Desde que el ser humano empezó a hacer uso de la escritura para comunicarse y para dejar constancia de su paso por el mundo, hemos ido recopilando infinidad de manuscritos, códices, libros de registro, poemarios, novelas, tesis doctorales, ensayos, periódicos, revistas y, desde hace unas décadas, documentales, telediarios, reportajes, películas, series televisivas y todo tipo de registros en formato audiovisual.
Toda esa información en la que se detalla de forma tan exhaustiva nuestra historia se convierte en una especie de cadena que nos va uniendo a las diferentes generaciones, haciéndonos caer en los mismos errores que las que nos precedieron.
Hay muchos autores de novela histórica que nos han ilustrado con su objetividad y su saber hacer. Gracias al historiador e hispanista Paul Preston conocemos muchos detalles de la historia de nuestra Guerra Civil. Sus obras han inspirado mucho de lo que se ha escrito y publicado después de la dictadura franquista.
Lucía Graves, en su novela “La Casa de la Memoria” nos acerca con maestría al mundo judío y nos detalla cómo fueron expulsados de España por los Reyes Católicos en 1492.
Un autor más ambicioso que lleva décadas escribiendo novelas que han alcanzado fama mundial es el británico Ken Follett. En “Los Pilares de la Tierra” nos demostró sobradamente lo crueles que podían llegar a ser nuestros antepasados medievales y en “Un mundo sin fin” nos enseñó cómo podían cometer los mismos errores uno o dos siglos más tarde.
En la llamada “Trilogía del Siglo”, nos narró con todo lujo de detalles la vida de varias familias a lo largo de tres generaciones. Toda la historia del último siglo en Europa y América está concentrada en esos tres tomos. Infinidad de barbaridades cometidas en las dos Guerras Mundiales, pero también alguno de sus pequeños milagros, como la tregua de Navidad en las trincheras del Marne en 1914, en que los soldados del bando alemán y los del bando británico decidieron hacer un alto en sus enfrentamientos y compartir los víveres que tenían para acabar jugando un partido de fútbol. Aunque, al día siguiente, los mismos que se habían abrazado por la noche, se mataban unos a otros sin sentido.
Los abusos de poder indiscriminados por parte de fanáticos como Hitler, Stalin, Mussolini, Franco o sus muchos secuaces se reflejan en los párrafos de esas novelas y nos erizan la piel, pero nos consuela pensar que todo aquello pasó hace mucho tiempo y que nosotros estamos a salvo porque hoy en día ya no vivimos bajo el yugo de dictadores como aquéllos. Pero no podríamos estar más equivocados.
A principios de los años noventa, mientras desde el gobierno de España se nos repetía por activa y por pasiva que nuestro país iba tan bien, en un país muy cercano al nuestro que hoy en día ya no existe como tal, musulmanes, albaneses, serbios y croatas se enzarzaban en una guerra encarnizada que pasó a denominarse “conflicto de los Valcanes”. Y esa Europa unida que tanto se vanagloria de haber vencido al nazismo, no hizo absolutamente nada por evitarles aquella tragedia a sus pobres vecinos yugoslavos. Miró hacia otro lado y les dejó que se mataran entre ellos.
Ahora el gran problema de Europa parecen ser las oleadas de refugiados que huyen de sus países en guerra. En los años treinta y cuarenta del siglo veinte se produjeron migraciones muy similares durante y después de las dos guerras mundiales. En España, una vez derrotado el ejército republicano, muchas personas decidieron huir a Francia a travesando los Pirineos a pie y cargados con lo poco que tenían. Hay documentales de la época que prueban ese éxodo.
Refugiados españoles huyendo hacia Francia en el invierno de 1939
Muchas de esas personas acabaron en campos de concentración que se levantaron para ellas en las playas de Argeles y otras poblaciones costeras del sur de Francia.En el libro “La maternidad de Elna” se narran las historias de algunas de aquellas mujeres que tuvieron la desgracia de estar embarazadas o de tener niños pequeños en tan adversas circunstancias.
Esas madres que vemos todos los días en los telediarios llevan sobre sus hombros historias idénticas a las de nuestras mujeres republicanas del año 39. Tienen los mismos derechos que ahora defendemos que hubiesen tenido que tener las nuestras, pero parece ser que nuestros gobiernos no están de acuerdo. No ven en sus rostros desesperados la necesidad de ayuda, sino una amenaza. Y les ponemos barreras, como en Ceuta, como en Melilla, como en Turquía o como el famoso muro que Trump quiere levantar en la frontera mexicana, muro que además querrá que paguen los propios mexicanos. Todo para disuadirles de su sueño de alcanzar una vida mejor, para que se vuelvan por donde han venido y se queden callados en sus respectivos infiernos.
Qué mundo más paradisíaco habitamos. Qué humanos tan estupendos somos. ¿Qué nos diferencia de Hitler y sus secuaces cuando idearon “la solución final” para deshacerse de quienes no encajaban en su mundo ideal?
¿Cuántas veces tendremos que repetir los mismos errores para darnos cuenta de que la piedra que nos hace tropezar no está en el camino, sino que se nos cae de nuestro propio bolsillo?
Ninguno de los partidos representados en los parlamentos español o catalán parece tener una idea clara de hacia dónde vamos ni cómo solucionar los grandes problemas que nos afectan a todos: la corrupción, la tasa de paro, la precariedad del mercado laboral, la insuficiencia de la sanidad pública, la falta de rumbo en educación o la presión fiscal sobre los autónomos y los asalariados mientras se permiten amnistías fiscales para los que atesoran más. Los que gobiernan porque se ciñen a sus propios intereses y los de quienes les han puesto en el poder. La oposición porque parece más preocupada por conseguir su silla vitalicia que por arreglar los problemas de nadie. Unos y otros sólo saben enfrentarse, calumniarse y reprocharse supuestas conductas no políticamente correctas. Eso ya lo hacían hace 90 años nuestros bisabuelos y lo único que supieron conseguir fue que medio país se enfrentara en armas al otro medio.
Si de verdad queremos cambiar una situación a la que llevamos enfrentándonos desde hace generaciones, la solución no pasa por repetir lo que ya hicieron nuestros bisabuelos, ni nuestros abuelos, ni nuestros padres, ni nosotros mismos hace 20 años. La solución ha de estar en probar estrategias nuevas que no dejen regueros de sangre, ni olor a pólvora, ni tantos muertos de los dos bandos en tantas cunetas o bajo las tapias de tantos cementerios.
Dejemos de mirarnos el ombligo, de creernos mejores que el refugiado que acaba de llegar, o el que defiende una ideología que se nos antoja demasiado diferente a la nuestra. Enterremos nuestras hachas de guerra y nuestras banderas. De todo lo que somos y de todo lo que llevamos en nuestros genes, busquemos lo bueno, lo que suma, lo que nos une a esos otros a los que miramos con tanto recelo. Tendamos puentes, no murallas.
Dejemos de cavar trincheras e intentemos por todos los medios que esos niños que están creciendo ahora en unas aulas donde florece la multiculturalidad aprendan a verse todos como iguales y no encuentren en su diferencia de color, idioma o religión un motivo para pelearse entre ellos. No permitamos que hereden nuestros mismos errores. Ellos tienen derecho a cometer los suyos propios.
Estrella PisaPsicóloga col. 13749