“Repartiendo cartas con su brazo de oro”: Croupier, regreso al mejor Mike Hodges. El juego, el punto de vista y el noir británico

Publicado el 28 octubre 2010 por Esbilla

Like any dealer he was watching for the card
that is so high and wild
he’ll never need to deal another
Leonard Cohen, The stranger song

Croupier

Director: Mike Hodges

1998

Gran Bretaña

94 min.

Fotografía: Mike Garfath

Música: Simon Fisher Turner

Guión: Paul Mayersberg

Reparto: Clive Owen, Alex Kingston, Gina McKee, Kate Hardie, Nicholas Ball, Nick Reding, Alexander Morton, Barnaby Kay, John Radcliffe, Sheila Whitfield

El final de Croupier, que cierra el círculo al ser una escena análoga a su inicial, define, en menos de un minuto, todas y cada unas de las virtudes de esta pequeña obra maestra que pasó sin pena ni gloria siendo estrenada directamente en “formato doméstico”. Un seductor movimiento de cámara ligeramente ralentizado al ritmo de una extraña banda sonora que mezcla efectos y vanguardia jazzistica, las manos sobre la mesa de juego, las fichas arrastradas a la tronera y Clive Owen mirando directamente a la cámara por un segundo, justo cuando su propia voz en off culmina el soberbio parlamento de cierre: “Había llegado al punto en el que oía el sonido de la bola. El girar de la ruleta le había devuelto al hogar, al lugar donde nació. El crupier había cumplido su misión de convertirse en un maestro del juego. Había adquirido el poder de hacerte perder

Distancia, ironía, elegancia, juego, códigos y estilos. Una pieza excepcional que usa el género como fondo reconocible para plantear, en realidad, todo un discurso lleno de sutileza e inteligencia sobre la construcción de la ficción, y sobre el frágil pacto entre la pieza y el espectador en relación con el punto de vista, con quién es el narrador y sobre como este puede manipular desde dentro, mutar o disolverse.

La forma externa es la de un estilizado drama existencialista/criminal sobre un escritor metido a crupier de un casino de segunda que se ve envuelto en una turbia trama con femme fatale incluida mientras observa las corrientes a su alrededor. Esto es la superficie. Atractiva, conocida, un mapa con todos los indicadores colocados en el cual los personajes cumplen su función y desaparecen, los giros llegan en el momento justo y hay una sorpresa final. Porque siempre tiene que haber una sorpresa final. Son las reglas y Croupier no las vulnera, las utiliza para crear algo similar pero diferente. En este caso un juego de espejos “ficcional” en el cual, el reflejo y la multiplicidad son los elementos centrales conceptuales y los motivos estéticos preeminentes -un detalle de puesta en escena define esto a la perfección: un plano fijo sobre la imagen de Owen que, al recoger el zoom muy lentamente, se convierte en una panorámica de su reflejo, aislado y multiplicado mientras el casino se vacía-.

El film está contado por Mike Hodges como director claro, pero esta dirigido desde dentro por un personaje, Jack Manfred, que se crea a si mismo, que se multiplica, que está simultáneamente dentro y fuera del relato, que lo sobrevuela y altera (brillante la manera en la que Clive Owen entiende esto y su personaje reacciona a su conciencia superior/demiúrgica en forma de voz en voz en off, como si dialogara con ella, haciendo notar que él es un personaje dentro de una ficción). A su vez tenemos otro protagonista, Jack Manfred en una segunda versión de si mismo, también escritor en ciernes que habla como un personaje de novela barata, bebe vodka a palo seco y cabalga sobre el cinismo (en ciertos aspectos recordando a la genial creación de Albert Finney en Detective sin licencia, otra joya perdida, en este caso de Stephen Frears que guarda bastante parentesco con este film y con sus intenciones reflexivas y metatextuales) que comienza a trabajar en una casino por mediación de su padre y que ya había sido profesional en Sudáfrica, en el fondo un adicto al juego o más bien un adicto a ver perder. A través de esta variación se nos muestra, de manera minuciosa y distante (nuevamente exácto Owen y su underplaying deudor del carisma cool de Michael Caine) los entresijos del juego (doble: el del casino y el de la ficción), este Jack Manfred es un espectador, un medio para llegar a un tercer alter ego: Jake, el crupier

Que es, a la vez, Jack convirtiéndose en el personaje de su propia literatura (desdoblándose en ese casino circunvalado de espejos, uniformándose con su esmoquin, adoptando la pose necesaria) y el personaje arquetípico (con todo tipo de peros) del noir o del neo-noir en virtud de su autoconciencia como personaje. Él es el sujeto pasivo que protagoniza siempre la ficción de detectives o del cine negro de los 40, es quien se ve enredado en la trama canónica, tentado con él dinero fácil y engañado por la arpía.

Por supuesto las personalidades no se suceden, se solapan, se cambian o combinan a conveniencia del narrador primero, se confunden, participan unas de las otras, se multiplican nuevamente (otra vez los espejos). El resultado es una cinta hipnótica gracias a su particular ritmo interno, al cual no es ajeno el score del músico experimental Simon Fisher-Turner, a su frialdad cerebral y a su voluntad de juego para/con el espectador, de tal modo que resultara agradable de seguir si solo se decide mirar y apasionante si se participa. Además, todas estas capas de personalidades en montaje, así como los referentes estilísticos que se manejas introducen la idea de identidad, de búsqueda de una identidad a través de la creación y la pulsión existencialista mediante la metáfora del juego y su constante riesgo de perderlo todo en un parpadeo.

Explicado así puede parecer inconcebiblemente abstruso, denso e impenetrable. Una maraña narrativa. Pero en su puesta en escena es claro, perfecto. Hodges en la dirección, Paul Mayersberg en el guión y Clive Owen en la actuación cuadran el círculo con sobriedad, delicadeza e humor. Cercano a no pocos aspectos del cine y el tetro de David Mamet, incluida la partícula métrica y ritmo de unos diálogos que son una reinvención del lenguaje hard-boiled, todo el film es un gran juego con los clichés a medio camino entre la abstracción propia de Jean-Pierre Melville en general y su acariciante Bob le flambeur (1956) en particular (film extraño, decadente y narcótico que, no en vano, fue remakeado en 2003 por Neil Jordan, uno de los autores clave del llamado neo-noir británico, en El buen ladrón), la variante sobre el Pickpocket (1959) de Robert Bresson en versión light (también aquí existe una mirada sobre la sociedad desde los márgenes del desencanto y la desorientación) de al cual toma prestada tanto su voz over como su plástica precisión de ballet ritual, la reimaginación de las claves del género durante los 40 en América y la sempiterna dureza sórdida del thriller inglés, muy atemperada aquí por este dispositivo intelectualizante, pero igualmente presente en la autenticidad escenográfica.

Hodges termina por firmar su mejor película desde el ya clásico de culto Asesino implacable (ya tratado aquí en una doble sesión junto a la superlativa El largo viernes santo)con unos materiales que había empleado con muy poca fortuna en otro título setentero con Michael Caine, Historias peligrosas (1972),  una gracieta pop estrictamente coyuntural, mezcla de hard boiled paródico, comedia del absurdo y juguete metalingüistico que termina por resultar fastidioso y más pretencioso que simpático. Director siempre irregular, personal a rabiar en su momentos lúcidos, anodino o directamente nefasto en los demás, combina títulos de interés como su acercamiento a la ciencia-ficción gélida en El hombre terminal (1974), una extraña adaptación de Ray Bradbury protagonizada por George Seagal, con otros tan ridículos como su acercamiento al mundo del tebeo en aquel infausto Flash Gordon (1980) de insoportable horterez, auténtica hecatombe del buen gusto donde solo se salvaban la guapísima Ornella Muti y un Max Von Sydow capaz de salir con bien de cualquier asunto, por descabellado que sea. En tierra de nadie quedan sus otros thrillers siempre macilentos, tortuosos, desde la malograda por culpa del insufrible divismo roñoso de Mickey Rourke, Requiem por los que van a morir (1987), hasta la reciente I`ll sleep when i´m dead (2003), donde se reunía de nuevo con Clive Owen para plantear una especie de relectura lánguida y crepuscular de su propio Get Carter, curiosa por insólita pero demasiado apagada finalmente o un trabajo suyo que parece estimulante, Más allá del arco iris (1989), pero que no he visto aunque su argumento de mediums religiosos, drama social y crimen resulte, como poco, atractivo, amén de contar con una actriz tan estupenda como Rosana Arquette al frente del invento.