Réprobos

Por Romanas
 No hay que ser Teresa de Calcuta ni Ramón Casaldáliga, ni Gandhi ni Martin Luther King, ni Ignacio Ellacuría,  no hay que formar parte de una de esas Ongs que se van a los peores sitios del mundo no sólo a ayudar a soportar sus sufrimientos a los más necesitados sino también  a sufrir con ellos sus mismas calamidades, no, no hay que ser uno de estos seres extraordinarios llamados vocacionalmente a prestar a sus hermanos o, por lo menos, a sus semejantes una ayuda absolutamente indispensable para sobrevivir, no, no, sólo hay que ser personas normales de carne y hueso y no tener el seso absorbido por esas canallescas campañas de alienación a las que nos tienen sometidos, a todos, sin ninguna clase de excepción, estos lamentables medios de comunicación que nos dan nuestro alimento de pseudoinformación todos los días, en que el mayor de los diarios del país se atreve a publicar impresionantes noticias falsas con el mayor de los descaros, no, no.  No, no, yo no le voy a pedir a nadie un grado extraordinario en su au-toexigencia, héroes sociales hay muy pocos y tal vez los eminentes psicólogos y psiquiatras del Opus salgan a demostrarnos que no son seres normales sino enfermos mentales o emocionales.  Porque lo normal, nos dirán, es ese culto exacerbado al becerro de oro que hace que todos los puestos en los que se adoptan las decisiones económicas y financieras esenciales acaben siendo ocupados por sus miembros que han hecho objeto de sus vidas acceder a la santidad a través del enriquecimiento.  Porque, dicen los muy cínicos, para llevar la buena nueva hasta el último de los confines del mundo hace falta dinero, mucho dinero, todo el dinero del mundo y en eso están y por ello Juan Pablo II elevó a los altares a su fundador. ¿Acaso hay en el inmenso santoral católico alguien con más mérito que él?  El caso es que de una u otra forma la atención a los más necesitados siempre ha suscitado el interés de los mejores de entre nosotros, la asquerosa humanidad, de modo que la Historia, esa gran prostituta, ha ido registrando periódicamente una serie de grandilocuentes declaraciones a favor de los llamados, cómo no, Derechos humanos, el 1º de los cuales es sin duda la igualdad, porque dejando aparte las falsas enunciaciones de los jodidos sofistas, ¿dónde coño estaba mi libertad si tenía que trabajar en 5 sitios a la vez para poder medio alimentar a mi familia?  Ah, sí, ya, en esa maravillosa facultad de votar cada 4 años en una elecciones tan libres e igualitarias que todo el que vote a los comunistas, que es lo que yo soy, estará, el muy gilipollas, echando su voto a la basura porque con la ley electoral, que el buen Fraga y sus compinches, siguiendo al pie de la letra la taimada consigna de Lampedusa, propiciaron, el voto comunista se pierde en el aire porque vales 5 veces menos que los del PP y el Psoe.  De modo, amigos míos, que todo está atado y bien atado porque para que las elecciones se produjeran en igualdad, ojo con esta palabra, como luego veremos, de condiciones entre todos los ciudadanos españoles, habría que reformar esa canallesca Constitución, en el sentido de que todos los votos fueran iguales,  para lo que 1º habría que hacer que ésta consagrara la igualdad del valor de todos los votos, o sea, coño, la jodida pescadillas que se muerde la cola.   Pero ¿cómo van a consentir tamaño desafuero los tipos que encabeza alguien cuya ideología sobre la igualdad afirma cosas tales como éstas?  IGUALDAD HUMANA Y MODELOS DE SOCIEDAD  Mariano Rajoy Brey (*) (Diputado de AP. en el Parlamento gallego)  Uno de los tópicos más en boga en el momento actual en que el modelo socialista ha sido votado mayoritariamente en nuestra patria es el que predica la igualdad humana. En nombre de la igualdad humana se aprueban cualesquiera normas y sobre las más diversas materias: incompatibilidades, fijación de horarios rígidos, impuestos –cada vez mayores y más progresivos- igualdad de retribuciones…En ellas no se atiende a criterios de eficacia, responsabilidad, capacidad, conocimientos, méritos, iniciativa o habilidad: sólo importa la igualdad. La igualdad humana es el salvoconducto que todo lo permite hacer; es el fin al que se subordinan todos los medios.  Recientemente, Luis Moure Mariño ha publicado un excelente libro sobre la igualdad humana que paradójicamente lleva por título “La desigualdad humana”. Y tal vez por ser un libro “desigual” y no sumarse al coro general, no ha tenido en lo que ahora llaman “medios intelectuales” el eco que merece. Creo que estamos ante uno de los libros más importantes que se han escrito en España en los últimos años. Constituye una prueba irrefutable de la falsedad de la afirmación de que todos los hombres son iguales, de las doctrinas basadas en la misma y por ende de las normas que son consecuencia de ellas.  Ya en épocas remotas –existen en este sentido textos del siglo VI antes de Jesucristo- se afirmaba como verdad indiscutible, que la estirpe determina al hombre, tanto en lo físico como en lo psíquico. Y estos conocimientos que el hombre tenía intuitivamente –era un hecho objetivo que los hijos de “buena estirpe”, superaban a los demás- han sido confirmados más adelante por la ciencia: desde que Mendel formulara sus famosas “Leyes” nadie pone ya en tela de juicio que el hombre es esencialmente desigual, no sólo desde el momento del nacimiento sino desde el propio de la fecundación. Cuando en la fecundación se funde el espermatozoide masculino y el óvulo femenino, cada uno de ellos aporta al huevo fecundado –punto de arranque de un nuevo ser humano- sus veinticuatro cromosomas que posteriormente, cuando se producen las biparticiones celulares, se dividen en forma matemática de suerte que las células hijas reciben  exactamente los mismos cromosomas que tenía la madre: por cada par de cromosomas  contenido en las células del cuerpo, uno solo pasará a la célula generatriz, el paterno o el materno, de ahí el mayor o menor parecido del hijo al padre o a la madre. El hombre, después, en cierta manera nace predestinado para lo que habrá de ser. La desigualdad natural del hombre viene escrita en el código genético, en donde se halla la raíz de todas las desigualdades humanas: en él se nos han transmitido todas nuestras condiciones, desde las físicas: salud, color de los ojos, pelo, corpulencia…hasta las llamadas psíquicas, como la inteligencia, predisposición para el arte, el estudio o los negocios. Y buena prueba de esa desigualdad originaria es que salvo el supuesto excepcional de los gemelos univitelinos, nunca ha habido dos personas iguales, ni siquiera dos seres que tuviesen la misma figura o la misma voz.  Esta búsqueda de la desigualdad, tiene múltiples manifestaciones: en la afirmación de la propia personalidad, en la forma de vestir, en el ansia de ganar –es ciertamente revelador en este sentido la referencia que Moure Mariño al afán del hombre por vencer en una Olimpiada, por batir marcas, récords…-, en la lucha por el poder, en la disputa por la obtención de premios, honores, condecoraciones, títulos nobiliarios desprovistos de cualquier contrapartida económica…Todo ello constituye demostración matemática de que el hombre no se conforma con su realidad, de que aspira a más, de que busca un mayor bienestar y además un mejor bien ser, de que, en definitiva, lucha por desigualarse.  Por eso, todos los modelos, desde el comunismo radical hasta el socialismo atenuado, que predican la igualdad de riquezas –porque como con tanta razón apunta Moure Mariño, la de inteligencia, carácter o la física no se pueden “Decretar” y establecen para ello normas como las más arriba citadas, cuya filosofía última, aunque se les quiera dar otro revestimento, es la de la imposición de la igualdad, son radicalmente contrarios a la esencia misma del hombre, a su ser peculiar, a su afán de superación y progreso y por ello, aunque se llamen asimismos “modelos progresistas” constituyen un claro atentado al progreso, porque contrarían y suprimen el natural instinto del hombre a desigualarse, que es el que ha enriquecido al mundo y elevado el nivel de vida de los pueblos, que la imposición de esa igualdad relajaría a cotas mínimas al privar a los más hábiles, a los más capaces, a los más emprendedores…de esa iniciativa más provechosa para todos que la igualdad en la miseria, que es la única que hasta la fecha de hoy han logrado imponer.  FARO DE VIGO, 4 de marzo de 1983  LA ENVIDIA IGUALITARIA  Mariano Rajoy Brey  Presidente de la Diputación de Pontevedra  Hace algunos meses “FARO DE VIGO” tuvo la gentiliza de acceder a la publicación de un artículo en el que comentábamos un libro a nuestro juicio apasionante. “”La desigualdad humana” de Luís Moure-Mariño. Hoy pretendemos descubrir otro libro no menos magistral que analiza con profusión de detalles y argumentos aquella afirmación y el consiguiente problema de la igualdad-desigualdad humana, pero que añade a este estudio el de otro tema no menos importante e íntimamente unido al primero, cual es el de la envidia, uno de los más graves y perniciosos de los pecados capitales. El libro lleva por título “La envidia igualitaria”. Su autor Gonzalo Fernández de la Mora. De entre sus pocas más de doscientas páginas, cuya lectura recomendamos a todos aquellos que quieran ampliar sus conocimientos sobre el hombre, destacaremos tres aspectos concretos y por encima de todo un mensaje general.  La primera parte de “La envidia igualitaria” tiene como objetivo básico, ampliamente logrado por cierto, el recopilar los escritos históricos sobre la envida. En ella se sintetizan los diversos estudios y opiniones que a lo largo de los tiempos ha provocado el pecado de la envidia. Desde los griegos hasta los contemporáneos pasando por los latinos, Sagrada Escritura, la patriótica, los medievales, los renacentistas, barrocos y modernos, todos los grandes pensadores han denunciado la malignidad de ese sentimiento.  En el segundo apartado del libro, Gonzalo Fernández de la Mora analiza de manera exhaustiva y profunda el problema de la envida –a la que define como “malestar que se siente ante una felicidad ajena, deseada, inalcanzable e inasimilable”-, de su utilización política (vaguedades como “la eliminación de las desigualdades excesivas”, “supresión de privilegios”, “redistribución”, “que paguen los que tienen más…” son utilizadas frecuentemente por los demagogos para así conseguir sus objetivos políticos), las defensas ante la misma (la huida, la simulación y la cortesía son medios de que tiene que valerse el “envidiado” para evitar el provocar el sentimiento), y la manera de superarla que es la autoperfección y la emulación.  Por último, el autor dedica unas brillantes páginas a demostrar el error en que incurren quienes a veces conscientemente y utilizando el sentimiento de la envida y otras sin valorar el alcance de sus aseveraciones, sostienen la opinión de que todos los hombres son iguales y en consecuencia tratan de suprimir las desigualdades: El hombre es desigual biológicamente, nadie duda hoy que se heredan los caracteres físicos como la estatura, color de la piel… y también el cociente intelectual. La igualdad biológica no es pues posible. Pero tampoco lo es la igualdad social: no es posible la igualdad del poder político (“no hay sociedad sin jerarquía”), tampoco la de la autoridad (¿sería posible equiparar la autoridad de todos los miembros de un mismo gremio, por ejemplo, de todos los pintores o los cirujanos?), o la de la actividad (es difícil imaginar un ejército en el que todos fueran generales; o una universidad en la que todos fueran rectores), o la del premio, o la de oportunidades (las circunstancias, temporales, geográficas y familiares colocan inevitablemente a los individuos en situaciones más o menos favorables, nadie tiene la misma oportunidad mental, ni histórica, ni nacional: no es igual nacer en EE.UU. que en U.R.S.); ni siquiera la económica: “allí donde se ha implantado una cierta igualdad pecuniaria –mediante la nacionalización de los medios de producción, la abolición de la herencia, la supresión de las rentas del capital y la equiparación de casi todos los salarios- se han radicalizado las inevitables desigualdades de poder, creadores de desigualdades económicas quizá no monetarias, pero espectaculares. Aunque la cuenta corriente de Stalin no fuera superior a la del más mísero music, nadie podría afirmar la igualdad económica de ambos. Para imponer tal igualdad habría que eliminar el poder político, lo que es imposible”.  Pero si importantes son todas y cada una de estas ideas, individualmente consideradas, a todas ellas trasciende el mensaje, o la pretensión final del autor sobre la que entiendo todos los ciudadanos y particularmente los que asumen mayores responsabilidades en la sociedad, debemos reflexionar. Demostrada de forma indiscutible que la naturaleza, que es jerárquica, engendra a todos los hombres desiguales, no tratemos de explotar la envidia y el resentimiento para asentar sobre tan negativas pulsiones la dictadura igualitaria. La experiencia ha demostrado de modo irrefragable que la gestión estatal es menos eficaz que la privada. ¿Qué sentido tienen pues las nacionalizaciones? Principalmente el de desposeer –vid. RUMASA-, o sea, el de satisfacer la envidia igualitaria. También es un hecho que la inversión particular es mucho más rentable no subsidiaria. Entonces ¿Por qué se insiste en incrementar la participación estatal en la economía? En gran medida, para despersonalizar la propiedad, o sea, para satisfacer la envidia igualitaria. Es evidente que la mayor parte del gasto  público no crea capital social, sino que se destina al consumo. ¿Por qué, entonces, arrebatar con una fiscalidad creciente a la inversión privada fracciones cada vez mayores de sus ahorros? También para que no haya ricos para satisfacer la envidia igualitaria. Lo justo es cada ciudadano tribute en proporción a sus rentas. Esto supuesto, ¿por qué, mediante la imposición progresiva, se hace pagar a unos hasta un porcentaje diez veces superior al de otros por la misma cantidad de ingresos? Para penalizar la superior capacidad, o sea, para satisfacer la envidia igualitaria. Lo equitativo es que las remuneraciones sean proporcionales a los rendimientos. En tal caso ¿por qué se insiste en aproximar los salarios? Para que nadie gane más que otro y, de este modo, satisfacer la envidia igualitaria. El supremo incentivo para estimular la productividad son las primas de producción. ¿Por qué, entonces, se exige que los incrementos salariales sean lineales? Para castigar al más laborioso y preparado, con lo que se satisface la envidia igualitaria. Y así sucesivamente. Juan Ramón Jiménez lo denunció en su verso famoso “Lo quería matar porque era distinto”; y el poeta romántico Young dio en la diana cuando afirmó “todos nacemos originales y casi todos morimos copias”. Al revés de lo que propugnaban Rousseau y Marx la gran tarea del humanismo moderno es lograr que la persona sea libre por ella misma y que el Estado no la obligue a ser un plagio. Y no es bueno cultivar el odio sino el respeto al mejor, no el rebajamiento de los superiores, sino la autorrealización propia. La igualdad implica siempre despotismo y la desigualdad es el fruto de la libertad. La aprobación por nuestras Cortes Generales de algunas leyes como la última de la Función Pública constituye un claro ejemplo de igualdad impuesta pues pretende equiparar a quien por capacidad, trabajo y méritos son claramente desiguales y sólo va a servir para satisfacer ese gran mal que constituye la envidia igualitaria. Frente a ella sólo es posible la emulación jerárquica: hagamos caso de la sentencia de Saint-Exupery “Si difiero de ti, en lugar de lesionarte te aumento”.  FARO DE VIGO, 24 de julio de 1984  A este tipo es al que han dado los españoles toda la capacidad del mundo para hundirnos en la peor de las miserias y no sólo económica sino también moral.