¡Mirad ese asqueroso ratón!
Vislumbré debajo de mí una figura vestida de blanco con un gorro alto y luego, un relámpago de acero, cuando un cuchillo de cocina cortó el aire y sentí un trallazo de dolor en el extremo del rabo y, de pronto, estaba cayendo de cabeza al suelo. Incluso mientras caía, supe lo que acababa de ocurrir. Comprendí que me habían cercenado la punta de la cola y que estaba a punto de estrellarme contra el suelo, y que todo el mundo en la cocina me perseguiría. —¡Un ratón! —chillaban—. ¡Un ratón! ¡Cógelo, rápido! Di contra el suelo, salté y eché a correr para salvar mi vida. Por todas partes había grandes botas negras pisoteando, y yo regateaba y corría y corría, torciendo, girando, sorteando obstáculos por todo el suelo de la cocina. —¡Cogedle! —gritaban—. ¡Matadle! ¡Aplastadle!
Todo el suelo parecía estar ocupado por botas negras que intentaban pisotearme y yo las evitaba, las rodeaba, daba vueltas y luego, en pura desesperación, sin saber bien lo que hacía, buscando un sitio donde esconderme, ¡me metí por la pernera del pantalón de un cocinero y me aferré a su calcetín! —¡Ah! —gritó el cocinero—. ¡Se ha metido por mi pantalón! ¡Estaros quietos! ¡Esta vez le atraparé! El hombre se daba palmadas en la pierna y ahora sí que me iba a aplastar si yo no huía rápidamente. Sólo podía ir en una dirección: hacia arriba. Clavé mis garras en la peluda pierna y trepé por ella, cada vez más arriba, subiendo por la pantorrilla y la rodilla hasta el muslo. —¡Caramba! ¡Qué barbaridad! —chillaba el hombre—. ¡Me está subiendo por toda la pierna! Oí risotadas de todos los demás cocineros, pero os aseguro que yo no tenía ganas de reír. Yo corría para salvarme. Las manos del hombre seguían dando fuertes palmadas muy cerca de mí y él no paraba de saltar, como si estuviese pisando ascuas, y yo continuaba trepando y esquivando, y pronto llegué a todo lo alto de la pernera del pantalón y ya no pude seguir. —¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro! —chillaba el hombre—. ¡Lo tengo en los calzoncillos! ¡Está correteando por dentro de mis calzoncillos! ¡Sacadlo! ¡Que alguien me ayude a sacarlo! —¡Quítate los pantalones, idiota! ¡Bájate los pantalones y le cogeremos! —gritó alguien.
Yo estaba ahora en el centro de los pantalones del hombre, en el punto donde se unen las dos perneras y empieza la cremallera. Aquello estaba oscuro y muy caliente. Comprendí que tenía que encontrar una salida. Seguí adelante y encontré la otra pernera. Bajé por ella a la velocidad del rayo y salí por abajo y volví a pisar el suelo. Oí que el estúpido cocinero gritaba todavía. —¡Está en mis pantalones! ¡Sacadlo! ¡Por favor, que alguien me ayude a cogerlo antes de que me muerda! Tuve una fugaz visión de todo el personal de la cocina rodeándole y partiéndose de risa, y nadie vio al ratoncito pardo que cruzaba velozmente la cocina y se sumergía en un saco de patatas. Me abrí paso entre las sucias patatas y contuve la respiración. El cocinero debía de haber empezado a quitarse los pantalones, porque ahora estaban gritando: —¡No está ahí! ¡No hay ningún ratón ahí, imbécil! —¡Lo había! ¡Juro que lo había! —gritaba el hombre—. ¡Nunca habéis tenido un ratón en los pantalones! ¡No sabéis lo que es!
El hecho de que un ser tan chiquitito como yo hubiese causado tal conmoción entre una pandilla de hombres mayores me daba una sensación de alegría. Sonreí, a pesar del dolor que tenía en el rabo. Me quedé donde estaba hasta que me aseguré de que ya se habían olvidado de mí. Luego me arrastré entre las patatas y, cautelosamente, asomé la cabecita por el borde del saco. En la cocina había otra vez un gran ajetreo de cocineros y camareros yendo y viniendo. Vi al camarero que había entrado antes con la queja sobre la carne dura volver a entrar.
—¡Eh, chicos! —gritó—. Le pregunté a la vieja si el nuevo trozo de carne era mejor y me dijo que estaba riquísimo. ¡Dijo que estaba realmente sabroso!
Yo tenía que salir de aquella cocina y volver con mi abuela. Sólo había una manera de hacerlo. Tenía que cruzar el suelo como una flecha y pasar por la puerta detrás de algún camarero. Me quedé quieto, esperando mi oportunidad. La cola me dolía terriblemente. La doblé hacia delante para mirármela. Le faltaban unos cinco centímetros y sangraba mucho. Había un camarero cargando un montón de platos llenos de helado de fresa. Llevaba uno en cada mano y dos más en equilibrio sobre cada brazo. Se dirigió a la puerta. La abrió empujando con un hombro. Salté del saco de patatas, crucé la cocina y entré en el comedor como una exhalación y no paré de correr hasta que estuve debajo de la mesa de mi abuela.
Era maravilloso volver a ver los pies de mi abuela con sus anticuados zapatos negros con trabillas y botones. Trepé por una de sus piernas y aterricé en su regazo. —¡Hola, abuela! —murmuré—. ¡Ya estoy aquí! ¡Lo conseguí! ¡Lo eché todo en su puré! Su mano bajó y me acarició. —¡Bien hecho, cariño! —murmuró ella—. ¡Magnífico! ¡En este momento se están tomando ese puré! De pronto, retiró la mano. —¡Estás sangrando! —susurró—. ¿Qué te ha pasado, cielo? —Uno de los cocineros me cortó la cola con un cuchillo de cocina —dije bajito—. Duele como un demonio. —Déjame verla —dijo ella. Inclinó la cabeza y me examinó la cola—. Pobrecito mío. Voy a vendártela con mi pañuelo. Así dejará de sangrar. Sacó de su bolso un pañuelito bordeado de encaje y se las arregló para envolverme la cola con él. —Ahora te pondrás bien —dijo—. Intenta olvidarte del dolor. ¿De verdad lograste echar todo el frasco en su puré? —Hasta la última gota —contesté—. ¿Crees que podrías ponerme en algún sitio donde pueda verlas?
© Emily Gravett
—Sí —contestó—. Mi bolso está en tu silla vacía, a mi lado. Te meteré allí y puedes asomarte un poquito, siempre que tengas mucho cuidado de que no te vean. Bruno también está allí, pero no le hagas caso. Le he dado un panecillo y eso le mantendrá ocupado durante un rato. Su mano se cerró sobre mí, me alzó de su regazo y me trasladó al bolso. —Hola, Bruno —dije. —Este panecillo está muy bueno —dijo, sin cesar de comer, en el fondo del bolso—. Pero me gustaría que tuviera mantequilla.
Miré por encima del cierre del bolso. Veía perfectamente a las brujas, sentadas en las dos mesas largas en el centro de la sala. Ya habían terminado el puré y los camareros estaban recogiendo los platos. Mi abuela había encendido uno de sus asquerosos puros y estaba echando humo por todos lados. A nuestro alrededor, los veraneantes que se hospedaban en este elegante hotel charlaban y devoraban sus cenas. La mitad de ellos eran ancianos con bastón, pero también había muchas familias formadas por un marido, una esposa y varios niños. Todos eran gente de dinero. Había que serlo para poder hospedarse en el Hotel Magnífico.
—¡Esa es ella, abuela! —murmuré—. ¡Esa es La Gran Bruja! —¡Lo sé! —contestó mi abuela en un murmullo—. ¡Es la menudita de negro que está a la cabecera de la mesa más próxima! —¡Ella podría matarte! —susurré—. ¡Podría matar a cualquiera en este comedor con sus chispas candentes! —¡Cuidado! —dijo mi abuela en voz baja—. ¡Viene el camarero!
Desaparecí dentro del bolso y desde allí oí a William decir: —Su cordero, señora. ¿Qué verdura prefiere? ¿Guisantes o zanahorias? —Zanahorias, por favor —dijo mi abuela. Oí los ruidos de servir las zanahorias. Luego hubo una pausa. Después la voz de mi abuela murmuró: —Está bien. Ya se ha ido. Saqué la cabeza otra vez. —¿Seguro que nadie verá asomar mi cabeza? —No —dijo mi abuela—. Supongo que no. Mi problema es que tengo que hablarte sin mover los labios. —Lo haces divinamente —dije. —He contado las brujas —-dijo ella—. No hay tantas como tú pensabas. Era sólo un cálculo cuando dijiste doscientas, ¿no? —A mí me parecieron doscientas —dije. —Yo también me equivoqué —dijo—. Pensé que había muchas más brujas en Inglaterra. —¿Cuántas hay? —pregunté. —Ochenta y cuatro —contestó. —Había ochenta y cinco —dije—, pero a una la frieron.
En ese momento vi al señor Jenkins, el padre de Bruno, dirigiéndose a nuestra mesa. —Cuidado, abuela —dije—. ¡Aquí viene el padre de Bruno!
17. El Sr. Jenkins y su hijo
El señor Jenkins se acercó a nuestra mesa a zancadas y con expresión decidida. —¿Dónde está ese nieto suyo? —le preguntó a mi abuela. Hablaba de modo grosero y parecía muy enfadado. Mi abuela le dirigió una mirada helada y no le contestó. —Sospecho que él y mi hijo Bruno están haciendo alguna diablura —continuó el señor Jenkins—. Bruno no ha aparecido para cenar, ¡y tiene que ocurrir algo muy gordo para que ese chico se pierda la cena! —Debo reconocer que tiene un saludable apetito —dijo mi abuela. —Mi impresión es que también usted está metida en esto —dijo el señor Jenkins—. No sé quién demonios es usted, ni me importa, pero usted nos gastó una broma muy desagradable a mí y a mi mujer esta tarde. Nos puso un asqueroso ratón sobre la mesa. Eso me hace pensar que los tres están metidos en algo. Así que, si sabe usted dónde está escondido Bruno, haga el favor de decírmelo en seguida. —Yo no les gasté ninguna broma —dijo mi abuela—. Ese ratón que intenté entregarle era su propio hijo, Bruno. Estaba portándome amablemente con ustedes. Estaba tratando de devolverle al seno de su familia. Usted se negó a aceptarle. —¿Qué diablos quiere usted decir, señora? —gritó el señor Jenkins—. ¡Mi hijo no es un ratón!
Su bigote negro subía y bajaba como loco mientras él hablaba.
—¡Vamos, mujer! ¿Dónde está? ¡Suéltelo de una vez! —vociferó. La familia de la mesa más próxima a nosotros había dejado de comer y miraba abiertamente al señor Jenkins. Mi abuela seguía fumando tranquilamente su puro negro. —Comprendo muy bien su indignación, señor Jenkins —dijo ella—. Cualquier otro padre inglés estaría tan furioso como usted. Pero en Noruega, de donde yo soy, estamos muy acostumbrados a este tipo de sucesos. Hemos aprendido a aceptarlos como parte de la vida cotidiana. —¡Usted debe de estar loca! —gritó el señor Jenkins—. ¿Dónde está Bruno? ¡Si no me lo dice en seguida, llamaré a la policía! —Bruno es un ratón —dijo mi abuela, tan tranquila como siempre. —¡Por supuesto que no es un ratón! —gritó el señor Jenkins. —¡Sí que lo soy! —dijo Bruno, asomando la cabeza fuera del bolso.
El señor Jenkins pegó un salto de un metro.
—Hola, papá —dijo Bruno. Tenía una especie de boba sonrisita ratonil en la cara. El señor Jenkins abrió tanto la boca que yo pude verle los empastes de oro de las muelas de atrás.
© Unknown
—No te preocupes, papá —siguió Bruno—. No es tan terrible. Mientras que no me atrape el gato. —¡B-B-Bruno! —tartamudeó el señor Jenkins. —¡Ya no tendré que ir al cole! —dijo Bruno, con una amplia y estúpida sonrisa ratonil—. ¡Ni haré deberes! ¡Viviré en el armario de la cocina y me forraré de pasas y de miel! —¡P-P-Pero B-B-Bruno! —tartamudeó otra vez su padre—. ¿C-Cómo ha sucedido esto?
Al pobre hombre le faltaba el aliento.
—Las brujas —dijo mi abuela—. Lo han hecho las brujas. —¡Yo no puedo tener un ratón por hijo! —aulló el señor Jenkins. —Pues ya lo tiene —dijo mi abuela—. Sea bueno con él, señor Jenkins. —¡Mi mujer se pondrá histérica! —dijo el señor Jenkins—. ¡No puede soportar a esos bichos! —Tendrá que acostumbrarse a él —dijo mi abuela—. Espero que no tengan ustedes un gato en casa. —¡Sí que lo tenemos! ¡Sí! —gritó el señor Jenkins—. ¡Topsy es el gran amor de mi mujer! —Pues tendrán que deshacerse de Topsy —dijo mi abuela—. Su hijo es más importante que su gato. —¡Por supuesto que sí! —gritó Bruno desde el interior del bolso—. ¡Dile a mamá que se deshaga de Topsy antes de que yo vuelva a casa!
A estas alturas, la mitad del comedor observaba a nuestro grupito. Habían dejado los cuchillos, los tenedores y las cucharas en-el plato y todos volvían la cabeza para mirar al señor Jenkins, allí parado, balbuciendo y gritando. No nos veían ni a Bruno ni a mí y se preguntaban a qué se debía todo aquel jaleo.
—A propósito —dijo mi abuela—, ¿le gustaría saber quién le hizo esto a Bruno? Había una sonrisita picara en su cara y yo comprendí que estaba a punto de meter al señor Jenkins en problemas. —¿Quién? —gritó él—. ¿Quién lo hizo? —Esa mujer que está allí —dijo mi abuela—. La bajita del traje negro que estátu primer top. Estoy muy orgullosa de mi misma porque no lo hice avergonzándote delante de la dependienta.
Octubre pasó sin pena ni gloria. Colegio, biblioteca, fines de semana en Los Molinos. Mucho Mortadelo y Filemón, muchos "Misterios de Laura" y un recurrente ataque de asma. Nada interesante. Casi lo olvido, te has vuelto adicta a jugar a la escoba y fuiste a tu primer partido en un estadio, al Calderón a ver ganar al Atleti.
En noviembre, tu último mes con 10 años, Abu cumplió 70 y le hicimos una gran fiesta. Lo pasaste bien aunque fuera una "fiesta de viejos". Estuvimos en la casa de las montañaz y saltaste por los aires, recogimos millones de manzanas de Casa Espada y jugamos 3 partidas de parchís a cara de perro.
Diciembre. El mes empieza bien porque te han elegido para las olimpiadas de natación de tu colegio. Vamos a nadar juntas y alucino con los 40 largos que te haces a braza con un estilo increíble y sin desmayarte. Te enseño a dar la vuelta americana. Continuamos regular porque después de años de comer atún de lata ha empezado a picarte la garganta y salirte ronchas al comerlo, así que me temo que habrá que tachar atún de la lista de cosas que puedes comer. Haces tu última función de Navidad, cantas y bailas por última vez en el escenario del cole; siento una extraña mezcla de alivio y pena.
Espero que te guste el patinete de macarra que nos has pedido por tu cumpleaños y que sea sorpresa. Todavía no me he repuesto de lo que me dijiste ayer:
"Mami, no debería decirte esto pero el año pasado encontré mi regalo antes de mi cumple porque me puse a buscarlo y lo encontré en tu vestidor".
Este año no estaba en el vestidor.
Disfruta de tu caminito de chuches, de tu día, de los burritos que me has pedido como comida favorita y que sepas que ni El Ingeniero ni yo pensamos dejarte ganar en la bolera esta tarde.
Feliz cumpleaños princesa de los ojos azules.
a la cabecera de la mesa larga. —¡Pero si es de la rspcn! —gritó el señor Jenkins—. ¡Es la Presidenta! —No, no lo es —dijo mi abuela—. Es La Gran Bruja del Mundo Entero. —¿Quiere decir que fue ella, esa mujercita flaca de allí? —gritó el señor Jenkins, señalándola con un dedo—. ¡Tendrá que vérselas con mis abogados! ¡La haré pagar por esto! —Le aconsejo que no se precipite —dijo mi abuela—. Esa mujer tiene poderes mágicos. Puede decidir convertirle a usted en algo aún peor que un ratón. En una cucaracha, por ejemplo. —¿Convertirme a mí en una cucaracha? —chilló el señor Jenkins, hinchando el pecho—. ¡No se atreverá a intentarlo!
Dio media vuelta y echó a andar hacia la mesa de La Gran Bruja. Mi abuela y yo nos quedamos mirándole. Bruno había saltado sobre la mesa y también miraba a su padre. Prácticamente todas las personas que había en el comedor estaban ya observando al señor Jenkins. Yo permanecí donde estaba, asomando la cabeza por fuera del bolso. Pensé que era más sensato no moverse.