“Like any dealer he was watching for the card
that is so high and wild
he’ll never need to deal another” Leonard Cohen, The stranger song
Director: Mike Hodges
1998
Gran Bretaña
94 min.
Fotografía: Mike Garfath
Música: Simon Fisher Turner
Guión: Paul Mayersberg
Reparto: Clive Owen, Alex Kingston, Gina McKee, Kate Hardie, Nicholas Ball, Nick Reding, Alexander Morton, Barnaby Kay, John Radcliffe, Sheila Whitfield
El final de Croupier, que cierra el círculo al ser una escena análoga a su inicial, define, en menos de un minuto, todas y cada unas de las virtudes de esta pequeña obra maestra que pasó sin pena ni gloria siendo estrenada directamente en “formato doméstico”. Un seductor movimiento de cámara ligeramente ralentizado al ritmo de una extraña banda sonora que mezcla efectos y vanguardia jazzistica, las manos sobre la mesa de juego, las fichas arrastradas a la tronera y Clive Owen mirando directamente a la cámara por un segundo, justo cuando su propia voz en off culmina el soberbio parlamento de cierre: “Había llegado al punto en el que oía el sonido de la bola. El girar de la ruleta le había devuelto al hogar, al lu
Distancia, ironía, elegancia, juego, códigos y estilos. Una pieza excepcional que usa el género como fondo reconocible para plantear, en realidad, todo un discurso lleno de sutileza e inteligencia sobre la construcción de la ficción, y sobre el frágil pacto entre la pieza y el espectador en relación con el punto de vista, con quién es el narrador y sobre como este puede manipular desde dentro, mutar o disolverse.
El film está contado por Mike Hodges como director claro, pero esta dirigido desde dentro por un personaje, Jack Manfred, que se crea a si mismo, que se multiplica, que está simultáneamente dentro y fuera del relato, que lo sobrevuela y altera (brillante la manera en la que Clive Owen entiende esto y su personaje reacciona a su conciencia superior/demiúrgica en forma de voz en voz en off, como si dialogara con ella, haciendo notar que él es un personaje dentro de una ficción). A su vez tenemos otro protagonista, Jack
Que es, a la vez, Jack convirtiéndose en el personaje de su propia literatura (desdoblándose en ese casino circunvalado de espejos, uniformándose con su esmoquin, adoptando la pose necesaria) y el personaje arquetípico (con todo tipo de peros) del noir o del neo-noir en virtud de su autoconciencia como personaje. Él es el sujeto pasivo que protagoniza siempre la ficción de detectives o del cine negro de los 40, es quien se ve enredado en la trama canónica, tentado con él dinero fácil y engañado por la arpía.
Por supuesto las personalidades no se suceden, se solapan, se cambian o combinan a conveniencia del narrador primero, se confunden, participan unas de las otras, se multiplican nuevamente (otra vez los espejos). El resultado es una cinta hipnótica gracias a su particular ritmo interno, al cual no es ajeno el score del músico experimental Simon Fisher-Turner, a su frialdad cerebral y a su voluntad de juego para/con el espectador, de tal modo que resultara agradable de seguir si solo se decide mirar y apasionante si se participa. Además, todas estas capas de personalidades en montaje, así como los referentes estilísticos que se manejas introducen la idea de identidad, de búsqueda de una identidad a través de la creación y la pulsión existencialista mediante la metáfora del juego y su constante riesgo de perderlo todo en un parpadeo.
Hodges termina por firmar su mejor película desde el ya clásico de culto Asesino implacable (ya tratado aquí en una doble sesión junto a la superlativa El largo viernes santo)con unos materiales que había empleado con muy poca fortuna en otro título setentero con Michael Caine, Historias peligrosas (1972), una gracieta pop estrictamente coyuntural, mezcla de hard boiled paródico, comedia del absurdo y juguete metalingüistico que termina por resultar fastidioso y más pretencioso que simpático. Director siempre irregular, personal a rabiar en su momentos lúcidos, anodino o directamente nefasto en los demás, combina títulos de interés como su acercamiento a la ciencia-ficción gélida en El hombre terminal (1974), una extraña adaptación de Ray Bradbury protagonizada por George Seagal, con otros tan ridículos como su acercamiento al mundo del tebeo en aquel infausto Flash Gordon (1980) de insoportable horterez, auténtica hecatombe del buen gusto donde solo se salvaban la guapísima Ornella Muti y un Max Von Sydow capaz de salir con bien de cualquier asunto, por descabellado que sea. En tierra de nadie quedan sus otros thrillers siempre ma