esperaron en un lateral del colegio. La brutalidad y el ensañamiento fue descomunal. Creí que allí terminaría todo. Que no superaría no sólo el dolor sino la vergüenza de ser incapaz de defenderme. Me escapé como pude o -no lo recuerdo bien- cuando se cansaron de darme patadas y puñetazos. Por suerte, apenas me hicieron marcas visibles y pude ocultar, una vez más, el dolor ante mi familia. Mi único acto de rebeldía frente a quienes usaban la fuerza era estudiar y demostrar que, pese a mi debilidad física, era capaz de ser mucho más fuerte que ellos cuando se trataba de aprender. Ya en aquel entonces, con ocho o nueve años, sabía que sentía algo diferente por los chicos pero ni siquiera sabía que tenía un nombre y que, de manera cruel y sin ni siquiera conocer su significado, usaban constantemente contra mí: marica, maricón, niña, etcétera. Aquellos fueron, sin duda, los peores años de mi vida. Viví en silencio y de espaldas a mi familia un dolor al que, veinte años después, me enfrenté con toda su crudeza en una sesión de psicoanálisis que duró más de un año. Un día, uno de aquellos que tanto se ensañaban conmigo, me paró en una oficina y me dijo:- ¿Te acuerdas de mí? Yo, de pequeño, te pegaba.- Sí, claro que me acuerdo –le contesté. - ¿Me podrías ayudar a que tu jefe me reciba? - Sí, por supuesto –le dije. No le guardaba ningún rencor, pese a que tan sólo reconocerlo me produjo un pánico atroz. Sin embargo, pensé que, con el paso de los años, la fuerza del aprendizaje se había impuesto a la de los puñetazos. Y eso lo había logrado gracias a la constancia y al valor que había tenido para enfrentarme a la sinrazón del acoso y vivir mi homosexualidad no como una debilidad sino como una parte más de mi vida. Otros, lamentablemente, no tuvieron la misma fuerza. Éste es mi homenaje y mi apoyo a quienes, día tras día, sufren el calvario que yo viví durante seis años y que hoy, por suerte, sí tiene nombre y receta.