ReMemBer'11: La piedra

Por Gaysenace
Por Armiche Díaz (Canarias)
Lo telefoneé aquella tarde, después de enjuagar mis escrúpulos con dentífrico. Respondió sumisa su madre y pronto sentí su voz. Él tenía 13 años, la vista entreabierta y la boca perdida. Yo 11, aunque siempre quise creer que había madurado antes de tiempo.
Lo busqué como otras veces, haciéndole entender que quería verme. Recuerdo las escaleras que llevaban a su puerta. El cielo frío y difuso, el perfil irregular del peldaño de hormigón, los pegotes de barro en el felpudo, ese salvaje olor a resina.
Abrió la puerta su madre, desmadejada y más sumisa que nunca. Con 11 años uno debe tener bastante desarrollado el instinto de supervivencia, porque a pesar de que me reconcomía, sonreí, saludé y pasé a su habitación.
- Entonces, ¿vamos a jugar al descampado?
El cielo seguía turbio y la escalera hacia el descampado se veía mucho más pendiente desde abajo. Tenía un nudo en el estómago, no estaba convencido del todo de querer hacer aquello. Una parte de mí me gritaba que era muy sucio.
Me rezagué un poco para ver como ascendía con aquellos pantalones cortos deportivos. Para intuir la marca de la costura de los calzoncillos bajo la tela vaporosa. Para notar la fuerza que imprimían sus glúteos sobre cada escalón.Casi habíamos llegado y yo sabía lo que iba a pasar en breve. No podía mirarlo a los ojos, sólo levantaba la vista para comprobar que nos dirigíamos hacia las higueras como estaba previsto. Cuando tan sólo quedaban unos metros se oyó un primer grito: “¡Maricón!”. Me aparté con rapidez y comenzó la lluvia de proyectiles. Eran pequeños higos verdes que habían recolectado los chicos para aquel ritual de humillación.
Quizás fueron sólo unos segundos, pero el castigo parecía durar horas.  Todo iba según lo previsto en el guión, cuando aquello acabara ya no quedarían dudas: yo sería un macho digno de pertenecer al grupo. Aunque para ello tuviera que acallar las sospechas accediendo a su macabra propuesta: “Si de verdad no eres maricón, trae aquí a ese amigo tuyo que también lo parece. Le vamos a dar una lección”.
Entonces sucedió algo con lo que no contaba, uno de los que se ocultaban entre las ramas de la higuera lanzó la primera piedra que golpeó en su costado, una segunda le dio en el hombro. Se acercaban peligrosamente a su cabeza. El corazón se me escondió, le grité que corriera y salí detrás de él escaleras abajo, hasta refugiarnos de nuevo en su casa.
Con 11 años aprendí a decir una verdad. Reconocí que había accedido a llevarlo a una emboscada para su escarnio, para su lapidación pública. Apenas tuvieron que pasar tres días. Con tan sólo 13 años, él me perdonó. Aunque yo no lo supiera todavía, me había dado una lección que me acompañaría toda la vida.