No sé si ha sido el aroma de los pinos o la visión casual de algunas cubiertas antiguas, pero estos días pasados un flash de memoria me ha transportado a lecturas veraniegas de hace muchos años. En concreto, a las que fui descubriendo en la casa de verano de mis abuelos, en las breves temporadas que pasábamos allí durante mi infancia. Con la perspectiva que da el tiempo, tengo la impresión de que en aquella casa junto al mar, que sólo se habitaba en época estival, se debían acumular los libros "menores", lecturas de circunstancias en ediciones baratas que se consideraban indignas de ocupar un lugar en la casa de invierno, mucho más sólida y solemne. También, quizás, encontrasen allí refugio las lecturas juveniles de mi abuela, puesto que había numerosos volúmenes de una publicación llamada "La novela semanal", que años después he sabido que gozó de gran popularidad durante los años veinte. Esas estanterías, relegadas además a una habitación de paso, ejercían sobre mí una fascinación múltiple. Por un lado, el hecho indiscutible -aunque no manifestado de modo claro- de que mis padres creían que no eran libros dignos de atención: creo que nunca les vi tomar ninguno de esos volúmenes e incluso, al pillarme con uno de ellos entre las manos, me habían sugerido que leyese otra cosa. Sistema infalible para conseguir que me volcase con pasión en devorar todo lo posible en los escasos días de nuestra estancia. Por otro lado, los propios libros, con sus cubiertas desteñidas y adornadas con ilustraciones tan distintas de las de los ejemplares que estaba habituada a manejar, contribuían a acrecentar mi curiosidad. (Ahora, pensando con mi vena bibliófila, lamento que no se hayan conservado esos ejemplares. La casa ha pasado desde entonces a otras manos y quién sabe en qué basurero terminarían.)
No sé si ha sido el aroma de los pinos o la visión casual de algunas cubiertas antiguas, pero estos días pasados un flash de memoria me ha transportado a lecturas veraniegas de hace muchos años. En concreto, a las que fui descubriendo en la casa de verano de mis abuelos, en las breves temporadas que pasábamos allí durante mi infancia. Con la perspectiva que da el tiempo, tengo la impresión de que en aquella casa junto al mar, que sólo se habitaba en época estival, se debían acumular los libros "menores", lecturas de circunstancias en ediciones baratas que se consideraban indignas de ocupar un lugar en la casa de invierno, mucho más sólida y solemne. También, quizás, encontrasen allí refugio las lecturas juveniles de mi abuela, puesto que había numerosos volúmenes de una publicación llamada "La novela semanal", que años después he sabido que gozó de gran popularidad durante los años veinte. Esas estanterías, relegadas además a una habitación de paso, ejercían sobre mí una fascinación múltiple. Por un lado, el hecho indiscutible -aunque no manifestado de modo claro- de que mis padres creían que no eran libros dignos de atención: creo que nunca les vi tomar ninguno de esos volúmenes e incluso, al pillarme con uno de ellos entre las manos, me habían sugerido que leyese otra cosa. Sistema infalible para conseguir que me volcase con pasión en devorar todo lo posible en los escasos días de nuestra estancia. Por otro lado, los propios libros, con sus cubiertas desteñidas y adornadas con ilustraciones tan distintas de las de los ejemplares que estaba habituada a manejar, contribuían a acrecentar mi curiosidad. (Ahora, pensando con mi vena bibliófila, lamento que no se hayan conservado esos ejemplares. La casa ha pasado desde entonces a otras manos y quién sabe en qué basurero terminarían.)